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El Viejo Adam y Billy Ray

Bien, pongámonos en situación; intenta visualizarlo.

Año 1953. Extremo sur del Bosque Nacional Shoshone, a los pies de las Montañas Rocosas, en Wyoming.

Un denso y enorme bosque de esbeltos abetos y piceas, con pequeñas praderas verdes esparcidas arbitrariamente entre la espesura, y el East Du Noir, un arroyo de aguas tan frías como cristalinas y buena pesca.

Es bonito, ¿verdad?.

Pues justo ahí, en una pequeña cabaña, vive un hombre de setentaicinco años con una larga y mal cortada barba, él solo desde hace mucho, mucho tiempo. Un hombre curtido y muy capaz.

Pues ese hombre que tienes ahora en mente se llama Adam. Adam Sartore.

La carretera más cercana está a once millas y la casa más cercana… oh, ni siquiera lo sé. Mucho más que once millas.

Durante muchos, muchos años, el único contacto de Adam con el resto del mundo fue a través de un buzón en el arcén de esa lejana carretera; la ruta 26, donde recibe carta puntualmente una vez al mes.

«¿Y por qué me cuentas esto?», te preguntarás. Pues porque el viejo Adam está a punto de emprender el segundo viaje más importante de su vida; un viaje extraordinario y fascinante.

«¿Y por qué demonios no me cuentas antes el primero?», te preguntarás entonces. Ten paciencia, iré desvelando los secretos poco a poco para dejarte boquiabierto aprovechando el elemento sorpresa.

El caso es que a nuestro amigo Adam, la artrosis lo está consumiendo poco a poco, cada vez más, y valerse por sí mismo en un entorno como este se está convirtiendo en un auténtico calvario. Ha decidido que su tiempo ahí, en ese bello lugar que tenemos en mente, ha terminado.

Hoy, a primera hora de la mañana, con la bruma matutina cubriendo el arroyo y buena parte del bosque en el que se encuentra, Adam está ultimando los preparativos para marcharse, en unos minutos, definitivamente de ese lugar.

No sé si tu mente lo estará visualizando en este momento pero si la respuesta es afirmativa, quizá te parezca, por el título de esta historia, que falta algo, y lo cierto es que sí. Adam no está realmente solo; no en el sentido estricto de la palabra, digamos, porque vive desde hace muchos años con Billy Ray, su terco y astuto caballo.

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Billy Ray (izq. el de mirada desconfiada) y Adam (dcha. el de barba)
(Imagen: IA y Luis Polo)

La relación entre Adam y Billy Ray podríamos decir que ha oscilado siempre entre la amistad y la desconfianza mutua. ¿Sabes eso que dicen de «ni contigo ni sin ti»?. Pues esa es una frase que muy bien podría definir su relación.

Podemos verlos ahora discutiendo mientras Adam intenta colocarle las alforjas a Billy Ray pero este se mueve adelante y atrás para complicarle las cosas. No es porque sea mucho peso; van muy ligeros de equipaje pero a Billy Ray, cualquier cosa le parece demasiado.

—Vamos, maldito caballo, estate quieto un momento.

Billy Ray no atiende a razones porque no le da la gana y Adam sigue luchando.

—Demonio de caballo, ¡estate quieto!.

Billy Ray sabe que acabará colocándole las alforjas pero no se lo pondrá fácil; es muy terco. Es, digamos, una autoridad en la materia.

Quizá te hayas imaginado también que Adam es un hombre de la montaña que no ha conocido otra cosa en su vida pero la verdad es que lleva aquí veintitrés años, desde el año 1930. Antes…

—No estoy aquí desde 1930; llegué en el 31.

Perdona, Adam, ¿no te fuiste en el 30 de…?

—Sí, me fui en el 30 pero al Bighorn; a este bosque llegué en el 31. Continúa.

Pues eso, que el viejo Adam lleva aquí desde 1931 y ahora te desvelaré la primera sorpresa; hasta ese año, Adam vivía en la ciudad de Nueva York. Así como lo oyes. En la mismísima isla de Manhattan.

Y de golpe, aprovechando el desconcierto, la segunda sorpresa: ese lugar es ahora su destino.

Pero de momento, volvamos al bosque a ver a nuestros amigos partir.

Finalmente, Adam consiguió ponerle las alforjas a Billy Ray cuando este tuvo a bien. Como te decía, van ligeros de equipaje. Comida y agua, un cuchillo, un pedernal para hacer fuego y un poco de ropa hecha por el propio Adam con pieles de animales; lo que cualquier persona que se dirige a la ciudad de Nueva York puede necesitar.

El anciano y su caballo echaron un último vistazo al lugar, la cabaña, el arroyo… fue un momento muy emotivo. Billy Ray no tenía muy claro de qué iba aquello pero sintió que debía imitar a su amigo en un acto tan solemne, en señal de respeto.

Entonces comenzaron el viaje sin volver la vista atrás. Se dirigen al sur, a la carretera donde está el buzón, y de ahí irán caminando hasta la ciudad de Casper a coger un tren. Un largo recorrido que les llevará unos cuatro días.

No creas que la cosa fue bien a partir de ahí, ni mucho menos. Un par de horas después de salir, todavía en pleno bosque, a Billy Ray aquello le empezó a oler a chamusquina; sospechaba que aquel paseo no era una simple diversión dominguera y decidió abandonar a Adam en medio del salvaje bosque y sin sus imprescindibles enseres para la supervivencia. Pero no fue una evasión de esas de «no me volverás a ver jamás». Huyó pero sólo un poco, a una distancia donde pudiera ser fácilmente encontrado y así dejarle constancia al viejo Adam de que desconfiaba de sus extrañas intenciones.

El viejo Adam y su caballo…

—Perdona que interrumpa tu relato pero, ¿tienes que llamarme viejo cada vez que me nombras?.

No todas las veces te he llamado viejo pero es que le da un toque como enternecedor a la historia.

—¿Enternecedor?, ¿qué enternecedor ni qué diantres?. Mi artrosis no tiene nada de enternecedor. Y no veo que le llames viejo a Billy Ray.

Es que es muy difícil hacer parecer a Billy Ray enternecedor. Ponerte ahora en plan cascarrabias no te hará quedar mejor que él, Adam.

—A mí eso me importa un pimiento ahora mismo. El maldito caballo casi me mata del susto cuando se ha marchado.

Vale, Adam, lo que tú digas. Intentaré hacerlo sólo en la justa medida. Entiendo que estés molesto por la situación.

Pues como te iba diciendo, el… ejem… Adam y Billy Ray alcanzaron por fin la carretera y confirmaron que, como esperaban, ya no habría más correspondencia en él, ya que sólo una persona escribía a esa dirección y ya estaba al tanto del viaje. En realidad quien les escribía era la única persona que les esperaba en la lustrosa ciudad.

El camino a Casper tampoco fue del todo fácil, aunque al menos no hubo desagradables sorpresas excepto para Billy Ray. En los tramos que hicieron junto a la carretera, para Adam no había nada que no conociera ya, salvo por ponerse al día del aspecto que tenían ahora los coches pero Billy Ray se vio sometido a un auténtico infierno al ver esas balas con ruedas correr a semejante velocidad tan cerca de él; una situación realmente incómoda y desagradable, especialmente cuando lo que pasaba era un camión.

Billy Ray tendría espeluznantes pesadillas con esos camiones y no fue de ayuda para lo que ocurriría después. Oh, no, en absoluto fue de ayuda, créeme.

Cuando por fin alcanzaron la ciudad de Casper y llegó el momento de subir al tren, al caballo había que meterlo en un vagón de caballos; algo obvio para nosotros pero no para él.

Al ver que, además de Adam, unos desconocidos lo iban a meter a empujones en una especie de jaula oscura, el equino interpretó que aquello era una trampa vil y mezquina, y debía luchar por su vida.

Saltó y relinchó como un auténtico desequilibrado. Mordió a dos de los mozos; a uno casi le arranca la nariz. Lanzó endiabladas coces que afortunadamente no alcanzaron a nadie y se convirtió en el protagonista absoluto de toda la estación.

Te puedo asegurar que los demás caballos que ya estaban dentro del vagón, más civilizados y dotados de un mínimo «saber estar», por cómo lo miraban, sentían que el nuevo pasajero estaba avergonzando a toda la especie.

En este punto, si me lo permites, me atrevo a aventurar la teoría de que Billy Ray quizá no sea del todo consciente de ser un caballo. En realidad no tengo noticia de que alguna vez se haya mirado a un espejo para saber lo que es, como cualquiera de nosotros puede hacer en un momento dado si le asaltan las dudas. Es posible que el pobre animal no entendiera por qué lo tenían que meter en una tenebrosa jaula en vez de en un cómodo vagón, como a Adam.

Oh, yo también mostraría mi indignación si quisiesen meterme en un vagón de caballos, puedes estar seguro. Quizá no relincharía ni mordería a la gente… o sí, es difícil asegurarlo. La verdad es que nunca sabes como vas a reaccionar ante una situación desconocida. Desde luego dejaría constancia de mi desacuerdo.

Quizá no seamos justos al juzgar a Billy Ray por ese comportamiento en concreto.

Cabe la posibilidad de que ese acontecimiento causara en el animal una profunda confusión sobre su yo físico, algo que además tendría que afrontar en un entorno, a su juicio, hostil y sin ningún aliado, rodeado de desconocidos en los que no confiaba. No me habría gustado estar en su pellejo, no, señor.

El caballo realizó el largo viaje en tensión constante, mirando a un lado y al otro, y por encima del hombro. No socializó con los demás pasajeros, a los que veía como taimados sospechosos. Tampoco es que se sintiera identificado con sus finas maneras.

Adam viajó cómodamente en un compartimento privado pero no te daré más detalles sobre esto para mantener la incertidumbre.

Unos días después, el tren alcanzó por fin su destino en Penn Station, en pleno corazón de la isla de Manhattan.

Allí les esperaba la persona con la que se comunicaron durante tantos años por carta, un hombre de cuarentaicuatro años, apuesto y muy elegante, llamado Joel Jones.

Los tres se saludaron afectuosamente y se dirigieron, charlando y caminando tranquilamente, hasta una majestuosa sede bancaria en la 5ª Avenida.

Billy Ray no podía entrar en esa oficina pero tampoco es que le embargaran las ganas de hacerlo, la verdad, y esperó fuera.

La cosa no fue rápida, ya sabes como son los bancos, aunque en esta ocasión no fue por lo que te imaginas.

Firmaron un montón de papeles y el propio director del banco los convocó a su oficina para una amable reunión.

Ahora, ¿estás sentado?. Te lo pregunto porque lo que se avecina hará que te tiemblen las canillas.

Entre el señor Jones y Adam, acababan de transferir a una cuenta del montañero la cantidad de… oh, Dios, es tan largo de decir que lo redondearé. Tras impuestos y otras tasas, Adam recibió una cantidad ligeramente superior a los cinco millones de dólares.

Oh, amigo mío, no te haces a la idea de lo que significaba esa cantidad en el año 53, no, señor. Eras poco menos que el rey de la isla.

Y ahora que ya conoces el detalle más importante, te contaré cómo hemos llegado hasta aquí, porque es una historia igual de fascinante aunque tiene algo de drama; ten pañuelos a mano.

Adam Sartore, hasta la edad de cincuentaidós años, era un reputado y adinerado gestor de fondos en esta misma isla.

Un íntimo amigo suyo era uno de sus clientes.

Pues el caso es que cuando llegó la Gran Depresión, a finales del año 29, una buena parte del dinero que Adam gestionaba se esfumó como la bruma matutina que vimos al principio de esta historia.

Su cliente y amigo perdió mucho dinero con aquello pero tampoco es que se arruinara, sin embargo, como muchos otros en esos terribles años, fue víctima del pánico y se quitó la vida, una tragedia que Adam nunca consiguió superar.

Llegados a aquél punto, nuestro querido amigo entendió juiciosamente que dadas las circunstancias, no eran ellos quienes poseían el dinero si no que era el dinero quien les poseía a ellos y decidió que esa no era una forma virtuosa de vivir.

Lo abandonó todo y se fue a las montañas, no sin antes preparar un sencillo y paciente plan.

Adam también perdió casi toda su fortuna en aquella crisis pero mantuvo en su posesión unas extremadamente devaluadas acciones de una empresa en la que tenía fe. Un gran número de ellas pero que en aquel momento no valían prácticamente nada.

Firmó unos poderes notariales a Joel Jones, que en aquel entonces era un joven que empezaba en ese mundo de las finanzas y en quien Adam tenía depositadas grandes esperanzas, además de confianza, para, llegado el caso, manejar aquél fondo en su nombre.

Y se marchó lejos.

Pasados varios años tras aquella gran crisis, la empresa de la que Adam poseía aquellos valores, poco a poco resurgió hasta convertirse en un enorme emporio empresarial y las acciones fueron ganando valor, lenta pero exponencialmente.

Una parte de esos valores, Jones lo reinvirtió y los diversificó con gran juicio, y recibió por cada una de esas gestiones una generosa comisión que le sirvió para vivir holgadamente y formar una amada familia a la que nunca le faltó de nada.

Ahora Adam recupera esos poderes que tan pacientemente dejó en manos de su joven amigo. Jones ya había comenzado unas semanas antes a vender todas esas acciones y a preparar todo el papeleo necesario para que el montañero recibiese su dinero nada más llegar.

Para que comprendas cómo es que acabó en un bosque remoto, debes saber que Adam siempre fue, ya desde niño, un ferviente lector de libros de aventuras como los de Jack London, Henry David Thoreau y muchos más, igual que libros sobre botánica, caza o agricultura. Aunque hasta que se marchó apenas había pisado hierba en su vida, Adam es un hombre muy capaz en todo lo que se propone.

Y ahora que ya sabes esto, ya podemos volver al banco para ver el desenlace de esta historia.

Antes de terminar de transferir el dinero, Adam dio indicación para que, para sorpresa de su joven amigo, fuera traspasada a la cuenta de este la generosa cantidad de medio millón de dólares para agradecerle tantos años de buen servicio y amistad.

Posteriormente, aunque esto en secreto, también lo dejaría como único beneficiario en su testamento, ya que Adam no tenía familia cercana y, obviamente, no confiaba en la capacidad de Billy Ray para gestionar tal fortuna, en el caso de que este le sobreviviera.

Cuando ya estaban terminando en el banco, comenzaron a escuchar gritos; auténticos alaridos en realidad, que venían de la calle y Adam tenía en su mente un claro sospechoso de ser el causante.

Billy Ray, además de haber hecho sus necesidades en plena y lustrosa 5ª Avenida, al paso de una señora con un ostentoso chal de piel de algún ex animal, quizá lo confundió con un lobo o cualquier otra alimaña campestre que le producía algún tipo de temor irrefrenable y, en comprensible defensa propia, le hincó los dientes al chal con todas sus fuerzas y lo zarandeó como un feroz perro de presa, señora incluida.

Ante las protestas de la víctima, Adam se ofreció amablemente a cazarle otro en exclusiva para ella.

—Lo despellejaré para usted —le dijo amablemente—. Se me da bien.

Incomprensiblemente, la señora rehúso la generosa oferta de compensación y se marchó con viento fresco.

El Viejo Adam y Billy Ray en Manhattan
Imagen: IA y Luis Polo

En este punto me gustaría añadir que Billy Ray, a pesar de su empeño en mostrar una imagen tosca y rústica, es ciertamente miedoso y asustadizo, quizá es algo que ya sospechabas. Es el típico caballo al que le gusta aparentar.

Más tarde, Joel invitó a comer a Adam a su casa, con su familia, y todo fue muy bien pero acordaron llevarlo al atardecer al cine, y eso no fue tan bien.

Fueron a ver nada más y nada menos que «La Túnica Sagrada», un gran estreno por todo lo alto.

Adam ya había tenido la oportunidad de disfrutar de las primeras películas sonoras antes de marcharse a las montañas pero aquello, oh, aquello era magnífico, aquél sonido, aquellos colores…

Sin embargo, tras la primera impresión, pasada la novedad, el interés en la película fue decayendo en Adam a la velocidad del rayo y a los veinte minutos, con la cabeza recostada hacia atrás, encarando el techo y con la boca más abierta que la saca de un político, comenzó un recital de ronquidos tan intenso que… bueno, alguien me contó que fueron recogidos con alarma y pánico por todos los sismógrafos de la Costa Este. No sé si eso será cierto pero yo que lo vi, te aseguro que no es algo descabellado.

La familia Jones lo despertó justo cuando un sector del público comenzaba a presentar alegaciones pero en apenas otros cinco minutos, Adam sufrió una fuerte recaída y hubo que sacarlo de allí ante la falta de empatía del resto de espectadores.

Fuera del cine, Billy Ray, quizá por aburrimiento o quizá en represalia por no haber sido invitado a la proyección, estaba masticando el cuero de los asientos de un lujoso Hudson Super Six descapotable.

Ante las protestas del dueño, Adam, con la amabilidad que le caracteriza, se apiadó del pobre hombre pensando que no era suficientemente pudiente como para comprarse un coche con techo y lo compensó con varios ceros de generosidad.

En los siguientes días, Adam se compró una bonita y acogedora casa con jardín en el Upper East Side. Pero no te imagines los Campos Elíseos con un palacio o algo así, oh, no; en esta isla no hay sitio para eso, no, señor. Hay ya más edificios de los que caben.

En el caso de que no la conozcas, la isla de Manhattan es algo así como clavar setentaicinco velas de cumpleaños en un cup cake; esa es una imagen fidedigna de la isla. Está todo muy, muy apretado.

La casa tenía un tamaño modesto, ya que Adam temía perderse en ella después de haber pasado tantos años en una pequeña cabaña, y el jardín tenía un tamaño más o menos parecido, por ejemplo, a la mitad de una cancha de baloncesto.

Lo que más le importaba es que, al menos tuviese algo de campo para pisar y que estuviese muy cerca de Central Park, un lugar por donde los dos podrían dar tranquilos paseos. Y lo estaba.

Con el jardín, Adam y Billy Ray hicieron un trato. La mitad para uno y la mitad para el otro.

Adam dedicó su mitad a plantar geranios y cosas de esas, y Billy Ray dedicó la suya… bueno, a sus quehaceres.

Adam, que ya no tenía ningún interés en conducir, adaptó la cochera de la casa convirtiéndola en un cómodo establo para Billy Ray, a donde conectó la calefacción para que su amigo no pasase frío en las noches de invierno y le abrió un acceso directo a su mitad de jardín.

Contrató a un un equipo de asistentes para que le ayudasen en su día a día por culpa de su artrosis y a un mozo de cuadra para que atendiese los aposentos de su amigo, al cual traía regularmente el mejor heno proveniente del norte del estado y agua fresca de río de los Adirondack.

Y así pasaron cómodamente sus días.

Acerca del jardín… bueno, no me gustaría parecer imparcial pero no fue del todo bien y hay un claro culpable; fue Billy Ray quien no cumplió su parte del acuerdo. Masticó todas las flores que plantó Adam pero no porque le gustaran, era a modo de crítica o quizá como castigo. Era del pensar de, ¿por qué plantar estas chorradas en vez de, no sé, zanahorias?, por poner un ejemplo.

Mi humilde opinión, conociéndolos a ambos, es que Billy Ray, menos dado a andarse con tonterías y miramientos, pensaba que la ciudad había vuelto a su amigo un cursi y remilgado, y que aquella era la mejor forma de ayudarlo; comíéndose los geranios, por las bravas, pero Adam no aprendió la lección y Billy Ray, quizá volviéndose aún más cascarrabias por la vejez, llegó a estar convencido de que su amigo Adam era más terco que una maldita mula y que no iría por el buen camino si no estuviera él ahí, vigilándolo de cerca, haciendo todo lo que le fuera animalmente posible para ayudarle.

Lo que no cambiaría nunca es que siguieron siempre juntos, llevándose el uno al otro por el camino correcto.

No sé tú pero Adam y Billy Ray, para mí, con todas su cosas, ya sabes, no siempre son fáciles de llevar ninguno de los dos pero a mí me da como cierta tranquilidad saber que están ahí, ¿sabes?, en el mundo, seres como ellos.

FIN


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