Es una encantadora y tranquila mañana en el pequeño pueblo de Jackson, Wyoming, a punto de comenzar el verano. El sol, todavía apareciendo por encima de las cumbres de la cordillera Gros Ventre, brilla y la temperatura es muy agradable, con el cielo completamente azul; promete un día caluroso.
En realidad todas las mañanas en Jackson son tranquilas aunque desgraciadamente para los que vivimos aquí, no todas son soleadas y calurosas; lo cierto es que estamos muy lejos de poder presumir de eso.
Pero hoy sí, es un día muy bonito. La gente se da los buenos días con más alegría de lo habitual, mostrando sonrisas de oreja a oreja.
Ven conmigo a ver el pueblo desde arriba, sobrevolándolo, ya verás, la vista es magnífica.
¿Ves?, no tardarías ni quince minutos andando en cruzarlo de un extremo a otro. Fíjate, apenas una docena de coches circulando por las calles.
Vaya, ese granate que va por ahí es el de Rick Kaplan. Desde que tiene coche nuevo viene más a menudo a Jackson; seguro que para presumir. Qué panorama.
Mira, esa de ahí es la pequeña escuela para los niños del pueblo y ya están entrando para comenzar la jornada. Faltan muy pocos días para las vacaciones de verano y hoy, además, es viernes. Echemos un vistazo a ver cómo es por dentro. Entremos en la clase de tercer grado donde están los niños de ocho años; allí hay alguien que quiero que conozcas.
El profesor aún no entró en el aula. Madre mía, qué escándalo están armando los chavales.
Ahora sí, ahí viene el profe. Todos los niños pegan un salto a sus pupitres y guardan el más completo y respetuoso silencio. Jimmy Miller es uno de ellos, ¿lo ves?, ese de ahí. Jimmy es un estudiante bastante decente. No es que saque sobresalientes pero tampoco suspende; las notas no son nada malas. Va yendo.
—Buenos días, señor Harlow —saludan todos.
—¡De pie!
En realidad ya estaban todos de pie para recitar al unísono y con la mano en el pecho.
—Prometo lealtad a la bandera de los Estados Unidos de América y a la República que representa, una Nación bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos.
Ahora una breve y solemne pausa y vuelven a recitar juntos.
—Señor, te damos gracias por este nuevo día, por la oportunidad de aprender, crecer y hacer lo correcto. Ayúdanos a ser amables, a escuchar correctamente y a esforzarnos. Bendice a nuestras familias, a nuestros maestros y a nuestro país, Amé…
—Y líbranos de los bolcheviques—añade el señor Harlow en solitario, elevando la voz por encima de la de los niños.
—Amén —rematan por fin todos juntos mientras se miran de reojo. Ese final ha sido nuevo. A Jimmy le suena ese nombre pero no tiene ni idea de quienes son esos tipos. Desde luego deben de ser malos para tener que pedirle ayuda a Dios.
Jimmy es un buen chaval. Es travieso pero con moderación, sólo en su justa medida como para no ser considerado como un destacado representante de la facción de los traviesos. Cuando no se porta tan bien sus padres le llaman James e incluso en algún caso extremo, James Waylon Miller, pero la verdad es que por lo general, es Jimmy; se suele portar bien y es respetuoso.
Si ya has estado por aquí antes, quizá sepas que en el pueblo hay una tienda muy importante, la tienda de los Miller. Bueno pues Jimmy es el hijo de los Miller.
Enseguida te contaré algunas cosas más de esa tienda porque será una protagonista más en esta historia.
El resto de la jornada escolar transcurre casi casi con normalidad salvo por otra novedad que sabremos por Jimmy. Los chavales ya apenas piensan en otra cosa que en las vacaciones, ya les tardan, y no están especialmente atentos.
Vamos a darle al botón de avanzar rápido para llegar al sábado, que es el día importante en esta historia.
Ahí puedes ver a Jimmy en la cocina, desayunando, mientras su madre, Molly, hace mil tareas antes de ir los dos a la tienda. Su padre, Jim, ya salió y está abriendo la puerta del negocio. Lo saben porque está pared con pared con la casa en la que viven.
El día es tan bonito como el de ayer y la tienda, que hace esquina, tiene la fachada mirando al este y al sur por lo que por las mañanas, el sol ilumina de forma exagerada todo el interior, que está cubierto por una enorme cristalera con el nombre pintado de Miller’s General Store.
Pero de momento volvamos a la cocina, con Jimmy y con Molly.
—Mamá, ¿quiénes son los bolcheviques? —pregunta mientras monda una naranja, sentado y mirando por la ventana.
—¿Dónde has oído hablar de ellos?, son unos que tienen unas ideas políticas muy diferentes a las nuestras; tienen otra forma de vida. También les llaman comunistas o rojos. Además, son ateos.
—Ah, creí que eran un grupo de música de esos de jóvenes que odiáis tanto los viejos.
—¡Oye!
—Los mayores —se corrige Jimmy a sí mismo con desdén—. ¿Sabes?, como Los Drifters. ¡Los Bolcheviques!
—Bueno, hay mucha gente que tiene miedo de que entremos en guerra con ellos. Hay mucha tensión entre su país y el nuestro.
—¿Lo de la bomba es por eso?
—¿Qué bomba?
—Ayer nos pusieron una película en el cole. Era de una tortuga llamada Bert que nos explicaba lo que debemos de hacer si cae una bomba atómica.
—¿Ah sí?
—Sí, ¡duck and cover!, decía una y otra vez; ¡duck and cover! Si vemos un gran resplandor en el cielo, como un destello cegador, debemos echarnos al suelo inmediatamente y ponernos debajo de algo, tapándonos la cabeza. Hicimos un simic… simulc…
—¿Un simulacro?
—¡Eso! Nos metimos debajo de los pupitres.
—¿En serio?, por favor…
—Pero entonces, ¿quiénes son peores?, ¿los bolcheviques o esas bandas nuevas de música? ¿Te acuerdas el otro día que había dos señoras rezando delante de la tienda de televisores viendo a un cantante de esos nuevos mientras bailaba moviendo las caderas?, y ayer el señor Harlow le pidió ayuda a Dios para que nos libre de los bolcheviques.
—No te hagas comunista, cariño pero, ¿de esas bandas nuevas?, si te gustan escúchalas lo que quieras, no irás al infierno por escuchar a Alvin Presley, te lo aseguro.
—Elvis.
—¿Eh?
—Se llama Elvis Presley.
—Bueno, ese. A mí también me gusta, ¿qué te crees?, pero no se lo digas a papá. Venga, pongamos la radio, una emisora de esas. Será nuestro secreto.
Molly encendió la radio y fue girando el dial hasta encontrar una emisora de rocanrol. Subió el volumen casi al máximo mientras «Rock Around the Clock» inundaba la cocina. Jim, en la tienda, miró hacia el lado de la pared de donde viene la música, negando con la cabeza. Molly se acercó a Jimmy y, mientras este se metía un gajo de naranja en la boca, tiró de él agarrándolo por la mano y comenzaron a bailar por la cocina, entre risas pero entonces ocurrió algo.
Mientras masticaba la naranja, con el bailoteo se descuidó y notó como una pepita se le colaba por la garganta. Jimmy presionó con la lengua para intentar evitarlo pero ya era demasiado tarde. La pepita se coló por su tracto digestivo.
Su semblante cambió repentinamente y dejó de moverse para que su madre se diese cuenta de que ya no quería bailar.
—¿Qué te pasa?
Jimmy no contestó y volvió a sentarse en la silla, con la mirada perdida a través de la ventana, mientras su madre se quedaba mirándolo con los brazos en jarras.
Jimmy se deshacía en dudas por la más que probable gravedad de la situación y pensaba que si decía algo acabaría en el hospital, con un montón de médicos abriéndolo en canal para quitarle la pepita, pero finalmente, sacó valor.
—Mamá —dijo con la voz algo temblorosa.
—Dime.
—¿Qué pasaría si te tragaras una pepita de naranja?
—Nada, cariño. Saldrá por donde tiene que salir. No te preocupes.
Pero a Jimmy esa respuesta no le acababa de convencer. Puede que su madre no lo sepa todo. Se veía a sí mismo despertándose mañana por la mañana con ramas de naranjo saliéndole por la boca, luchando por respirar. Las naranjas pueden ser muy grandes, ¿sabes? Primero pensó que no sabía de nadie con ramas saliéndole por la boca por lo que quizá fuera verdad que no pasa nada, pero luego pensó que quizá es que nadie había sobrevivido para contarlo. Ese pensamiento le atormentaría el resto del día.
—Venga, vamos con papá —dijo Molly mientras apagaba la radio.
Tanto Molly como Jim estaban de acuerdo en que el niño estuviese con ellos en la tienda los sábados por la mañana. Así, por un lado lo tenían vigilado y por otro, pensaban que echar una mano allí sería muy bueno para su educación.

La tienda de los Miller es una de esas tiendas que venden casi cualquier cosa que te puedas imaginar; hay de todo, y en el extraño caso de que algo no lo tengan, te lo traerán en menos que canta un gallo. No es muy grande, el suelo y los estantes y mostradores son de madera y todas las cosas están apelotonadas en un perfecto y estudiado orden.
Jim es un hombre muy trabajador y está encantado con su trabajo, que además les da un buen dinero, y se le da muy bien encontrar proveedores de cualquier cosa pero Molly es como el genio en la sombra. Cuando un cliente pregunta dónde está un artículo, por ejemplo la pasta de dientes, inmediatamente hace un inventario mental de lo que suelen llevar las personas que compran habitualmente pasta de dientes para ponerla lo más cerca posible de esas cosas. Si un artículo se vende especialmente poco, estudia en qué lugar debería estar colocado para que se venda más, y en qué momento del día debería de darle más luz. Hay cosas que se venden más a primera hora y otras el resto del día. Las que no se venden tanto a primera hora están más cerca de la entrada, que es hasta donde más tarde da la luz del sol.
Las balas del .30-06 Springfield están justo encima de la crema para cabello masculino y no es por casualidad. La ventas de Brylcreem subieron un treinta por ciento desde que Molly decidió ponerlas debajo de esa munición. Sabe que los que compran balas de menor calibre no suelen comprar crema para el cabello.
Mira, madre e hijo ya están entrando. Ya hay un par de clientes paseando por la tienda y llenando cestas con cosas.
Jim está con Paulie en la trastienda que hace de almacén, pidiéndole que mueva unas cajas. A Paulie Simmons quizá ya lo conozcas, es empleado de la tienda. Es un chico de diecisiete años, amable y risueño aunque algo despistado. Es uno de esos chavales a los que casi todos los de su edad lo suelen infravalorar por inocente, sin embargo él está trabajando mientras los de su quinta aún están durmiendo la borrachera de la noche anterior. Los Miller sí que lo valoran como se merece y sus clientes también. Está juntando dinero para comprar un caballo del rancho Kaplan. Usa sus descansos para jugar con Jimmy cuando este ya está harto de ver durante toda la maldita mañana a tanto viejo arrastrando los pies por la tienda.
Mientras Molly se ata su delantal, el carrillón de la puerta suena anunciando la entrada del señor Connors.
Clarence Connors es un hombre de setentaidós años, bajito, delgado y vigoroso, que ha decidido emplear su jubilación al servicio de la defensa del país, dando caza a comunistas y a vagos, entre los que se incluyen esos nuevos músicos jóvenes con sus danzas lujuriosas y melodías satánicas. Estamos en plena «caza de brujas» del senador McCarthy y el señor Connors es su brazo ejecutor.
Diariamente elige un negocio local y le dedica un tiempo a vigilarlo, atento. Es un cliente habitual de la tienda de los Miller pero hoy estará algo más de tiempo, en una operación encubierta, a ver si se presenta alguna presa por allí. En realidad todo el mundo sabe a qué se dedica.
Pero no creas que esto es un caso raro; todas las ciudades y pueblos del país tienen a un señor Connors.
—Buenos días, señor Connors —saluda Molly con amable sonrisa.
—Muy buenos días.
—¿Qué tal está su esposa?
—Bien, bueno… ya sabe… el caso es quejarse.
Molly le muestra una sonrisa forzada. Sabe que la señora Connors se rompió la cadera hace unos meses y la rehabilitación es lenta e incierta.
Jim y Paulie vuelven del almacén.
—Hola, canijo —le dice Paulie a Jimmy con una sonrisa de complicidad, al mismo tiempo que su padre le acaricia la cabeza con la mano.
Jim se percata de que el señor Connors está paseando por la tienda pero todavía no ha cogido nada.
—Buenos días, señor Connors. ¿Le puedo ayudar?
—Buenos días. No, gracias, estoy mirando unas cosas.
El carrillón de la puerta vuelve a sonar. Oh, Dios mío, ¡cuerpo a tierra!, ¡se avecina una batalla! Quien está entrando en la tienda es la señora Barkley.
Digamos que esta mujer es la archienemiga del señor Connors; se llevan a matar. Por respeto no te diré su edad pero quizá no se enfade conmigo si te digo que ambos son más o menos de la misma quinta.
La señora Barkley es un auténtico torbellino capaz de correr a escobazos al mismísimo Lucifer y el señor Connors es de esos que piensan que las mujeres deben de estar calladitas y no rechistar a un hombre. Cuando ambos están en la misma estancia puedes escuchar el aire cortocircuitando.
La señora Barkley es la tía-abuela de Paulie, y además es muy tía-abuela.
—¡Buenos días!
—Buenos días, señora Barkley —saludan todos, justo cuando la recién llegada detecta al enemigo.
El señor Connors camina nervioso, intentando pasar desapercibido entre las estanterías.
—Vaya, parece que se os ha colado un nubarrón en la tienda —exclama la señora Barkley con sonrisa maliciosa.
Paulie, que estaba reponiendo algunos artículos, también intenta pasar desapercibido aunque por motivos muy diferentes.
La señora Barkley comienza a caminar por la tienda, observando aquí y allá mientras Paulie la mira de reojo y avanza unos pasos. Los Miller están atentos a los movimientos de ambos. Saben lo que pasará. Paulie hace el amago de irse al almacén pero es interceptado por Jim.
—Paulie, por favor, llena un poco más el cesto de las manzanas.
El joven lo mira poniendo los brazos en jarras, serio, como pidiendo una explicación. Sabe perfectamente lo que pretende y que el cesto de manzanas está bien lleno.
Justo en ese momento, la señora Barkley, a traición, lo placa con fuerza por los hombros y le planta un beso en la mejilla de esos tan intensos que resuena en toda la tienda.
—¡Para!
Los Miller se parten de risa en silencio, mirándose entre ellos.
No creas que Paulie está enfadado, la quiere con locura, tanto como ella a él pero le molesta mucho que lo avergüence en público de esa manera, como si fuera un crío.
Cuando la señora Barkley comienza ya a hacer la compra de verdad, en un momento se topa inevitablemente con el señor Connors. Este está toqueteando cosas al azar para parecer ocupado.
—¿Que?, señor Connors, ¿cazando rojos en la tienda de los Miller?
—Bah —contesta este de forma despectiva, sin siquiera mirarla.
Molly intenta meter baza antes de que se desate el infierno.
—Oh, pues, ¿saben qué?. En el colegio a los niños les han enseñado qué hacer si cae una bomba atómica. ¿De verdad es necesario meter miedo a los críos?
—¡Pues ya lo creo que sí! —salta el señor Connors sintiéndose aludido—. Esos malditos rojos son capaces de cualquier cosa pero, ¿saben qué?, no nos bombardearán, oh, ya lo creo que no. ¡Nos invadirán!; estoy completamente seguro —dice mientras se va acercando al mostrador, donde están los Miller.
—Oh, vamos, señor Connors… —dice Molly poniendo la mano en el hombro de Jimmy.
—Lo siento pero es la verdad. Pero que vengan, sí, que vengan, que les estaremos esperando, !se abrirá la caja de Pandero!
—¿De Pandora? —pregunta Jim con gesto inocente.
—¿Cómo dice?
—¿Quería decir la caja de Pandora?
—Pues claro, eso he dicho.
Jim asiente con la cabeza.
—¿Que se creen esos?, ¿que por ser rupestres somo tontos o qué?
—¿Rústicos?
—Oiga, usted me entiende, ¿verdad? Quizá no sea tan listo como usted pero ¿a qué viene tanto corregir?, ¿acaso aquí nadie se equivoca nunca?
—Perdóneme.
El señor Connors no es tan inculto como parece pero nota el aliento de la señora Barkley en su nuca y está nervioso; un estado que no sabe gestionar bien. Le enerva la idea de quedar en ridículo ante el enemigo.
—¡Se van a enterar esos malditos come-alcachofas!
—¡¿Comen alcachofas?! —pregunta Jimmy anonadado. El chaval odia las alcachofas.
—¡Que no te quepa duda, amigo mío! —le dice el señor Connors con gesto amigable—. No me extrañaría que las coman directamente de la planta y sin usar las manos.
Jimmy ya tiene el motivo definitivo para odiar a esos tipos.
—Menos mal que tenemos a gente decente en el Capitolio que saben como protegernos —continúa Connors—, como el senador Camarth…, MacNarth.., MacTharty. Ese sí que es un hombre con dos cataplines, sí, señor. Si fueran todos así otro gallo cantaría.
—Mac… —comienza a decir Jim temerariamente pero se detiene en seco, dándose cuenta de su imprudencia.
El señor Connors se queda mirándolo fijamente con gesto muy serio y desafiante. Jim no apartará la mirada pero su semblante es apaciguador. No querría enfadar a un cliente por nada del mundo. Es un momento de extrema tensión.
—Señor Connors, por el amor de Dios —interrumpe la señora Barkley—, ¿por qué no deja a la gente en paz?. Madre del amor hermoso, es usted como el conde Drácula, siempre buscando algo rojo por ahí. Jimmy, cariño, no hagas ni caso. Te puedo asegurar que nadie nos lanzará una bomba atómica ni nos invadirá.
—Bah, bah, bah, paparruchas —contesta el señor Connors con gesto de desprecio y comienza a caminar por la tienda con paso errático, muy nervioso. La misión no está saliendo como esperaba y ya se le están acabando las excusas para seguir estando allí sin comprar nada.
—Enséñenos esos colmillos, señor Connors —dice la señora Barkley en tono burlón.
El señor Connors es consciente de que pierde el control cuando está nervioso e intenta ignorarla.
Mientras toquetea unas cosas cerca de la puerta, el carrillón suena sorpresivamente para él, que estaba ensimismado rememorando la conversación que acababa de tener, tropieza con un cajón, pierde el equilibrio y comienza a trastabillar, intentando agarrarse a algo.
—¡Epa!
El que acaba de entrar el Ricardo Kaplan, que se apresura a sujetarlo por un brazo, salvándolo de la caída.
—¿Se encuentra bien, señor Connors? —le pregunta el recién llegado.
—¡Pues claro!, ¿por qué demonios lo pregunta?
Rick se queda con un palmo de narices ante la respuesta.
El señor Connors llega por fin a la conclusión de que cualquier cosa que haga hoy le saldrá mal, por lo que decide marcharse, dando esta batalla por perdida pero no la guerra.
—¡Que tengan buen día! —dice abriendo la puerta enérgicamente y desapareciendo de la tienda.
—¿Qué diantres ha pasado? —pregunta Rick extrañado.
—Mejor no preguntes —le contesta Jim.
—Oh —exclama Rick al percatarse de la presencia de la señora Barkley y suponiendo lo que acaba de ocurrir.
—Oiga, señor Kaplan —dice Jimmy—, ¿usted ha conocido a comunistas en la guerra?
—Sí, Jimmy, coincidí con algunos al final, en las últimas semanas de guerra y después, durante los juicios.
—¿Y cómo son?
—¿A qué te refieres?
—No sé, su aspecto, qué pinta tienen…
—¿Su aspecto?, no son de color rojo si es lo que estás pensando…
—No, claro —confirma Jimmy dubitativamente.
—Son normales, no sabría decirte.
—¿Los ha visto comer alcachofas?
—Oh, Dios, no —Rick también odia las alcachofas.
—Pero, ¿los podía diferenciar de los nuestros?
—Sí, claro, por el uniforme y por el idioma, en caso de que los escuchara hablar. ¿Sabes, Jimmy?, si pasara un ruso caminando por ahí —dice Rick señalando a través de la cristalera—, vestido de diario y sin escucharlo hablar, podrías pensar que es un vecino cualquiera.
Esa, quizá, no fue la mejor respuesta que podría haber escuchado Jimmy en ese momento pero Rick no conocía el contexto. El niño pensó, según lo que dijo el señor Connors, que los rusos podrían estar ya invadiéndonos disfrazados de granjeros o de vaqueros y ni nos enteraríamos hasta que fuera demasiado tarde. Se quedó mirando fijamente hacia la calle, atentamente, a ver quién demonios pasaba por allí. Quizá al otro lado de la cordillera miles de rusos disfrazados estaban descendiendo en paracaídas para tomar el pueblo.
Rick notó la preocupación en su cara y pensó que era un buen momento para contar una anécdota.
—¿Sabes?, recuerdo un detalle que nos pasó en Berlín después de terminar todo. Algunos estábamos por ahí, subiéndonos a edificios para derribar la simbología nazi y los rusos estaban haciendo lo mismo. Una vez coincidimos con un grupo de ellos en el tejado de un gran edificio gubernamental. Estaban brindando con champán, celebrándolo y nos invitaron en cuanto nos vieron aparecer. Brindamos con ellos, pasamos un buen rato de risas, departiendo aunque apenas nos entendíamos, y entonces seguimos a lo nuestro. Cuando nos íbamos, un ruso enorme estaba al borde del tejado, a sólo un paso del vacío; aquello era altísimo y daba un poco de miedo. Entonces, no se por qué, aquél tipo fijó su vista en mí.
—¿Le atacó? —pregunta Jimmy, ya metido completamente en la historia.
—No, no. Sonreía y empezó a hacerme gestos con la mano para que me acercara. «Tú mirrarr», me decía señalando al vacío, «tú mirrarr, no temerr» —dice Rick exagerando teatralmente el acento ruso—. El tío era algo inquietante, ¿sabes?, su boca sonreía pero su mirada parecía todo lo contrario y seguía haciéndome gestos con la mano para que me acercara. «Tú mirrarr, no temerr, yo sujetarr suavemente por pescueso».
—¿Por el pescuezo? —pregunta Molly asombrada.
—Sí, eso dijo, no sé por qué. Quizá al no conocer bien el idioma se confundió de palabra.
—¿Y entonces qué pasó? —pregunta Jimmy.
—Bueno, rechacé su propuesta, claro; le dije que tenía miedo a las alturas y me fui.
—¿Uno de la aerotransportada con miedo a las alturas? —pregunta Jim sonriendo.
—Es lo primero que se me ocurrió, ¿qué le iba a decir?. No quería parecer descortés pero tampoco iba a ir allí para que aquél armario de tío me agarrara por el pescuezo y me lanzara al vacío como a un muñeco.
—¡Bah! —exclama Molly—, creo que Jimmy esperaba una escena de acción.
—Seguro que tú también —le replica Jim—, con sangre y tripas saliendo.
—Jimmy —añade Rick—, si te preocupa eso que tanto hablan de las bombas atómicas, no te preocupes, te puedo asegurar no nos tirarán ninguna; no tendría ningún sentido…
En ese momento, el carrillón de la puerta suena. Es la señora Daniels, la esposa del alcalde. Entre los vecinos le llamamos la Primera Dama o Su Majestad, enseguida sabrás por qué.
La señora Barkley comienza a carraspear de forma exagerada.
—Buenos días, señora Daniels —saludan los Miller.
—Buenos días —concede la Primera Dama mientras camina hacia el interior de la tienda, con el antebrazo en horizontal y el bolso colgando de él. Con la otra mano coge un cesto agarrándolo con el menor número de dedos posible para no mancharse; sabe Dios qué tipo de criatura inferior y grasienta lo habrá tocado antes.
—Oh, maldita sea —susurra Molly a Jim, en el momento en el que Jimmy finge hacer una reverencia ante la realeza pero con ese movimiento, el mostrador lo oculta de la vista de la señora Daniels.
—Jimmy —susurra enérgicamente Molly.
Rick también se encamina hacia el interior a hacer sus compras.
La señora Daniels se cruza con la señora Barkley y la mira altivamente de abajo a arriba. Esta se percata y la mira fijamente arqueando una ceja; ya ha tenido sparring y está lista para otra batalla. Unos pasos más allá, Rick, que ve la que se avecina le hace un gesto con las manos, rogándole desesperadamente que no haga lo que está a punto de hacer. Jim y Molly están viendo la situación desde detrás del mostrador con el cuello estirado como cisnes para no perder detalle mientras Jimmy vuelve a vigilar la calle a través del ventanal por si ve a alguien sospechoso.
La señora Daniels pasa de largo, la señora Barkley niega con la cabeza y sigue a lo suyo.
Se escucha algún suspiro perdido.
Un poco después, la señora Daniels, con el cesto ya lleno de las cosas que necesita, se acerca al mostrador y con una amplia y amable sonrisa, se dirige a los Miller.
—Luego me paso —dice enseñando sus blanquísimos dientes y sale de la tienda.
«Luego me paso», que es su despedida habitual, significa que luego se pasará a pagar lo que se está llevando. Para los Miller es el ejemplo perfecto de la más fina ironía ya que, siempre que va a la tienda, que es a menudo, luego nunca se pasa. Llevan una minuciosa cuenta de lo que deberá pagar en el improbable caso de que algún día se pase y asciende ya a nada menos que doscientos treintaicuatro dólares con veintitrés centavos.
—¿Cuándo se pasará? —le pregunta Jimmy para sorpresa de todos. En ese instante no hay nadie en la tienda que no haya quedado completamente paralizado y con los ojos como platos, ya que todo el mundo conoce el modus operandi de la señora Daniels. «Luego me paso» no lo dice sólo en la tienda de los Miller. En este momento, para Jim y Molly, quizá una bomba atómica sería un mal menor en comparación con lo que acaba de hacer su hijo.
—Jimmy —le dice su madre mirándolo con el ceño más fruncido que haya puesto jamás.
La señora Daniels finge no haber escuchado nada mientras abre la puerta.
—Pero es que…
—James, cierra el maldito pico —susurra enérgicamente entre dientes su padre.
Mientras la señora Daniels camina ya por la calle, alejándose, Jimmy la observa concentrándose con todas sus fuerzas para fulminarla con la mirada. En ese momento le importa un bledo si pasa por allí un bolchevique disfrazado de vaquero gritando ¡yeehaw!. En lo único que piensa es en que le gustaría poder echar rayos por los ojos, como vio en una película, y dejar a la señora Daniels achicharrada como un cochinillo en medio de la calle.
En este punto déjame que te cuente que en realidad la Primera Dama no camina en el sentido estricto de la palabra, es como si levitara pero no por su gracilidad, si no porque tiene la sensación de que así ensuciará menos sus zapatos.
Si por ella fuera, todos lo vecinos deberíamos de tirarnos al suelo boca abajo a su paso para que pueda caminar sobre nuestras espaldas y así pisar blandito, y no ensuciarse tocando el mismo piso que habrá pisado cualquier sucio y maloliente granjero con el calzado manchado de caca de vaca.
En la tienda, la señora Barkley se acerca al mostrador a pagar, como hacemos los plebeyos.
—Jimmy, cariño, te acabas de convertir en mi superhéroe.
Rick, que también se acerca al mostrador, le guiña el ojo, asintiendo con una sonrisa.
—¡Ah!, ¿y vosotros lo felicitáis? —les riñe Molly frunciendo el ceño y cruzando los brazos.
Después de una buena reprimenda, la señora Barkley y Rick salen de la tienda algo cabizbajos, aunque de espaldas a Molly intercambian una furtiva sonrisa de complicidad como dos críos que acaban de llevar a cabo una exitosa travesura por la que ha valido la pena que les riñan. Inmediatamente Paulie les sigue para ayudar a su tía-abuela a llevar la compra hasta su casa, que está cerca.
Para nosotros también es hora ya de irnos.
Ven, hagamos como cuando llegamos, sobrevolando el pueblo.
Qué bonito día se ha quedado. Mira, fíjate, ni bombas explotando ni ejércitos invadiendo. Desde aquí arriba, donde no se palpa el miedo al enemigo, todo parece igual de tranquilo y apacible que cuando llegamos, ¿verdad? Parece mentira cómo son las cosas.
Al día siguiente, el domingo, Jimmy se despertó con su garganta completamente despejada, sin ramas de naranjo saliéndole por la boca. Fue un gran alivio aunque tampoco descartó que quizá es que no salgan ya, al primer día. Después, al levantarse se apresuró a la ventana, a ver si se veían paracaidistas enemigos disfrazados cayendo del cielo.
Pero nada.
FIN
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