Matt Casey cerca de Alpine - La justicia según Mateo

La justicia según Mateo. Parte 1

Tres amigos están sentados alrededor de una mesa en el jardín del geriátrico de Idaho Falls aprovechando una breve aparición del sol. Las cartas están desperdigadas pero ya han terminado la partida. El gran vencedor, con dos dólares y once centavos, es, como suele ser habitual, Jeb Douglas, de setentaiocho años.

Jeb todavía conserva una buena parte del porte por el que siempre le dijeron que bien podría ser actor de cine, alto, de hombros anchos, con facciones marcadas y simétricas, y una mirada penetrante, aunque la edad lo está encorvando cada vez más y ya camina con dificultad. Aún así, sigue siendo un donjuán; es el terror del ala femenina del centro y cada trimestre tiene una novia nueva allí.

Es una buena persona pero quizá haya sido el peor marido que cualquier mujer del condado podría haber tenido. No hay dedos suficientes en el cuerpo humano para contar todas las veces que fue infiel a su esposa mientras ella vivió. Se convenció a sí mismo de que es que no lo podía evitar.

Rob Hartman, alias Atila, también tiene setentaiocho, aunque recién cumplidos, y presume de juventud ante Jeb constantemente. Su estado permanente de buen humor y comedia compensa su falta de salud.

Rob es de esas personas que pasó por decenas de empleos de todo tipo en su vida. En los años veinte él compró, con una media sonrisa, el primer tractor que cualquier alma temerosa de Dios haya visto en el condado de Bonneville; lo usaba poco menos que como un arma de guerra.

Con él, entre otras cosas, se ofrecía a limpiar terrenos o hacer desmontes pero no lo gestionó bien. «Limpiaste demasiado», le decían sus clientes de forma diplomática; en realidad arrasaba todo por donde metía aquello que en sus manos era una máquina diabólica. No sobrevivía ni el menor e incauto microorganismo que hubiera puesto inocentemente un pie allí. Ni rocas tampoco. De ahí le vino su apodo; «ahí va Atila», decían los vecinos cuando le veían pasar en el tractor. Tampoco le duró mucho; no lo llegó a amortizar. Aquellas máquinas primigenias no estaban preparadas aún para tal nivel de violencia destructiva. Pero lo pasó bien con aquél trabajo.

Matt Casey, de setentaicinco, es el único de los tres que no reside en el geriátrico; aún tiene bastante buena salud y, aunque vive solo en casa y sin familia cercana, se vale muy bien por sí mismo. Tuvo una larga y respetable carrera como juez en el condado de Bonneville. Visita a sus dos amigos muy a menudo. Se podría decir que de ese trío es aparentemente el único normal.

—¿Habéis visto? —dice Rob—, dicen que quieren enviar un aparato al espacio, incluso que algún día enviaremos a un tío a la luna. ¡Que me aspen! ¿Qué demonios esperan encontrar en un lugar al que llaman espacio? Yo se lo puedo decir.

—Que me envíen a mí —replica Jeb—, maldita sea, ¡me presento voluntario! Así no tendré que ver vuestras arrugadas caras avinagradas.

—¡Mira quién fue a hablar! —replica Matt sonriendo—, ¡el guaperas!

—¡Demonios!, ya lo estoy viendo —confirma Rob conteniendo una carcajada—, ¿te imaginas? —dice dando una palmada en el brazo de Matt—, Jeb conduciendo la nave, con un pitillo en la boca, gafas de sol, una mano al volante y la otra por fuera de la ventanilla, atravesando el espacio a toda mecha y con la música a todo volumen.

Los tres rompen en carcajadas aunque Jeb intenta ponerles cara de asco pero no le sale.

—Bueno, es que no es sólo ir —añade el galán—; ya de hacerlo que sea con estilo, pero ¿qué sabréis vosotros de eso, panda de paletos?

—¿Te imaginas al llegar a la luna? —sigue Rob—, ¿cómo dicen que se llaman los de allí?, ¿melenitas?

—¡Selenitas! —le replica Matt justo antes de que los tres vuelvan a romper en sonoras carcajadas—. Melenitas dice el tío…

—Pues esos tendrán un sheriff, también, ¿no? —continúa Rob—, tendrán a su sheriff Thompson lunar, ¿os imagináis?, con su culo gordo encajado a presión en la nave. Detenga el vehículo —dice fingiendo una voz grave y seria—. Apague el motor y ponga las llaves en el salpicadero.

—¡Seguro que se daría a la fuga! —exclama Matt.

—¡Sí! —confirma Rob—, ¡una persecución!, ya los estoy viendo, dando vueltas alrededor de la luna a toda velocidad, como en una maldita lavadora de esas nuevas. Y también tendrán a Matt; un juez Casey lunar. Jeb, ¡serás juzgado por Matt en la luna!

—Lo voy a poner a andar, ya verás.

Los tres van decayendo progresivamente en las risas antes de unos segundos de silencio.

—Oye, Matt —añade Jeb poco después—, ¿por qué te sientas así, tan estirado?, ¿te has olvidado de sacarte el palo de escoba? —pregunta con sonrisa maliciosa, buscando con la mirada la complicidad de Rob.

—Oh, la espalda —responde Matt llevándose la mano hacia ahí—. Me está dando la lata desde hace unos días. Quizá una mala postura durmiendo. Así en esta posición no me molesta.

—¿Y has hecho hoy tu ronda de juzgados?

Matt tiene una auténtica y profunda vocación en el mundo del derecho y, aunque no echa de menos trabajar, su interés en el desarrollo de los juicios le gusta y le entretiene y suele ir muy a menudo a presenciarlos; es muy respetado y muchos allí siguen pidiéndole su valioso consejo.

—Sí pero nada interesante. Borrachos que rompieron algo, pequeños hurtos… Una señora de cincuentaisiete años fue condenada a indemnizar a su vecina por morderle en una disputa por unos geranios. La hija de Julia Ann, ¿os dais cuenta?, ¿cómo era? Culver. Julia Ann Culver.

—Sí, es verdad, que el marido era veterinario, creo —añade Jeb.

Poco después, con el sol ya oculto otra vez tras las nubes, comienza a hacer frío y Jeb y Rob se despiden de Matt hasta el próximo día. Los tres son amigos desde hace muchas décadas y les apena que estos momentos se terminen.

Tras salir del geriátrico, Matt Casey conduce su coche directamente a un supermercado. Allí se pasa un buen rato haciendo una compra grande, con comida para varios días y también algo de ropa.

Después se va a casa y pasa el día como cualquier otro, cómodamente. Después de comer se queda dormido casi una hora viendo una película de vaqueros en la tele, al calor del fuego.

Cuando comienza a anochecer pero todavía queda bastante luz del día, sale a dar un paseo por su acomodado barrio durante una media hora que se suele acabar alargando mucho más, charlando amistosamente con vecinos que también pasean a esas horas.

Cuando vuelve a casa, coge algunas cosas y se monta de nuevo en el coche. Conduce algo más de una hora hasta el pequeño pueblo de Alpine, nada más entrar en el estado de Wyoming, cuando ya es noche cerrada.

Matt Casey cerca de Alpine - La justicia según Mateo

Detiene su coche en el ancho arcén, justo delante de una casa solitaria, pero dejando las luces y el motor encendidos.

Unos segundos después, en la casa, un hombre abre la puerta principal y observa el coche desde detrás de la puerta mosquitera.

Casey, dentro del vehículo, observa todo a su alrededor y mira la carretera detrás de él por el espejo retrovisor. Entonces sale sosteniendo un mapa de carreteras medio desplegado en la mano.

—¡Disculpe!, ¿puede ayudarme, por favor? —dice mostrando el mapa.

—Claro —dice el hombre en la casa mientras enciende la luz del porche y abre la puerta mosquitera.

Matt, a través de la ventanilla, gira la llave para parar el motor y comienza a caminar hacia la casa.

El exjuez es un hombre algo más bajo que la estatura media, viste de forma limpia y discreta y su cara es amigable, con una expresión que da confianza y que a su edad es incluso entrañable. Su tono de voz es agradable, siempre pausado y uniforme. Nadie sería capaz de recordar haberle escuchado levantar la voz, ni siquiera en un juicio. En realidad, nadie que lo conozca podría decir nada malo de él.

—¿Podría situarme, por favor? —dice enseñando el mapa—. Perdone que le moleste pero es que creo que me he perdido.

Un coche aparece en ese momento por la carretera. Parece que va rápido.

—Sí, es fácil, mire —dice el hombre ya extendiendo el brazo para sostener el mapa cuando se encuentran el uno al otro en el césped frente a la casa.

Mientras le explica, Matt observa de reojo el coche que pasa, esperando que desaparezca de la vista.

El hombre ni siquiera repara en la extraña manera que tiene Casey de sujetar el mapa; la verdad es que en una persona como él nadie vería nada sospechoso.

Justo cuando el coche desaparece en una curva, el exjuez, con la mano derecha escondida debajo del mapa, con todas sus fuerzas y una velocidad y un ímpetu tales que, a su edad, sólo podría sacar de la voluntad más férrea y decidida, levanta un cuchillo de cocina de hoja ancha y concienzudamente afilado y, como si fuese una espada, siega el cuello del desprevenido de lado a lado, profundamente.

Abundantes chorros de sangre salen a presión de su cuello antes de ser consciente de lo que acaba de pasar. Se lo sujeta con ambas manos mientras comienza a tambalearse hacia atrás. Intenta gritar pero no es capaz de sacar nada más que apagados sonidos guturales y, tras unos pocos y torpes pasos, termina cayendo de espaldas sobre el césped con un fuerte golpe.

Es la segunda vez que el exjuez hace esto y, en un primer momento, se vuelve a sorprender de lo fácil que le resulta, sin embargo, eso no le sirve como satisfacción. En cierto modo, el único y remoto atisbo de agrado que aflora en ese momento es por sentir que no se acostumbra, y que lo que acaba de hacer le produce el mismo profundo sentimiento de aflicción e incluso pánico que la primera vez.

Se arrodilla junto al hombre y coge su mano, separándosela del cuello.

—Lo siento… lo siento… Que Dios nos perdone a los dos.

Casey comienza a rezar en voz baja por el alma de su víctima y agarra su mano cada vez con más fuerza, llegando incluso a sentir una conexión fraternal con él. Lágrimas comienzan a brotar de sus ojos mientras aumenta la intensidad de su voz al rezar. Comienza a golpearse el pecho mientras lo hace.

El hombre convulsiona unas pocas veces hasta que finalmente deja de respirar. El corte fue tan certero y profundo que desde que fue atacado apenas pasó medio minuto hasta su muerte. La sangre a su alrededor es muy abundante, formando pequeños charcos entre la hierba y manchando las rodillas del exjuez.

Vuelve a escuchar un motor acercándose. Se tumba junto al cadáver, ocultándolo y espera a que pase. Con la oscuridad y su coche en el arcén de la carretera es casi imposible que los vean.

Después agarra al hombre por las muñecas y lo arrastra con mucha dificultad hasta quedar parcialmente ocultos tras el grueso tocón de algo menos de medio metro de alto de lo que fue un majestuoso nogal, apenas unos pasos más allá. No le preocupa que no quede muy escondido, sólo que no lo encuentren rápido.

Desabrocha la camisa de su víctima casi por completo y, con el cuchillo, le hace seis cortes más en el pecho, paralelos al del cuello.

Del interior de su abrigo saca una pequeña hacheta, descalza al hombre y comienza a amputarle el pie izquierdo. No contaba con que le costaría tanto y le lleva un buen rato conseguirlo. Solloza y contiene el llanto mientras lo hace. A su primera víctima le amputó una mano y, aunque no fue fácil, fue comparativamente mucho más rápido que cortar el pie. En ese momento decide que, en adelante, sólo amputará manos.

Cuando por fin termina, se acerca a la puerta de la casa, esconde su mano dentro de la manga y de esa manera apaga la luz del porche y cierra ambas puertas.

Ya sabía de antemano que no habría nadie más allí. No fue una víctima al azar y Casey lo preparó cuidadosamente. Sabe perfectamente quién es la persona que acaba de matar y, aunque lamenta profunda y sinceramente tener que hacerlo, está convencido de que ha sido un obligado acto de justicia.

Se sube al coche y se marcha del lugar. En los primeros kilómetros conduce extremando la precaución porque aún tiene los ojos llenos de lágrimas que no le dejan ver bien pero finalmente, llega a salvo a su casa.

Nada más entrar, se quita el abrigo, la camisa, los pantalones y los zapatos y los mete en una bolsa plástica que cierra cuidadosa y concienzudamente. Después, mete esa misma bolsa boca abajo dentro de otra igual que cierra con la misma dedicación.

Va al cuarto de baño y se lava las manos durante un buen rato, también de forma muy metódica y concienzuda hasta que siente que están completamente limpias de todo lo que acaba de hacer.

Se pone su pijama y su bata, recoge la bolsa con la ropa y también la bolsa de basura habitual de la cocina y sale a arrojarlas en el cubo frente a su casa.

Unos vecinos, un matrimonio poco más o menos de su edad, pasan por allí en ese momento.

—Buenas noches, juez Casey —saluda el hombre con amable sonrisa. Casi todos sus conocidos siguen llamándole juez.

—Buenas noches, Ted, Mary. ¿Qué tal está Rose? —pregunta Matt con amable interés.

—Muy bien —responde Mary—. Te envía recuerdos. Ya ha encontrado piso.

—Qué bien; me alegro mucho por ella. Estoy seguro que le irá muy bien; es una buena universidad.

—¿Vendrás al rosario del jueves? —pregunta Ted.

—Sí, si Dios quiere; no faltaré.

Se despiden cordialmente y Matt vuelve a casa. Entra en el dormitorio, en la penumbra, alumbrado sólo por la tenue luz que llega desde el pasillo. Estira los brazos hasta alcanzar una caja de madera que está sobre el armario y la coloca sobre la cama.

La abre cuidadosamente y de ella saca su disciplina, que consiste en un mango de cuerda de unos veinticinco centímetros de largo, enrollada y cosida con hilo torzal de forma muy compacta y recubierto de cuero, y del que penden siete tiras de grueso cuero de unos cuarenta centímetros de largo, a su vez con siete compactos nudos en cada una, repartidos cada cinco centímetros aproximadamente.

El juez se desnuda de cintura para arriba y se arrodilla en el suelo, junto a la cama, inclinándose hacia adelante. Ya cuando inició este camino de justicia decidió que en cada víctima, por su número, lo multiplicaría por siete para recibir su penitencia.

Agarra la disciplina con ambas manos y comienza a rezar en voz baja.

—Lava del todo mi culpa y purifica mi pecado, Señor.

Los azotes llevarán el ritmo de la oración.

Primer azote sobre el lado izquierdo de la espalda, con una fuerza que no decaerá mientras le sea posible mantenerla.

—Golpe por golpe, sangre por sangre.

El juez nota como la espalda todavía está muy sensible, no sanada aún del todo de su primera penitencia, hace dos semanas. Segundo azote por el lado derecho de la espalda

—Señor, ten piedad de mí.

Tercer azote; sigue intercambiando el lado de la espalda en cada uno. Además del dolor, la piel comienza a escocer mucho más rápidamente que la primera vez. Las lágrimas comienzan a brotar otra vez de sus ojos pero no por el dolor en la espalda si no por una profunda y sobrecogedora aflicción, con la cara de su víctima grabada en la mente.

—Golpe por golpe, sangre por sangre.

Cuarto azote. La voz se le entrecorta por el llanto contenido. Los golpes le parecen resonar cada vez más alto en el silencio, entre las paredes de la habitación. Comienza a sentir el olor metálico de la sangre y el rítmico bombeo en las venas, en donde la piel se está deshaciendo con cada latigazo.

—Señor, ten piedad de mí.

Cuando llega al decimocuarto azote, sus gemidos de dolor son ya más intensos que el rezo. Deja la disciplina en la caja y lentamente se pone en pie. Al volver a poner la espalda recta el dolor se intensifica, haciendo que gima con fuerza, y se dirige andando con dificultad al cuarto de baño.

Se desnuda por completo, lentamente, y se mete en la bañera vacía. Se arrodilla nuevamente. De entre los botes de aseo coge uno sin etiqueta, lo abre y vierte sobre su mano una generosa cantidad de sal, suficiente como para que buena parte caiga por ambos lados de la palma. Inmediatamente se la arroja sobre las heridas de la espalda.

Se retuerce de dolor y escozor apenas siendo capaz de ahogar sus gemidos. Ni siquiera siente ya el frío de la bañera vacía cuando deja caer su cuerpo, justo antes de desmayarse.

Durante al menos una semana permanecerá encerrado en casa, saliendo sólo para acudir a los oficios de la iglesia, que está muy cerca, tumbado boca abajo la mayor parte del día. Tiene todo lo que necesita para no ir a ningún otro sitio esos días mientras la espalda cicatriza, aunque quizá antes ya vuelva también a dar sus paseos vespertinos para que los vecinos no se preocupen por su ausencia, pero los hará más cortos.


—¿Diga?

—¿Señor Kaplan?

—Ricardo Kaplan al aparato, ¿quién es?

—Agente David Harlan, del FBI, ¿se acuerda de mí?

—Agente Harlan, claro que me acuerdo: me alegra escucharle. Dígame.

—Verá, estoy aquí por su tierra otra vez, tengo un caso entre manos; podría tratarse de un asesino en serie. ¿Quiere echar una mano?, ¿se apunta?

—Sí, encantado, ¿dónde está?

—Esta tarde estaré en Jackson, ¿le parece que quedemos allí y le cuento los detalles?, ¿a eso de las seis en ese local de la otra vez, le parece?

—En el bar de Sully, perfecto. Allí estaré.

Continuará


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