Labelle - La justicia según Mateo. Parte 2

La justicia según Mateo. Parte 2

—Agente Harlan, bienvenido.

—Gracias, señor Kaplan.

Tras estrecharse las manos, Rick hace un gesto de invitación a sentarse.

—Cuénteme, de qué…

—Disculpe —interrumpe el agente Harlan—, no quiero parecer descortés pero no soy muy amigo de andar con ceremonias, ¿le parece si nos tuteamos?.

—Oh, sí, por favor, me pasa exactamente lo mismo. Llámame Rick.

—David, o Harlan, como prefieras, me da igual —dice mientras Rick asiente con expresión de complicidad.

Por lo poco que trataron anteriormente, Rick tiene una muy buena impresión de Harlan; un hombre con interés por hacer bien su trabajo y que no se anda con tonterías.

Rick tenía otros planes de trabajo en el rancho para estos días, aunque no imprescindibles. Los dos motivos por los que aceptó ayudar son, por un lado, que estos encargos también le gustan y por otro, que sabe que en la oficina del FBI de Salt Lake, donde trabaja Harlan, igual que en la de Denver, andan muy justos de agentes para ocuparse de enormes extensiones de territorio del medio oeste y les viene muy bien una ayuda.

Harlan pone un portafolios sobre la mesa y saca de él algunos archivos.

—Mira —comienza a explicar señalando los archivos sobre la mesa—. esto empezó hace poco más de dos semanas en Rexburg, Idaho. Alguien le cortó el cuello a un tío por la noche, frente a su casa. No hay señales de lucha, ni testigos, ni apenas pistas que seguir. Fue de un solo corte, certero y profundo con algo muy afilado, suponemos que un cuchillo. Seguramente lo cogió totalmente desprevenido. Dejó que se desangrara y después le hizo en el pecho seis cortes paralelos al del cuello, y además, le amputó una mano.

Rick se acaricia la barbilla intentando sacar algo útil de lo que acaba de escuchar.

—Hace un par de días —continúa explicando Harlan— esto volvió a ocurrir prácticamente igual en Alpine, ya en Wyoming —dice mientras Rick asiente confirmando que ya estaba al tanto de ese asesinato—. Ahí fue cuando pasó a ser cosa nuestra. Es tan parecido, por no decir igual, que es evidente que fue cometido por la misma persona, o personas, con la única diferencia de que, esta vez, le amputaron un pie en vez de una mano —dice mientras reparte sobre la mesa varias fotos del crimen, al mismo tiempo que se asegura de que no hay nadie cerca que pueda mirar, sin embargo Rick ya había seleccionado un lugar en una esquina, al fondo, estratégicamente.

—También sin testigos ni signos de lucha —afirma Rick suponiendo la confirmación, mientras revisa varias fotos.

—Así es. Parece que será un caso complejo.

—Y no tenemos ni la menor información que nos pueda ayudar a definir al asesino.

—Sólo tenemos un par de finos hilos de los que tirar. El primero es que ambas víctimas, que hasta donde sabemos no tenían ninguna relación entre ellas, habían sido absueltas en un juicio después de haber sido acusadas de delitos graves y la absolución fue polémica y criticada. El primero en Idaho y el segundo en Wyoming.

—¿Un justiciero?

—Es una posibilidad. El otro es el tema de los siete cortes paralelos y la amputación.

—Siete, claro —asiente Rick—, contando con el primero del cuello.

—Sí. Es muy poco pero me da por pensar que podría tener algún tipo de intención religiosa; cuando hay simbología generalmente van por ahí los tiros. Alguna intencionalidad tiene, sin duda, y esta parece probable. No deja de ser una idea muy vaga pero es todo lo que tenemos.

—¿Qué plan tienes?, ¿qué quieres que haga? —pregunta Rick.

—Empecemos a tirar de estas cosas, a ver si nos abren algún camino. ¿Conoces a algún predicador o pastor o lo que sea de la iglesia?

—A nadie con quien tenga confianza pero me hago idea de alguno con el que podría hablar.

—Perfecto, pues si te parece, tú ve a hablar con él y yo husmearé en los juzgados donde absolvieron a estos dos, a ver si hay algo.


Rick, en su interior, se considera una persona en cierta medida religiosa y tuvo una educación evangélica en su juventud, sin embargo no tiene la menor confianza ni apego por ninguna iglesia, pero tiene amigos en común con el predicador de la iglesia bautista de Jackson y alguna vez coincidieron en jornadas de pesca.

—Rick, me alegra verte —dice el predicador mientras se dirigía a su coche después de cerrar la iglesia.

—Predicador Hicks, ¿qué tal está?.

—Bien, ¿quieres pasar? —dice señalando hacia a iglesia—. No te desintegrarás por entrar ahí, ya verás —dice con sonrisa sarcástica. Hicks es de esas personas que su aspecto es totalmente lo contrario a su carácter. Es enorme y de cara muy seria e incluso inquietante y sin embargo es un hombre muy bromista y de buen carácter.

—No, gracias —responde Rick sonriendo—. Si me permite, sólo quería hacerle una pequeña consulta.

—Claro, lo que necesites, tu dirás —dice mientras se apoya de espaldas en el coche, sosteniendo su maletín con ambas manos.

—Muchas gracias. En cuanto a religión, ¿qué me podría decir del número siete?, qué significado puede tener?

—Hmmm —murmura Hicks mientras frunce el ceño—, esto me huele a que tiene que ver con el asesinato de Alpine, ¿me equivoco?

Rick arquea las cejas.

—Vale, vale, ya imagino que no me darás detalles. Pues no mucho, la verdad. El número siete podría tener un significado igual que muchos otros números. Siento no poder ayudarte más pero es que…

—¿Alguna relación con un acto de justicia, quizá?

—¿Con la justicia?, ¿sabes qué?, eso casi me tira más a católicos. Si fuera tú les preguntaría a ellos.

—¿Si?, pues eso haré. Muchas gracias, predicador Hicks.

—No hay de qué, faltaría más. Si quieres, la próxima vez puedes venir cuando las puertas estén abiertas —dice con media sonrisa, mirando hacia la iglesia.

—Sí, quizá algún día lo haga.

—Rick, mentir es pecado en cualquier religión.

—Sólo he dicho «quizá».

Ambos ríen. A Rick también se le da bien el sarcasmo.

Llegando a las afueras de Jackson, donde las casas están cada vez más desperdigadas, Rick aparca frente a la iglesia católica del pueblo donde un hombre de unos treintaicinco años, vestido todo de gris en diferentes tonos y con alzacuellos está sentado en las escaleras de acceso fumando un cigarrillo.

—Buenas tardes, predicador, ¿tiene un segundo?

—Soy sacerdote, buenas tardes. Soy sacerdote, no predicador. Soy el padre Parks. Dígame.

—Es cierto, perdóneme. Mi nombre es Ricardo Kaplan. Si me permite, quería hacerle una consulta.

El sacerdote asiente con la cabeza mientras, con una mano da una calada al pitillo y con la otra se rasca la entrepierna.

—¿Qué relación tiene el número siete con la religión católica?, ¿algo relacionado con la justicia, podría ser?

—Bueno, hay muchos números que se podrían relacionar si uno quiere, el siete aparece muchas veces en la biblia refiriéndose a muchas cosas diferentes, igual que otros números pero si es relativo a la justicia… —se detiene para dar otra calada al pitillo pero tras eso, guarda silencio.

—Si es relativo a la justicia… —dice Rick animándole a que continúe.

—¿Esto es por el asesinato de Alpine? ¿Es usted policía?

—No, no soy policía pero trabajo en el caso. Decía que si es relativo a la justicia…

—¡¿Un federal?! —pregunta el cura con asombro.

—No pero trabajo con ellos.

—¡Ah!, entonces no es la primera víctima —dice con mirada inquisitiva.

—Vamos, hombre, dígame, si es relativo a la justicia…

El talante del cura pasa de la desidia a una expresión de adolescente gamberro, con mirada fija y un asomo de sonrisa burlona.

—¿Tienen algún sospechoso ya?

A Rick se le está acabando la paciencia y ya no le pedirá más. Le parece que está negociando información por información pero no entrará en eso, o contesta o se largará de allí. Se le queda mirando seriamente y en silencio.

—Vale, hombre, tampoco se lo tome así —reacciona por fin el cura, que se sienta más derecho y recupera la seriedad—. A ver, el número siete se puede relacionar por ejemplo con la plenitud pero en lo que respecta a la justicia, en el libro del apocalipsis eso se refiere más bien a la plenitud que alcanza un pecador tras recibir el castigo divino.

—Eso sí que es muy interesante, ¿tanto le costaba?

El cura hace un gesto abriendo ligeramente los brazos mientras expulsa el humo. La iglesia está abierta de par en par y en el interior se escucha una puerta cerrarse, seguida de pasos.

—Espere —continúa el cura— recuerdo haber leído en el periódico que al tío le cortaron un pie, ¿pues sabe qué?, el evangelio de Mateo es muy específico y hasta sanguinario sobre castigos y tal, como en el capítulo dieciocho, no me extrañaría que alguien pueda relacionar alguno de sus versículos con una amputación.

Esas dos cosas para Rick sí que son una información valiosísima que casi confirma al cien por cien la intención religiosa de los crímenes. En ese momento, los pasos que se escuchaban en el interior del templo llegan hasta la puerta principal y una chica joven, algo congestionada y con el vestido mal abotonado baja las escaleras y se despide del sacerdote con una sonrisa muy tímida, sin apenas mirarle.

—¿Volverás mañana a la lectura?

—Sí —contesta la chica ya alejándose, apenas girando levemente la cabeza para contestar pero aún sonriendo.

El cura la sigue con la mirada mientras se aleja, con los ojos entrecerrados y una expresión evidentemente lujuriosa, dándole otra calada al pitillo.

Cuando vuelve la vista hacia Rick, nota la expresión de desprecio, mirándolo fijamente, y vuelve a hacer ese gesto con los brazos y el pitillo en la boca, como pidiendo una explicación.

—¿Cómo puede ser usted tan pestilentemente retorcido?

—Venga, hombre —responde él como si tuviera toda la lógica de su lado—, no sea estirado. Soy un hombre igual que usted, todos tenemos nuestras necesidades.

—Esa chica tiene depositada su confianza en lo que usted representa, ¿cómo puede aprovecharse de eso? Es ruin.

—Ya es mayorcita; tiene diecisiete.

—Que debe de ser más o menos la mitad que la de usted.

—Venga, yo también soy humano, creí que a su edad no sería un carca.

—No hay duda de que es un humano; es un requisito imprescindible para ser un maldito cretino.

—Oiga, no hay necesidad de faltar al respeto.

—Pues claro que la hay —dice Rick mientras se vuelve para marcharse—, para eso y para mucho más. Mejor me voy…

Rick está notando como le empiezan a sudar las manos, como si tuviera la sangre en plena ebullición. Así empieza; sabe que ese es su punto débil, la manera en la que termina perdiendo el control y donde acaba saliendo una ira incontrolable; un lado oscuro que quiere hacer pagar al primero que se lo gane por las tragedias que vivió en la última década, pero no quiere tener en su currículum haber pegado a un cura, por mucho que sienta que lo merece.

—Que tenga un buen día —añade el sacerdote mientras Rick se aleja—, vaya usted con Dios y relájese un poco, que estamos en el siglo veinte, no en el quince. ¡Y de nada!

—¡Gracias, bastardo malnacido! —grita Rick mientras entra en su coche.


—Rick, ¿qué tal fue?, ¿algo que nos pueda servir de ayuda?

—Sí, el encuentro fue muy desagradable pero útil. El asesino, si es que es uno, es casi seguro católico; uno que interpretó las cosas según le pareció para cargarse a la gente.

Rick le cuenta todos los detalles de la información proporcionada por el sacerdote.

—Pues las víctimas eran dos tipos de cuidado —añade después Harlan—. El de Rexburg tenía una lista de delitos más larga que la guía telefónica; el típico que vivía entrando y saliendo de prisión continuamente. El último juicio fue por robo con agresión y con maldad, añado yo. Le robó la cartera a un anciano y además lo apaleó porque sí, pero el juez desestimó el caso porque la policía entró a su casa parece ser que sin orden judicial ni causa justificada.

—Qué desastre.

—El de Alpine fue un juicio por asesinato, nada menos. El tío tenía un conflicto con otro por unas tierras cultivables, llevaban años denunciándose el uno al otro por cualquier cosa. Hace unos meses el otro apareció asesinado y con ensañamiento pero, aunque parecía muy evidente que fue él y las pruebas eran muchas, en realidad eran todas circunstanciales y fue declarado no culpable.

—Casi podríamos asegurar que estamos ante un justiciero con una fe católica muy severa pero tergiversada.

—Es muy probable. Otra cosa importante es que no encontré ningún vínculo entre uno y otro; seguramente no se conocían de nada. Uno fue juzgado en Idaho Falls y el otro en Casper, y tampoco compartieron prisión.

—Por lo menos ya tenemos algo, sin embargo seguimos a ciegas, con esto no podemos avanzar —concluye Rick.


Dieciséis días después del asesinato de Alpine, a las seis y media de la mañana, en la localidad de Chapin, Idaho, un hombre llamado Donald Pollard sale de su casa y se sube a su coche para ir de camino al trabajo pero justo después de arrancar ve que a escasos metros hay un anciano junto a un coche, mostrando una amable sonrisa, haciéndole gestos con una mano y sosteniendo un mapa en la otra. Parece que se ha perdido.

Ni pistas, ni testigos, ni signos de lucha.

Matt Casey se vuelve a su casa para seguir todo su protocolo. Tercera víctima multiplicado por siete, veintiún latigazos, y la sal.

El juez ya había esperado más tiempo del que pretendía para dejar que la espalda se curara mejor pero esa táctica no le está funcionando y, sobre todo desde esta tercera víctima, su espalda se empezará a convertir en un problema serio que afectará seriamente a su movilidad y a su día a día; caminar empezará a ser un suplicio.

En la misma mañana del asesinato, poco después de que los juzgados de Idaho Falls abran sus puertas, Rick y Harlan ya están allí para indagar sobre el juicio de esta tercera víctima.

En los registros pueden leer que Donald Pollard fue declarado no culpable de haber asesinado a su esposa hace sólo unos días.

—¿Quién fue el alguacil en el juicio? —pregunta Rick.

—Vincent R. McGee es el nombre que figura.

Rick se acerca a un policía de guardia en la puerta principal.

—Disculpe, agente, ¿sabe quién es Vincent MacGee?; fue alguacil en un juicio hace unos días.

El policía duda un momento qué contestar pero Harlan ya le está enseñando la placa.

—Sí, dos calles más atrás, justo a esta altura —dice señalando hacia la parte de atrás del edificio—. Tiene una tienda grande de ropa de hombre; no tiene pérdida.

En sólo un par de minutos, Rick y Harlan ya están entrando en la tienda de ropa, que todavía está encendiendo las luces interiores.

—Buenos días, ¿Vincent McGee?

—Buenos días. ¿En qué les puedo ayudar, caballeros?

—Nos gustaría hablar con usted acerca del juicio en el que fue alguacil, el de Donald Pollard —dice Harlan enseñándole la placa.

—¿Qué quieren saber?

—Cualquier cosa que le haya llamado la atención. ¿Le pareció un juicio justo en su opinión?

—El acusado fue declarado no culpable; el juez Deveraux lo dejó libre. No sé qué más podría decirles; no soy un experto en derecho.

—Señor McGee —dice Rick en tono pausado y acercándose a él—, lo que nos diga no saldrá de aquí; estamos investigando otra cosa. No será usted requerido para declarar por lo que nos diga; nunca nadie se enterará, le doy mi palabra.

McGee se queda inmóvil unos instantes mirando a Rick, dubitativo. Después se acerca hasta la puerta, la cierra y gira el cartel de abierto o cerrado.

—Cualquier cosa que les diga aquí la negaré si fuera necesario. No dudo de ustedes pero no les conozco, entiéndanme, este es un sitio pequeño.

—No le perjudicaremos de ninguna manera, se lo garantizo. Pollard ha muerto; ha sido asesinado esta misma mañana.

—Oh, ¡ya entiendo! ¿Es otro más de esa serie de asesinatos?

Rick y Harlan guardan silencio en una forma que confirma las sospechas de McGee y este se acaricia la cara con un gesto de ansiedad.

—Fue una vergüenza, señores; una auténtica vergüenza. El juez se encargó de todo el trabajo que el abogado defensor no hizo; fue hasta irrespetuoso con el fiscal sólo por hacer preguntas que parecían obvias para cualquiera. Se lo aseguro, cuando dio el veredicto, la cara del fiscal no era la de un hombre frustrado; estaba rojo de ira y creo que no había nadie en la sala que no se sintiera identificado con él.

—¿Cree usted que Pollard era culpable?

—Yo y todos los que estábamos en la sala; que no le quepa duda. Te hace perder la fe en el sistema. Estaba el juez Casey en los bancos y hasta su cara era un poema, y mira que es difícil ver a ese hombre fuera de sus casillas…

—¿Quién es el juez Casey?

—Bueno, exjuez, en realidad. Fue juez durante muchos años en estos juzgados; ahora está jubilado. Un hombre justo y cabal como la copa de un pino. Sigue viniendo muy a menudo a presenciar juicios; creo que lo echa de menos. Qué pena que ya no haya hombres como él ahí sentados…

—Muchísimas gracias, señor McGee, ha sido una ayuda enorme para nosotros —dice Harlan mientras comienzan a andar hacia la puerta —. Quédese tranquilo; nadie sabrá de esta conversación.

—Cuanto más sabemos más complejo es todo esto —dice Harlan ya en la calle.

—Sí, parece. Cuanta más información, más difícil es saber de qué hilo tirar.

—Ese juez Deveraux hoy podría ser el primer sospechoso; un juez que deja libre, parece que adrede, a un tío que debe de ser culpable, sin embargo él no juzgó a ninguna de las otras víctimas.

—¿La primera víctima no fue también juzgada aquí?

—Sí pero no por Deveraux. ¿Una red de jueces vengadores? No puede ser, eso es una tontería. ¿Y ese tal juez Casey?, ¿pintará algo en todo esto? No sé; tantos años aquí, quizá pueda tener una buena opinión.

—Hablemos con los dos —propone Rick—. Seguimos yendo a ciegas.

—Sí, es lo único que podemos hacer ahora mismo. Averigüemos donde vive ese Casey. Tú ve a hablar con él y yo me entrevistaré con Deveraux, a ver qué clase de hombre es.


Rick se fija tanto en la casa como en todo su entorno antes de llamar a la puerta del juez Casey. Es un barrio muy agradable y tranquilo de casas unifamiliares. No tiene el coche a la vista, probablemente lo tenga guardado en el garaje. El jardín está bien cuidado.

Ya frente a la puerta hace sonar el timbre.

Un hombre de unos setentaicinco años abre e inmediatamente muestra una agradable sonrisa.

—Hola. ¿usted es Harlan o Kaplan?

—Kaplan —contesta Rick sorprendido—Ricardo Kaplan. ¿Cómo lo sabe?

—Oh, pase por favor, señor Kaplan, sea bienvenido. Encantado de conocerle; Matthew Casey —dice estrechándole la mano y apartándose hacia un lado, invitándolo a pasar con un gesto.

La puerta principal da directamente a un cómodo salón y Casey le invita a sentarse.

—Tengo muchos amigos aún en los juzgados. Sé que están investigando esos asesinatos. Casi que les esperaba. ¿Quiere usted tomar algo?, ¿un café, una copa?

—No, muchas gracias, señor Casey.

—El café no hace ni dos minutos que está hecho —dice arqueando las cejas con una media sonrisa.

—De acuerdo, muy amable, tomaré una taza.

Mientras Casey va hacia la cocina, Rick se fija en su dificultad para andar. La casa está limpia y ordenada en su justa medida, nada obsesivo. En la pared, encima de unas antiguas fotos de un joven Casey con su esposa el día de su boda, hay un crucifijo.

Instantáneamente, por instinto, Rick busca algún motivo que pueda relacionar a Casey con los asesinatos pero es inmediatamente descartado por obvio. Un anciano que apenas puede andar derecho y que es tan respetado; no hay forma de encajarlo.

Casey vuelve con una pequeña bandeja y se inclina con dificultad para servir dos tazas de café.

—¿Le ayudo?, ¿se encuentra bien?

—Oh, no se preocupe, ya está, gracias. Es mi espalda; hace algunas semanas que me está dando la lata.

—Lo siento.

—No recibo muchas visitas, me alegra tenerle aquí. Dígame, ¿cómo podría ayudarles?

—Usted presenció el juicio de Donald Pollard. Hemos sabido que fue poco menos que un escándalo con el comportamiento y el veredicto del juez Deveraux. ¿Qué opinión tiene usted?

—Verá, señor Kaplan, jamás en todos mis años de carrera he criticado a un compañero pero ese juicio… Dios mío, ese juicio… ¿Cómo convencer a alguien que lo haya presenciado para que tenga fe en el sistema? Es imposible. Quien le haya dicho que fue un escándalo está completamente en lo cierto.

—Seguro que está al tanto también de los detalles de los asesinatos. ¿Tiene alguna idea al respecto?

—Entiendo que es un caso complejo, sin embargo ya sabe usted que como juez que fui, las investigaciones las encargamos, no las llevamos nosotros a cabo por lo que no puedo hacer ese trabajo mejor que ustedes. De todas formas, por favor tenga en cuenta que con lo que le he contado sobre el juez Deveraux, no quiero que piense que dudo de él como si fuera sospechoso de esos crímenes; puede ser un juez malísimo pero no creo por nada del mundo que sea un asesino.

—Claro. Ha sido usted muy amable, señor Casey. Muchas gracias por el café —dice Rick levantándose.

—Qué pena que se vaya; ha sido muy grato hablar con usted. Por favor, vuelva cuando quiera.

—Gracias. Espero que se mejore de la espalda.

—Yo espero que cojan al asesino para que termine de hacerse justicia.


—¿Cómo fue?

—Deveraux es un imbécil; te das cuenta desde el primer momento que lo tienes delante; es repulsivo. Tiene de católico lo que yo de corsario, aunque tampoco podemos descartar que use la simbología para despistar pero creo que su problema no va por ese lado. Hice algunas preguntas por ahí y hay rumores de que sus veredictos están a la venta del mejor postor. Seguro que es culpable pero no creo que de asesinato. ¿Y Casey?

—Es una persona encantadora y es serio y cabal, tal como dijo Mcgee. Está siguiendo el caso y nos conoce pero no sabe nada que no sepamos nosotros. Sobre el juicio, piensa igual que el alguacil; fue una vergüenza pero insistió en que no considera que Deveraux pueda ser sospechoso de los crímenes. Por otro lado, él es un anciano que apenas se sostiene derecho y tiene dificultad hasta para servir una taza de café; no se me ocurre nadie menos culpable que él.

—¡Bah! —exclama Harlan frustrado—, seguimos sin tener un sospechoso. Si no conseguimos avanzar habrá otro asesinato.


Dos semanas después, en la calle, McGee, haciendo como si no lo conociera, provoca un tropiezo con Harlan y aprovecha para ponerle una nota en la mano. Cuando se aleja, Harlan la abre disimuladamente. Le dice que vaya a su tienda cuanto antes y que entre aunque esté el cartel de cerrado.

Harlan va de inmediato.

—¿Qué ocurre?

—¡Ha vuelto a pasar! —dice McGee en notable estado de ansiedad—. He vuelto a hacer de alguacil en un juicio de Deveraux y ha dejado libre a un tío de forma escandalosa. Un tal Buck Carson acusado de haber violado a una niña de trece años.

—¿Sí?, vaya, muchas gracias por avisar, señor McGee.

—No le miento si le digo que dudé en avisarle; no sentiré ninguna pena si se cargan a ese malnacido de Carson. Tenía que haberle visto la cara cuando fue el veredicto…

—Si conseguimos llegar hasta él podremos destapar a Deveraux y el juicio se declarará nulo; de una o de otra manera recibirá justicia, se lo aseguro.

Inmediatamente va a dar la noticia a Kaplan. Buck Carson es el objetivo perfecto para el asesino. Saben que nunca actúa a plena luz del día; harán turnos desde el anochecer hasta el amanecer frente a la casa del pederasta.

Durante cuatro noches, a una distancia prudencial, vigilan la casa en la pequeña localidad de Labelle. Saben que el asesino debe de estar vigilando todos los movimientos para preparar el asesinato, sin embargo no ven el menor movimiento que les haga sospechar.

La quinta noche, es el turno de vigilancia de Rick. Pasadas las once y media todo está tranquilo. Con unos prismáticos puede ver a Carson viendo la tele en su salón a través del amplio ventanal. De repente, se escucha el motor de un coche acercándose a mucha velocidad; con la oscuridad y las luces del vehículo no lo puede distinguir pero se pone alerta, con la llave en el contacto y una pistola a mano.

Cuando llega a su altura, reconoce el coche de Harlan que se detiene de golpe junto a él. Rick, mientras abre la ventanilla, hace un gesto de frustración; está delatando su posición.

—¡Rick, rápido!, ¡ha matado al juez!, no venía a por Carson, ¡ha matado a Deveraux!, ¡sígueme!

—¡Oh!

Unos minutos después, ambos están frente a la casa del juez Deveraux en un barrio de las afueras de Idaho Falls. Varios coches de policía y una ambulancia rodean el lugar interrumpiendo la apacible oscuridad del vecindario con un mosaico de luces intermitentes de diversos colores. Un policía les informa de la situación.

—Igual que todos los demás, degollado y con seis cortes en el pecho pero con dos importantes salvedades; la víctima tiene signos de lucha; tiene al menos tres cortes en las manos y la mataron en el recibidor de la casa. Ah, y tampoco le amputaron ningún miembro.

Mientras el policía les cuenta estas cosas, Rick está sólo lo mínimamente atento como para escuchar lo que dice; tiene la mente en otra cosa.

—Harlan, oye, ¿y si esto además es también una trampa?, una táctica de despiste. Carson está completamente a su merced ahora mismo.

El agente, con sólo un gesto muestra su acuerdo y mira a su coche, que lo tienen más cerca que el de Kaplan. Ambos van hacia él a la carrera y salen de allí a toda velocidad.

Un poco antes de llegar a la casa de Carson, Harlan apaga las luces y aminora de forma que el coche haga el menor ruido posible, aparcando muy cerca de donde antes estaba Kaplan.

Labelle - La justicia según Mateo. Parte 2

Pueden ver a Carson todavía viendo la televisión. Pocos minutos después se levanta, parece que apaga la tele, bosteza y estira los brazos. Justo en ese momento, un coche aparece por una calle adyacente pero se detiene en un lateral de la casa, donde no hay ninguna otra vivienda cercana. Apaga el motor y las luces. La puerta se abre lentamente.

Continuará


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