Un sábado por la mañana estoy escuchando la radio mientras desayuno. En las noticias locales dicen que un grupo de chicos se ha fugado del Centro Mary McDonald, un sanatorio que se ocupa de personas con discapacidad intelectual.
El locutor dice que, según los empleados del centro, los fugados pueden tener serias dificultades para valerse por sí mismos y temen por su seguridad. El centro, el ayuntamiento y los rangers están organizando partidas de búsqueda. No hay rastro de ellos.
Hay centenares de voluntarios ayudando; todo el condado de Teton está conmocionado por lo que les pueda pasar si permanecen mucho tiempo solos, especialmente si se han adentrado en las montañas; algo que parece muy probable. Iré a ver si puedo ayudar.
Ya en el centro me dicen que quien mejor me puede ayudar es el celador que se ocupa del ala en el que están internados. Viene enseguida y le pregunto qué me puede decir de ellos.
—Son seis los que se han escapado y son de todas las edades —me dice—, desde los catorce a los cuarentaiuno pero verá, señor Kaplan, incluso el mayor de ellos se podría decir que tiene la mente de un niño de ocho o diez años. Como no los encontremos rápido… —termina con un gesto de preocupación. Su tono de voz es el de alguien sumido en la ansiedad.
—¿A alguno de ellos le es familiar la montaña?
—La mayoría vienen de casas de campo. El mayor de ellos viene de Curtis Canyon, subiendo hacia la cordillera, pero claro, no significa que sepa valerse en ella.
—Claro, claro; no me refería a eso. Era para saber si tendrían miedo o no de adentrarse en un bosque.
—Ya. Pues no sabría decirle, la verdad. Sin embargo déjeme decirle que ya ha pasado por el cañón un grupo de búsqueda y no han encontrado ni rastro.
—¿Cómo se entretienen?, ¿qué cosas les gustan?
—Pues qué quiere que le diga, con cosas de niños, programas infantiles de la tele, esas cosas. ¿Sabe qué?, como cualquier otro niño están enganchados a los libros del Caballero del Lirio Celeste; todas las noches les tengo que leer un capítulo. No se van a cama si no lo hago; les encanta.
—De acuerdo, muchas gracias por su ayuda.
Los libros del Caballero del Lirio Celeste, he oído hablar de ellos. Todos los jóvenes del país entre diez y quince años y más están enganchados a ellos. He oído a Paulie y a Jimmy Miller hablar de sus aventuras con una pasión envidiable. Yo sólo sé que es un espadachín en la Europa medieval. Iré a ver si puedo sacar algo de ahí.
Llego a la tienda de los Miller en un momento relativamente tranquilo en cuanto a clientela.
—¿Me dejáis que os robe a Paulie un par de minutos? —le pregunto a Molly.
—Claro, no hay problema. Pero devuélvenoslo en el mismo estado.
—¡Ja! ¿igual de despistado?
—Oh, ¿has decidido regalarme el caballo y me lo vas a enseñar? —me pregunta Paulie bromeando con su divertida inocencia. Está juntando para comprarnos un caballo del rancho.
—Ya te gustaría, chaval. Ven aquí que te voy a enderezar —le digo agarrándolo por el pescuezo, ya saliendo de camino a un banco que hay en la acera casi delante de la tienda.
—Tú lees los libros del Caballero del Lirio Celeste, ¿verdad? —le pregunto, ya sentados.
—Sí, claro, ¿quién no? No hace ni dos meses que han sacado otra entrega.
—A los chicos del Centro Mary McDonald también les gustan mucho. Qué me puedes contar de esos libros y de los personajes.
—Oh, vaya. Me alegra que ayudes a buscarlos; pobres chicos. Pues el Caballero es una especie de justiciero, un héroe tipo Robin Hood que ayuda a los necesitados y un genio con la espada, pero es misterioso y solitario.
—Pero, ¿se te ocurre alguna cosa de esos libros que se pueda asociar con algo de aquí, de los alrededores?
—Pues no se me ocurre. Él se llama Hugues de Clairmont, tiene barba y es del norte de Francia pero a veces viaja a otros países de Europa y también del norte de África. Él vive sólo aunque su vida personal y su pasado están rodeados de misterio. Hay una bella doncella que sale en todos los libros y se supone que están enamorados y acabarán juntos pero es algo que nunca termina de pasar.
—¿Se sabe dónde vive?, me refiero al entorno.
—Sí, eso sí que se suele ver en las ilustraciones. Vive al borde de un lago muy bonito pero suele ser frío y brumoso.
—Vive al borde de un lago… —ese puede ser un dato muy interesante—. ¿Un lago grande?
—No, es un lago pequeño.
—Vale, un lago pequeño y brumoso… ¡espera! El celador me dijo que uno de ellos vivía subiendo por Curtis Canyon, el mayor de todos.
—¿Y qué hay por ahí?
—Bah, no, también me dijo que ya habían buscado por esa zona.
—Bueno, si por ahí se llega a algún sitio que tengas en mente, quizá los chicos hayan buscado una alternativa para no ser encontrados si es que creen estar en una misión heroica —dice Paulie incisivamente. La inocencia de Paulie es directamente proporcional a su perspicacia. Es mucho más inteligente de lo que él mismo cree.
—Sí, puede ser. Subiendo por Curtis Canyon se puede llegar fácilmente al lago Goodwin; es pequeño y brumoso. Y frío. Quizá ese lo conozca —le digo ya levantándome del banco—. Muchas gracias Paulie.
—Espero que los encuentres, Rick. Mucha suerte.
—Si los encuentro habrá sido gracias a ti.
Voy en el coche hasta la entrada a Curtis Canyon. Ya preparé un macuto con cosas esenciales antes de salir de casa, además de las veinte chocolatinas que aproveché para comprar en la tienda de los Miller.
Una buena alternativa para llegar al lago es por el arroyo North Twin y, aunque da un pequeño rodeo, es incluso una caminata más fácil que ir por el cañón. Serán poco más de un par de horas.
Hay un sendero que va subiendo, siguiendo el río, y se ven muchos rastros de pisadas pero pueden ser de cazadores o de cualquier excursionista.
El día es algo frío pero no llueve; el cielo está entre nubes y claros.
Más tarde, cuando me falta una media hora para llegar hasta el lago, comienzo a distinguir varias voces más adelante pero el terreno es abrupto y boscoso y no puedo ver. Sin embargo, según me voy acercando y los escucho con más claridad, podría asegurar que son voces de chicos en su mayoría. Apresuro la marcha.
Oh, Dios, no me lo puedo creer. ¡Son ellos! Son seis y los veo caminar sin dificultad; parecen estar bien.
—¡Chicos!
Todos se giran hacia mí con cara de sorpresa. El mayor, que es incluso mayor que yo, rápidamente los junta a todos detrás de él con los brazos y los deja en esa posición, a modo de protección. Es un hombre alto y corpulento.
—¡¿Quién va?! ¡Muéstrese, villano! —me grita.
—Mi nombre es Ricardo Kaplan. No soy un villano; vengo a ayudaros —le digo ya aproximándome hacia ellos.
—Estamos en una misión secreta, no puede ayudarnos si no es de nuestra hermandad. ¡Márchese!
—Hay mucha gente preocupada por vosotros, venga, dejadme que os ayude.
—No puede, ¡márchese! —dice en un tono que comienza a ser cada vez más iracundo y comenzando a alejarse andando hacia atrás, empujando a los demás aún con los brazos en la misma posición.
Vaya, no había caído en que aquí sería donde iba a estar la dificultad. ¿Cómo ganarme su confianza? Madre mía. Me arriesgaré; apostaré todo a un número.
—Escuchadme, por favor. Sé que vais en busca del caballero Hugues de Clairmint, él…
—¡Ah!, ¡muy mal! —rompe en forzadas carcajadas y todos los demás le siguen.
—¿Que?
—¡Ha dicho Clairmint! —y vuelve a reír forzadamente, buscando que los demás le sigan— ¡Aléjese, villano!
—No he dicho Clairmint —oh, Dios, el peor momento para equivocarme.
—Sí lo ha dicho, ¿a que sí? —dice con una sonrisa y mirando a los demás, y todos afirman con la cabeza y ríen.
—Bueno, quizá me he equivocado, no tiene importancia. Sé que es Hugues de Clairmont, de verdad. Él me envía a buscaros, creedme. Me ha dado ese encargo.
—¿En serio? —dice asombrado, pero enseguida su expresión vuelve a cambiar a la desconfianza— Pruébelo.
—Eh… pues…
—Paul, tengo mucha hambre —le dice uno de los más pequeños.
—Sí, él me ha dado comida para vosotros. Se imaginó que podríais pasar hambre, ya sabéis como es, siempre preocupado por los demás. Mirad, os la enseñaré…
El mayor coge una pequeña rama del suelo y la levanta hacia mí, como si fuera una espada.
—¡Alto!, bellaco.
—De acuerdo, de acuerdo —le digo levantando los brazos—. Haremos una cosa, dejaré mi mochila en el suelo y vosotros mismos lo comprobaréis.
Forman un corrillo y hablan entre ellos. «Vale, sí, sí», les oigo decir, y se vuelven hacia mí.
—Paul, tengo miedo —dice otro de ellos, visiblemente preocupado. En sus semblantes se ve que no ha sido fácil toda esta aventura. Seguramente estén cansados y estresados.
—Bueno… —le dice Paul, el mayor, girándose hacia él pero vuelve la mirada hacia mí otra vez. Esta responsabilidad está siendo demasiado para él también.
—Tranquilo, chico, nadie os hará nada malo, te lo prometo —le digo mientras lentamente dejo la mochila en el suelo frente a ellos.
Paul comienza a acercarse a ella, apuntándome aún con el palo pero con la otro mano hace un gesto para que se acerquen los demás también. Entre todos rodean la mochila, dándome la mitad de ellos la espalda y ansiosos por ver lo que hay dentro, como esperando encontrar un tesoro de chucherías. En cuanto oigo soltar las cinchas de la apertura, todos empiezan a hablar caóticamente y lanzan las manos hacia el interior. Traigo varias cosas de comer pero van a por las chocolatinas y en sólo unos segundos todos tienen una o incluso dos en las manos y las están abriendo, y dando grandes bocados, ignorándome como si se hubieran olvidado de que estoy aquí.
No era mi intención que se zamparan una chocolatina entera de una tacada pero… bueno… en fin… quizá esto me ayude a ganarme su confianza. Tampoco se van a morir por zamparse una chocolatina entera en medio minuto, creo yo.
No les molestaré ahora hasta que vuelvan a reparar en mí. Espero que la renovada energía les haga verme con otros ojos.
Cuando ya apenas les quedan sólo restos de las chocolatinas y se les ve un poco más relajados, me vuelvo a dirigir a ellos.
—¿Qué os parece si nos sentamos a hablar un momento?, ya veis que no he venido a haceros nada malo.
Los dos que parecen más pequeños se sientan y poco a poco los demás les siguen sin decir nada, mirándose los unos a los otros y chupándose los restos de chocolate de los dedos.
—Sé que vais a buscarlo a su casa para conocerle pero él no está allí, de verdad. Me envía a decíroslo, para que no hagáis el viaje para nada.
—¿Y donde está? —me pregunta otro de los chicos mayores. Paul ahora está mirándome fijamente.
—Está un poco lejos de aquí.
—¡No! —grita Paul de repente —. No nos iremos sin conocerle.
—Pero no está en su casa, Paul, de verdad.
—¡No! —vuelve a gritar.
Qué frustrante, no sé qué más hacer. En el lago Goodwin hay un refugio de pescadores. Probaré una última cosa.
—Vale, hagamos un trato. Os acompañaré hasta la casa de Hugues. Si no está allí, ¿confiaréis entonces en mí y vendréis conmigo?
—¡No! —vuelve a gritar Paul—. ¡No nos iremos sin conocer a Hugues de Clairmont!
—De acuerdo —le digo tras unos instantes de duda—. Os llevaré con él, os lo prometo. Si venís conmigo conoceréis a Hugues de Clairmont.
—¡Sí, sí! —exclaman todos excepto Paul, que sigue mirándome con desconfianza.
—Vamos, Paul. Tienes la oportunidad de conocerle. Si vais a su casa llegaréis muy cansados y se enfadarán contigo al ver que no está. Confía en mí, por favor. Hugues no está allí. Yo os llevaré con él.
—Paul, sí —le dicen algunos.
—Vale —dice finalmente.
Ya comenzando a caminar de vuelta mi cabeza es un caos. Ahora, ¿cómo soluciono esto? Dios, en la que me he metido. Si no se me ocurre la manera de que conozcan a ese hombre puede que sea peor el remedio que la enfermedad; se sentirán traicionados y lo volverán a intentar. Tengo que pensar en algo.
Caminan muy lentamente. Están muy cansados.
Un poco después hacemos un pequeño descanso. Les doy agua y comida. Comida de verdad esta vez.
Les pregunto sus nombres y les cuento algunas cosas de mí un poco exageradas a mi favor para intentar que ganen confianza en mí. Hugues de Clairmont no encargaría una misión como esta a cualquiera. Sin embargo, lo último que se me podría ocurrir es que las cosas para mí todavía podrían empeorar.
Paul y otro de los mayores, mientras aún estamos sentados, se cuchichean al oído. «No lo conseguiremos» le escucho decir al otro, que se llama William.
El semblante de Paul, que ya parecía ser receptivo hacia mí y más amigable, cambia otra vez y está cabizbajo y muy serio.
—¿Qué ocurre, Paul? —pero ni me mira ni me contesta—William, ¿qué problema hay? Decidme a ver si os puedo ayudar.
—No nos querrá —contesta William casi sollozando.
—Pues claro que os querrá, ¿cómo no iba a hacerlo? Hugues quiere a toda la gente de bien y vosotros lo sois.
—Pero no en su hermandad.
—Estoy seguro de que sí. Mirad todo lo que habéis hecho. ¡Sois unos valientes!
—Es que en su hermandad sólo entran caballeros que hayan salvado a alguien en peligro.
—No estéis tan seguros; yo le conozco. Creo que podrá hacer una excepción.
Mi respuesta no tiene el menor efecto y vuelven a estar todos tristes y cabizbajos. Y ahora tengo ya dos problemas que no tengo ni la menor idea de cómo solucionar. Sólo se me ocurre algo bastante descabellado pero para eso necesitaría hacer una llamada telefónica y por aquí no habrá ninguna posibilidad de hacerla.
Seguimos caminando lentamente y haciendo varios descansos. Por suerte aún es apenas mediodía y faltan aún varias horas para que comience a oscurecer.
Algo más tarde por fin empezamos a ver civilización a lo lejos, donde este descenso se une ya abajo a la entrada a Curtis Canyon. Ya se divisa alguna carretera y alguna casa. Y se me acaba el tiempo para arreglar esto.
Ya cerca de donde dejé el coche, en el último tramo de descenso llegamos a la altura de un par de pequeñas edificaciones a la derecha del camino, un poco más abajo, a tiro de piedra. No había reparado en ellos pero hay dos hombres delante de una de las edificaciones.
—¡Vaya! —grita uno de ellos—, ¡fíjate en eso!, ¡parece que ya han encontrado a los subnormales!
Ambos rompen en carcajadas. Los chicos no dicen nada ni les miran pero se les ve notablemente nerviosos.
—¡Pero mira! —grita el otro—, ¡decían que son seis pero en realidad son siete!
Sus gritos hacen evidente que tienen toda la intención de que los escuchemos. Ahora lo reconozco, esa edificación es un bar; un tugurio de mala muerte donde se reúne lo peorcito de todo el condado y con merecida mala fama. No es raro que se líen a tiros los fines de semana por la noche e incluso una vez hubo un asesinato.
Inmediatamente me fijo en que el cableado telefónico llega hasta él.
—Chicos, no les hagáis caso, sólo quieren molestarnos. Son gente mala.
A nuestra izquierda hay una elevación del terreno con una gran roca y aprovecho para meternos tras ella. Cuando quedamos bien ocultos de ese tugurio me detengo para que hagamos un descanso. Tengo que llegar a ese teléfono sea como sea.
—Son malas personas; seguro que no es la primera vez que os encontráis con gente así. Sólo quieren hacer daño; no dejéis que lo consigan. ¿Estáis bien?
Todos afirman con un gesto aunque están cabizbajos. Dos de ellos se mueven erráticamente con los puños cerrados, nerviosos.
—Paul, necesito que hagas algo por mí —le digo poniéndole la mano en el hombro—. Has cuidado de estos chicos de forma admirable, como un auténtico valiente. Ahora necesito que lo hagas cinco minutos más. Tengo que ir ahí abajo para poder enviar un mensaje a Hugues. Volveré enseguida. ¿Podrás hacerlo?
Paul levanta la cabeza con un semblante altivo.
—Sí, puedo hacerlo.
—Gracias, Paul. Eres increíble; un tío de los de verdad —le digo dándole unas palmadas.
Abro la mochila y la dejo en el suelo.
—Coged lo que queráis. Descansad un poco y haced caso de Paul. Volveré enseguida.
Los dos imbéciles ya no están a la vista. Me apresuro y en apenas un minuto ya estoy entrando al tugurio. Ahí están los dos, que me miran fijamente al entrar. Uno tras la barra y el otro sentado frente a él en un taburete.
—¿El teléfono, por favor?
El que está tras la barra hace un gesto con la mano señalándolo y ambos siguen su charla como si nada. Hay un fuerte olor mezcla de tabaco, alcohol, madera húmeda en proceso de putrefacción y meados, con especial protagonismo del último. El local es grande y nauseabundo, de techo bajo.
Marco el número de Juan.
—Juan, soy Rick. Necesito que me hagáis un favor. Es de extrema urgencia. Escucha atentamente…
Un par de minutos después termino la llamada.
—Perdone, ¿qué le debo?
El hombre tras la barra se acerca lentamente. La sucia camiseta no alcanza lo suficiente a cubrirle toda la barriga.
—Veinticinco centavos —dice dando un manotazo en la barra.
Me coloco de forma que quedo justo frente a él. En el techo, siguiendo todo el largo de la barra hay una estantería que queda aproximadamente a la altura de la parte alta de la frente.
—Aquí tiene —digo tirando la moneda sobre la barra —, y la propina.
Mientras el hombre estira el brazo para coger la moneda, lanzo mis manos hacia él todo lo rápido que puedo, cogiéndolo por el cuello de la camiseta, pegando un tirón y estampándole la cabeza contra la estantería superior, y después de cara contra la barra.
Una damajuana cae de la estantería sobre él, dándole un fuerte golpe en la espalda y rodando hasta caer al suelo sin romper.
El otro hombre se baja de golpe del taburete.
—¡Eh! —grita.
Lo miro fija y severamente al mismo tiempo que, agarrando al barman por los brazos, que está aturdido, doy un fuerte tirón para traerlo hasta mí pasándolo sobre la barra pero es tan pesado que no soy capaz, aunque no pararé hasta que lo consiga.
El otro duda qué hacer pero no se acerca.
Vuelvo a dar otro tirón pero nada. Y otro más. En cada uno de esos tirones está recibiendo fuertes golpes en los muslos y la entrepierna contra el borde de la barra.
Al cuarto intento, él mismo, con un impulso se ayuda para que pueda elevarlo sobre la barra y por fin lo consigo.
Al hacerlo, sus pies elevándose a toda velocidad arrastran dos estanterías de la pared llenas de vasos y botellas, provocando un gran estruendo de cristales rompiéndose.
Al dejarlo caer frente a mí destroza en pedazos un taburete.
Una de las patas rueda hasta el otro que está mirando, que la coge y la muestra amenazadoramente hacia mí.
—Déjese de tanta miradita y acérquese o lárguese, ¡venga!, ¡decida de una vez o lo haré yo!
Tras un instante de duda, tira la pata y sale corriendo por la puerta.
Pongo una rodilla en el suelo para acercar la cara al que está tirado, que gime de dolor, llevándose las manos a la cara.
—¡¿Me escucha?!
El hombre asiente con la cabeza.
—Porque ahora voy a darle algo que será lo peor para usted; ¡algo en lo que pensar! Todo el condado está preocupado por esos chicos, buscándolos. Ahora dígame, ¿quién se preocupará por usted? ¿quién iría a buscarle si falta? ¡¿Eh, imbécil?!
El hombre sigue tapándose la cara con las manos y sin decir nada pero sé que me está escuchando.
Me gustaría seguir charlando amistosamente con él y dudo un momento pero ahora mismo este hombre es la última de mis prioridades y salgo del asqueroso antro.
Un momento después ya me reúno con los chicos.
—¿Todo bien? Menos mal que el posadero era buena gente, no como esos idiotas, y mandará un emisario a dar la noticia a Hugues para que nos esté esperando. Todo irá bien, ya veréis.
Los chicos están comiendo de lo lindo de lo que queda en la mochila y parecen relajados aunque cansados. Ahora necesito dejar pasar el tiempo por lo que esto me viene muy bien. Es un buen lugar para hacer un descanso más pausado.
Aquí ya estamos separados del río y no se oye el estruendo que hace cuando está terminando de bajar la cordillera.
El olor de los pinos ponderosa de la montaña ya se mezcla con el de la artemisa del valle de Jackson Hole, que anuncia el radical cambio de paisaje; una mezcla de olores muy agradable y relajante.
—Chicos, venga, hagamos un descanso de verdad —les digo con voz suave y pausada—. Si os apetece cerrar los ojos un rato podéis hacerlo; os vendrá muy bien. Yo me quedo vigilando, estad tranquilos.
Poco a poco, todos ellos van cerrando los ojos. Su relación conmigo todavía oscila entre la confianza y el recelo, cosa que comprendo, y no suelen contestar a las cosas que les digo. Salvo un par de ellos, hablan muy poco.
Mientras duermen recojo unos cuantos palos finos y alargados y, con el cuchillo, los desbasto y les doy un poco de forma hasta que parezcan floretes con puño.
Poco más de una hora después comienzo a despertarlos. Algunos reaccional mal; están muy cansados, sin embargo esta siesta les habrá sentado muy bien una vez se desperecen. Paul, más vigoroso y también más receptivo conmigo, me ayuda a despertarlos y lo hace con sumo cuidado. Es un chico increíble, aunque se me hace raro llamar chico a alguien mayor que yo, pero creo que si no hubiera sido por él, esta excursión podría haber acabado en tragedia antes de encontrarlos.
—Chicos, tomad estas espadas, por si las necesitamos.
Sus expresiones son un poema; no lo esperaba. Después de dárselas me doy cuenta del valor que tiene para ellos llevar espada para encontrarse con Hugues de Clairmont.
Ahora iremos caminando un buen tramo por terreno completamente llano para llegar al primer punto de mi endeble plan, bien cargado a la espalda con la incertidumbre de si saldrá bien o no.
Poco después ya lo veo; se distingue desde lejos aunque aún tardaremos algo más de veinte minutos en llegar. Me parece ver dos figuras moviéndose. Eso es bueno.
Nos vamos acercando y el plan parece estar preparado. Es un silo alto con escaleras metálicas que suben rodeándolo en espiral hasta la parte alta.
Abajo está Juan y en lo alto del silo está Dory, su esposa.
—¡¿Quién va?! —grita Juan cuando ya estamos suficientemente cerca.
—Tranquilo, señor, sólo estamos de paso —le contesto.
—Pues pasad rápidos y ligeros —contesta con gesto severo.
—¡Oh!… ¡oh!… —exclama Dory desde lo alto, haciendo teatrales gestos de ansiedad.
—¡¿Se encuentra bien, bella dama?! —pregunto deteniéndome.
—¡Este malvado me tiene secuestrada!, ¡oh!, ¡que alguien me ayude!
Miro a los chicos, que están atónitos. No sé cómo interpretar su expresión. No sé si se lo están creyendo.
—¿Es eso cierto, bellaco?
—¡Marchaos, marchaos!
—Chicos, ¡a las armas! —les digo levantando mi florete.
Dudan pero Paul levanta su espada apuntando hacia Juan y en ese momento los demás le imitan.
—¡A por él, mis valientes!
Los chicos empiezan a correr hacia Juan y este, sorprendido, levanta una ceja mirándome y amaga con salir corriendo (esta parte no se la había contado) pero le niego enérgicamente con la cabeza.
Un segundo después los seis chicos le están clavando sus floretes, más bien azotándolo con ellos, unos con más ímpetu que otros. Los dos más pequeños los arrastran por el aire de lado a lado dando a cualquiera que tengan delante.
—¡Dadle duro! —grita Dory—. ¡Que reciba su merecido! —exclama su propia esposa desde lo alto.
Juan ya está en el suelo echo un ovillo, cubriéndose la cabeza con los brazos.
—¡¿Se rinde?! —le pregunto al enemigo ya vencido y haciendo un gesto con la mano para que cese el ataque.
—¡Sí, sí, me rindo! —exclama el bellaco aún en el suelo.
—¡Bella dama, por favor! —digo extendiendo la mano hacia Dory en un gesto de que ya puede bajar.
Una vez abajo agradece muy teatralmente a los chicos que le hayan devuelto la libertad. Ellos están exultantes, con enormes sonrisas. Parece que ha ido bien.
Es momento de continuar. Nuestro siguiente destino está en lo alto de Millers Butte, una enorme colina en medio del valle pero de fácil subida. Ya está muy cerca de Jackson aunque el pueblo aún no está a la vista. No creo que tardemos más de media hora en llegar.
Los chicos, aunque cansados, caminan mas vigorosos ahora. Han recibido una inyección de moral al liberar a la doncella.
Después de eso, a mí ahora también me pica la curiosidad por saber cómo se habrán apañado para preparar la segunda y última misión.
No mucho después, ya en la parte alta de la colina, estamos llegando al punto acordado. Millers Butte es una zona principalmente árida y sin apenas vegetación en su amplia cumbre pero con pequeños bosquecillos esparcidos aquí y allá. Me imagino quién será el que interpretará el siguiente papel pero la verdad es que no lo sé con seguridad.
Tras unos cinco minutos de caminata por la cumbre, no lejos, de entre un grupo de unos seis o siete árboles surge lentamente un hombre a caballo. La visión es magnífica; se lo han currado. Ya lo distingo, es Ed Swearengen, el único barbudo de los vaqueros del rancho. Detiene el caballo de perfil a nosotros. Tiene un aspecto ciertamente imponente. Lleva un sable de verdad al cinto, que no tengo ni idea de dónde lo habrá sacado. Los chicos están boquiabiertos mirándolo, sin mediar palabra.
Cuando llegamos a él, Ed gira lentamente el caballo poniéndose de frente a nosotros. Lleva un lirio celeste hecho de tela en la chaqueta, muy logrado.
—Señor de Clairmont, ¿ha llegado el emisario a tiempo?
—Sí, os esperaba. Entonces, ¿quiénes son, monsieur Kaplan? —dice pronunciando mi apellido con acento francés, mirando a los chicos.
—A unos valientes, mi señor, que vienen a ofrecerle sus espadas.
—¿Ah, sí? —dice mientras descabalga.
—Sabed, mi señor, que estos muchachos acaban de liberar con valentía y arrojo a una doncella de las garras de un villano. Como auténticos héroes. La humilde opinión de quien los ha visto luchar es que nadie mejor que ellos merece formar parte de vuestra hermandad.
Ed hace un gesto teatral, como cavilando sobre si eso es posible. Los chicos siguen boquiabiertos y sin emitir el menor sonido, mirándolo como quien ve una aparición celestial.
Ed se acerca a Paul, el que tiene más a su derecha de todos.
—¿Cómo te llamas, amigo mío?
—Paul.
Ed desenvaina lentamente su sable. Yo hinco la rodilla en el suelo y le hago un gesto a Paul para que me imite.
—Paul, yo te nombro caballero y digno valedor de la Hermandad del Lirio Celeste —dice mientras posa el sable primero sobre un hombro del chico y luego sobre el otro. Después le coloca en la solapa de la chaqueta un lirio celeste como el suyo. Paul parpadea muy rápidamente, visiblemente emocionado y algo nervioso.
Ed se mueve hasta el siguiente.
—¿Y tú, mi valiente?, ¿cuál es tu nombre?
—William.
—William, yo te nombro caballero…
Así uno por uno hasta completar el grupo. Cuando termina, los chicos gritan y saltan de júbilo y se abrazan, con los ojos llorosos.
Ed se sube al caballo y llama su atención.
—¡Mis señores!, ¡es un honor para mi hermandad teneros entre nosotros! ¡Nos veremos en el camino!
Y se aleja al galope.
A los chicos no les cabe la sonrisa en la cara. Están emocionados y exultantes, mirándose entre ellos. No podría haber salido todo mejor.
En apenas otra media hora de caminata, dejando atrás la colina, ya alcanzamos las primeras casas de Jackson. Según nos vamos adentrando en el pueblo varios vecinos salen a saludarlos y a celebrar su llegada. La mayoría se van uniendo progresivamente a la caminata final, acompañándonos y andando todos por el medio de la carretera. Un par de coches que nos alcanzan también se unen y agitan pañuelos por las ventanillas y tocan el claxon. Los chicos, además de sus espadas y sus lirios, llevan esa orgullosa expresión de quien acaba de terminar una exitosa y heroica misión.
Cuando llegamos al centro, ya pasada la media tarde, somos más de cuarenta los que los estamos acompañando. Los del centro los están esperando en las escaleras de acceso.
Seguramente nadie les pueda librar de una buena regañina pero todos ellos les esperan con una gran sonrisa.
Hoy serán estos chicos los que cuenten un capítulo heroico antes de irse a dormir, ya como caballeros de la Hermandad del Lirio Celeste.
Poco antes de cenar, aunque hoy esto será mucho más tarde de lo normal, Juan y yo estamos sentados charlando en el jardín trasero de su casa con un whiskey en la mano.
—Podrías haberme avisado de que iba a ser apaleado, ¿no? —me dice.
—No seas llorica. ¿De qué te quejas?, tú también me lo hiciste a mí. ¿Te acuerdas en…?
—Ah no, no fue lo mismo. Aquella vez…
—¿Aquella vez que?, fue mucho peor. Primero me habías dicho…
—¡No, no, no!, cierra el pico y escúchame…
En ese momento Dory sale también al jardín y al vernos discutir se echa la mano a la frente, simulando un dolor de cabeza con gesto de frustración.
—¡Ah!, ¡Dory! —le digo—a que aquella vez en…
—A mí no me metáis en vuestras chorradas —me interrumpe—. Siempre estáis igual. Parece que tenéis doce añitos —y da media vuelta para volver a entrar en casa pero enseguida se vuelve a girar hacia nosotros.
—Rick, te quedas a cenar, ¿verdad? —dice en tono marcial.
—Sí, se queda —dice Juan.
—¿Eso no debería de decidirlo yo?
—¡No! —gritan los dos al unísono.
Me recuesto en la silla y giro la cabeza en dirección contraria a ellos, indignado.
—Yo es que alucino. En fin…
FIN
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Bravo!!
Entrañable y muy bien escrito.
Que no decaiga tu pluma y que la hermandad del Lirio Celeste te acompañe en tu camino
Mil gracias, Alex, por leerlo y por el comentario 🙂