El Accidente - Relato

El Accidente. Parte 1

—Muchas gracias, señor Kaplan —dice Paulie desde el otro lado del mostrador, pero inmediatamente recuerda que siempre le pido que me llame por mi nombre—, digo Rick, muchas gracias, Rick —añade con una sonrisa de inocente despiste.

—Gracias a ti, Paulie —respondo devolviéndole la sonrisa, ya en la puerta para salir—. Saluda a Jim y a Molly de mi parte. Y también a Jimmy.

—Lo haré.

Tras salir de la tienda de los Miller me dirijo al coche. Aún tengo que ir al banco y al ayuntamiento antes de volver a Jack Pine. Es una fresca, soleada y, como siempre en Jackson, apacible mañana de Mayo, aunque al ser primeros de mes hay algo más de movimiento de lo habitual.

Poco después, ya al volante, en un cruce, cuando me voy a incorporar a la izquierda yendo detrás de otro coche, este, incomprensiblemente pisa el freno casi hasta pararse en plena intersección, antes de entrar en el carril, quedando los dos en medio del carril contrario.

—¡Vamos!, ¿qué haces?.

Hacia la derecha, por el carril al que deberíamos de habernos incorporado, se acerca otro coche y viene demasiado rápido para estar en una zona urbana.

—¿Pero qué demonios?

Cuando el coche que viene ya está muy cerca, de repente, el de delante acelera de golpe y se mete por fin al carril y reacciono rápido para incorporarme yo también y no estar más tiempo en medio del carril contrario.

El coche que se acercaba comienza a tocar el claxon en forma de insistente protesta y levanto la mano en gesto de disculpa.

—Madre mía, ni que estuviéramos en Los Ángeles.

Sólo un poco más allá, los mismos tres coches nos detenemos en uno de los pocos semáforos que hay en Jackson.

El de detrás se detiene extremadamente cerca de mí, tanto que casi parece que toca mi coche.

—¿Qué demonios le pasa a la gente hoy?. ¡Todos tenemos facturas que pagar estos días y no nos las damos con los demás! —exclamo mirando por el retrovisor, como si el de atrás me pudiera escuchar—. Idiota…

Cuando el semáforo cambia a verde, el de delante arranca y, al momento, vuelve a pisar el freno como antes pero esta vez a fondo, deteniendo el coche de golpe en medio del cruce.

Rápidamente hundo el pedal y me detengo con un chirrido de los neumáticos, salvando por poquísimo de chocar. Instintivamente la mirada se me va al retrovisor, justo para ver como el conductor de atrás, agarrando con mucha fuerza el volante y los brazos completamente estirados como si quisiese ayudar con su cuerpo al coche a detenerse, con otro chirrido de neumáticos choca contra mí, haciendo que me hunda en el respaldo del asiento e inmediatamente lanzándome hacia delante como un resorte. Por escasos centímetros no me estampo de cara contra el volante. Suerte que aún íbamos despacio.

Salgo para asegurarme de que el conductor esté bien, al mismo tiempo que este también está saliendo del coche. Una vista rápida a los vehículos revela daños muy leves; un par de faros rotos y ligeras abolladuras en los parachoques. El conductor es un hombre de unos cuarenta años vestido de forma muy elegante.

—¿Está…?

—¡¿Es usted imbécil o sólo lo parece?! —me grita de una forma muy agresiva—. ¿Pero en qué demonios estaba pensando?.

—Oiga, yo no…

—¡¿Pero es que aquí le regalan el carné a cualquier idiota?! —vuelve a gritar, acercándose hacia mí.

—Oiga, ¿por qué no se tranqui…?

—¡¿Por qué no qué?!, ¿¡por qué no qué?! —repite de forma desafiante.

Este hombre está fuera de sí. Iba tan pegado a mí que parece que ni se enteró de que yo tenía otro coche delante y fue el que se detuvo de golpe, aunque parece que no será fácil que escuche algo de lo que le diga.

De repente aparece el del coche de delante. Con los gritos ni siquiera lo escuché acercarse. Se encamina con paso firme hacia el conductor de detrás con una notable expresión agresiva en su cara.

Inmediatamente ambos comienzan a gritarse, señalándose con el dedo muy cerca de la cara, con insultos e improperios, de una forma tan caótica y hasta ridícula en hombres adultos que apenas se entiende lo que dice cada uno. El del coche de atrás también me señala a mí y con insultos.

Si me cuesta comprender la actitud del de atrás, menos aún la del de delante, si nadie chocó contra él y nadie le increpó, ¿por qué se pone así?.

Acercan sus caras al mismo tiempo que se gritan, como si estuviesen buscando provocar una pelea, como adolescentes en plena efervescencia «testosterónica».

La situación es vergonzosa y me acerco a intentar calmar los ánimos.

Antes de que pueda decir nada, el del coche de atrás le propina al otro un fuerte puñetazo en el estómago, haciendo que tenga que arrodillarse intentando recuperar el aliento.

Justo en ese momento aparece un coche de la oficina del sheriff que, viendo el altercado, se acerca con un fuerte acelerón y rápidamente bajan dos agentes.

Uno de ellos separa al agresor y el otro ayuda al agredido.

Un poco después, con la situación ya bajo control de los agentes, el que ayudaba al agredido, ya recuperado, se acerca a mí a preguntarme como testigo.

Le cuento todo detalladamente, lo del uno y lo del otro, desde que nos encontramos en el primer cruce.

Realmente es una situación muy extraña y desconcertante para un sitio tan tranquilo como este.

Mientras hablamos, sin darse cuenta nadie, el conductor de delante se sube al coche y se marcha sin más. Los dos agentes se miran el uno al otro. Creo que no tienen nada de qué culparlo a pesar de su extraña actitud.

Me facilitan los datos para que reclame el arreglo de los daños. El hombre del coche de atrás no deja de protestar y quejarse.

—¡Tengo mucha prisa! —dice una y otra vez—. Por favor, acabemos con esto rápido.

Pero los agentes no están por la labor de facilitarle las cosas, algo que me parece perfecto dada su actitud. Este hombre es capaz de volver a provocar otro accidente u otro altercado con otro conductor si lo dejan marchar.

Separan su coche a donde no estorbe el tráfico y le dicen que tendrá que ir con ellos a la oficina del sheriff. El conductor eleva el tono de sus protestas.

No creo que lo vayan a detener ya que el otro no denunció la agresión; se lo llevarán para darle tiempo a que se tranquilice, supongo.

Yo seguiré con mis cosas, a ver si la mañana se va relajando un poco, si es que eso es posible teniendo que hacer colas en el ayuntamiento y en el banco. En fin…


Ron Furlong es representante comercial de Snake Valley Lumber, una de las más importantes empresas madereras del sur de Wyoming. Tiene un buen trabajo que además le gusta, con un buen sueldo y una buena casa a sólo diez minutos de Jackson y a quince del trabajo. Hasta hace poco, tenía lo que podríamos considerar en general una buena vida, a sus cuarentaiún años; todo lo que cualquiera podría desear para sí mismo.

Pero hace poco más de una semana, esa vida dio un giro tan completo como inesperado y ahora todo a su alrededor se está derrumbando con todo su peso encima de él.

Ron también tenía, o al menos eso creía, una buena familia.

Hace unos diez días, entrando al acceso a la cochera de su casa a media mañana para recoger unos documentos que se le habían olvidado, se topó con un coche desconocido con un hombre dentro al que no pudo ver con claridad, saliendo tan a prisa de su propia cochera que le hizo frenar de golpe para no chocar con él y, ya dentro de casa, a su mujer, nerviosa, en bata y ropa interior, sabiendo que ella ya estaba vestida antes de haberse marchado a primera hora.

Ron es, o al menos hasta entonces lo era, un hombre muy razonable y con un don excepcional para la diplomacia y la negociación, y no reaccionó con ira ante esa situación. Le pidió explicaciones a su esposa; quería saber si había hecho él algo mal que hubiera provocado tal traición pero sólo recibió silencio y desprecio.

Esa respuesta fue la peor que podía haber recibido; él necesitaba un motivo para saber cómo afrontar la situación; algo sobre lo que pudiera razonar y analizar para saber como encararlo y buscar una posible solución.

Durante esa semana, no sólo siguió sin recibir motivos si no que su esposa se apartó de él en todos los sentidos, conviviendo como dos completos desconocidos que no se dirigen la palabra ni tienen la menor intención de hacerlo.

No contó nada de lo ocurrido a sus hijos, de once y trece años, a pesar de las insistentes preguntas de estos, que ya tienen edad suficiente para notar que las cosas están yendo muy mal y están preocupados.

Con toda esta situación, el carácter de Ron cayó en picado durante esos días. Sus superiores empezaron a notarlo, cada vez más y peor, pero le dieron algo de margen esperando que fuera sólo una mala racha, ya que normalmente, Ron era un excelente trabajador y compañero y un activo muy importante para la empresa.

Pero faltaba la guinda del pastel.

Ayer, cuando Ron volvió del trabajo, se encontró la casa vacía. A esas horas sus hijos suelen estar terminando los deberes, o ya viendo la tele, o jugando, un poco antes de cenar, sin embargo, silencio.

Fue a las habitaciones de ellos y las encontró completamente vacías. Ni posters, ni juguetes, ni libros, ni ropa. Ni siquiera el guante firmado por Mickey Mantle que tanto le había costado conseguir y que le había regalado al primogénito, tan aficionado al béisbol como él y que tenía colocado sobre una cómoda a modo de altar. Deambuló por la casa sin mucho sentido ni rumbo, completamente desconcertado, hasta que llegó a la cocina.

Allí se encontró, sobre la encimera, una cuartilla con una breve nota.

Nos vamos de esta casa. Lo nuestro se ha acabado, lo sabes.

Los niños están bien. Ya te llamaré para que los puedas ver.

No intentes encontrarnos o las cosas irán a peor.

Por primera vez en su vida adulta, Ron reaccionó con ira y violencia. Con el papel aún en la mano, arrastró descargando toda su rabia todos los utensilios de cocina que había sobre la encimera, lanzándolos contra la pared y causando un gran estruendo que rompió el sobrecogedor silencio que lo estaba ahogando.

No fue capaz de dormir en toda la noche, dando vueltas en la cama, incómodo, rememorando hasta el más mínimo detalle de todo lo ocurrido en esos últimos días, alimentando más y más su ira.

A la mañana siguiente debía subir a un avión en el aeropuerto de Jackson Hole. Tenía una importante reunión de negocios en Dallas con uno de los mejores clientes de la empresa.

—No puede haber un momento peor, no puede haber un momento peor… —repitió en voz alta una y otra vez mientras se vestía.

Terminó convenciéndose a sí mismo de que tenía el suficiente temple como para hacer de esa importante reunión un éxito, sobreponiéndose a lo ocurrido, suponiendo que dormiría en el avión y llegaría más relajado a Texas, pero no era consciente de que estaba completamente equivocado. Ni siquiera se dio cuenta de que, mientras seguía dándole vueltas y más vueltas a la situación, estaba tardando mucho más de lo habitual en prepararlo todo para el viaje y el tiempo se le estaba echando encima.

Guardó la maleta en el coche a toda prisa y arrancó con un acelerón que hizo chirriar las ruedas sobre el cemento de acceso a la cochera.

Ya entrando en la zona urbana de Jackson, de un cruce más adelante se incorporan dos coches hacia su carril, sin embargo, el primero, incomprensiblemente se queda casi parado, cruzado en el carril contrario.

—¿Pero qué hace?, ¿qué hace?.

Ron ya se está acercando a ellos pero aún no sabe qué pretenden. Mientras su carril siga libre, él seguirá adelante. Sin embargo, justo antes de llegar a su altura, el de delante por fin se mueve entrando en el carril por delante de Ron, que le obliga a pisar el freno, y para colmo, el segundo coche también acelera para meterse rápidamente.

—¡¿Pero qué demonios haces, imbécil!?.

Ron pisa el freno con fuerza.

—¡¿Qué es esto?!, ¡¿un campeonato de a ver quién es más tonto al volante?!.

El del segundo coche, el que quedó delante de Ron, levanta la mano en señal de disculpa.

—¡Te vas a meter la mano por dónde te quepa, imbécil!. ¡Algunos tenemos cosas que hacer! —exclama como si le pudiera escuchar.

Es primeros de mes y hay algo más de tráfico de lo habitual. Ron mira el reloj constantemente. La tensión hace que una gota de sudor caiga por su sien.

—Llegaré. Si no me topo con más idiotas llegaré.

Poco después, uno de los pocos semáforos que hay en Jackson se pone en rojo justo antes de que llegue, detrás de otro coche. Mirando el reloj, casi ni se entera del semáforo si no hubiera sido por las luces de freno del de delante y tuvo que parar de golpe. Casi choca con él. Con la conducción tan brusca, a cada momento escucha la maleta golpeando en el maletero, deslizándose adelante y atrás.

Resopla con la vista fija en el disco rojo y el codo apoyado en la base de la ventanilla, el puño en la boca y mordiéndose el nudillo del dedo índice.

Pensando ya en que perderá el avión por culpa de los eternos quince segundos que tarda el semáforo en cambiar, este por fin les da paso.

De repente, justo después de que el coche de delante comience a moverse, este frena de golpe con un chirrido de neumáticos en medio del cruce.

El ímpetu con el que Ron arrancó, hace que no pueda reaccionar a tiempo para detener el coche e inconscientemente, mientras pisa el freno, usa todo su cuerpo como si intentara ayudarlo a pararse pero es demasiado tarde e impacta contra el de delante.

Instantáneamente Ron concentra toda su ira y frustración en el otro conductor.

Ni siquiera es consciente de haber abierto su puerta cuando ya está fuera del coche, gritando.

—¡¿Es usted imbécil o sólo lo parece?!. ¿Pero en qué demonios estaba pensando?.

—Oiga, yo no… —intenta contestar el otro conductor pero es inmediatamente interrumpido.

—¡¿Pero es que aquí le regalan el carné a cualquier idiota?!.

—Oiga, ¿por qué no se tranqui…?

—¡¿Por qué no qué?!, ¿¡por qué no qué?! —contesta Ron desafiante. Está dispuesto a cualquier cosa en ese momento.

De repente aparece otro hombre de sabe Dios dónde que va hacia él con expresión agresiva, un hombre corpulento, sin embargo Ron está en un punto de violenta desinhibición tal que le importa tan poco pegar a alguien como que le peguen a él.

Ambos comienzan a gritarse. Ron espera la más mínima excusa para agredir al recién llegado. Incluso lo provoca. Piensa que debe de ser como una especie de guardaespaldas; un simple matón que protege al conductor contra el que chocó, que no sabe defenderse por sí mismo.

En un momento de la breve pero intensa discusión, a Ron le parece escuchar que el matón hace una referencia a su esposa. No está seguro de lo que escuchó pero para él es la excusa perfecta y le propina un puñetazo en el estómago con todas sus fuerzas.

El matón tiene que echar las rodillas al suelo para poder recuperar el aliento justo cuando un coche de la oficina del sheriff llega con un fuerte acelerón.

Uno de los agentes se acerca a Ron y lo separa, llevándolo al otro lado del coche. Le repite insistentemente que se calme levantando las manos frente a él, acercándose mucho, obligándole a retroceder a pesar de estar ya suficientemente separados del agredido. Eso a Ron no le sirve para tranquilizarse aunque no es tan inconsciente como para enfrentarse a un ayudante del sheriff.

—¡Tengo mucha prisa!, por favor, acabemos con esto de una vez.

Un poco después, sin que nadie se haya enterado, el matón se sube a un coche y se marcha sin más; sin ningún impedimento por parte de los agentes. Ese hecho, para Ron es una confirmación de que estos deben de ser una especie de protegidos y que los ayudantes del sheriff no harán nada a su favor, lo que le enerva todavía más.

—Vamos, por favor, perderé el vuelo. ¡Tengo mucha prisa!. Tomen los datos, pónganme la multa o lo que sea pero déjenme ir.

—Eso debería de haberlo pensado antes de agredir a alguien —le replica el agente—. Tiene que calmarse.

—¡No puedo calmarme!, ¡es muy importante!.

Ante la actitud de Ron, después de tomar sus datos, finalmente lo meten en el coche patrulla y lo llevan a la oficina del sheriff. Mientras no haya una denuncia del agredido, no lo detendrán pero no le permitirán que conduzca en el evidente estado de ansiedad en el que está.

Una vez allí lo sientan en una silla de la recepción para que se relaje durante unos minutos, con la excusa de que deben rellenar papeleo de lo ocurrido.

Algo más de veinte minutos después, uno de los agentes lo llama para que se acerque al mostrador.

—Bien, señor Furlong, el sheriff le ha impuesto una multa de veinticinco dólares por desorden público. Dispone de un plazo de quince días para pagarla. Firme aquí —le dice mientras gira el impreso sobre el mostrador y se lo acerca.

—¿En serio?. ¿Veinticinco dólares?.

—Tiene suerte de que el agredido no haya interpuesto una denuncia contra usted, si no estaría en el calabozo en vez de a punto de marcharse.

Ron firma el papel y el agente le da una copia que recoge con un ademán de desprecio. Da media vuelta y se encamina con prisa hacia la salida sin mediar palabra.

—Que tenga un buen día, señor —le dice el agente, no sin cierta ironía—. ¡Conduzca con precaución! —añade elevando la voz mientras Ron ya está saliendo.

Una vez fuera se dirige a la carrera hacia el coche; el cruce donde ocurrió todo está muy cerca de la oficina del sheriff.

Ya al volante, conduce a toda prisa hacia al aeropuerto, acelerando endiabladamente y sin la menor precaución. Por la hora que es, es imposible que llegue a tiempo pero tiene la esperanza de que, por cualquier motivo, el despegue se haya retrasado.

Ya en el aparcamiento, deja el coche de cualquier manera, sin maniobrar, ocupando dos plazas, y entra como una exhalación a la pequeña terminal.

—¡¿El vuelo a Dallas?! —grita a la señora en el mostrador, ansioso y sin aliento.

—Está ya en pista para despegar, señor. Lo siento.

—Por favor, ¡es muy importante!.

—Es imposible detenerlo ahora, señor. Lo lamento.

Ron se da la vuelta con gesto de frustración y se encamina de vuelta al coche aún con paso rápido. A pesar de que no tiene la menor idea de qué hacer, tanta prisa y tensión acumuladas le impiden inconscientemente relajar el paso.

Ya dentro del coche, se recuesta sobre el respaldo del asiento mientras ve el avión despegando con el atronador sonido de los motores a plena potencia. Piensa unos segundos y respira relajadamente por primera vez en muchas horas, exhalando sonora y pausadamente. Da por hecho que esto le sentenciará en la empresa; Ron no es tonto y sabe que sus superiores andan con la mosca detrás de la oreja por culpa de su actitud pero no fue capaz de evitarlo.

Piensa que ya no le queda nada por perder. El sentimiento de derrota no le permite ver que, efectivamente, las cosas todavía pueden ir a peor.

Antes de tomar ninguna decisión importante, decide volver a Jackson el ir al banco para poder pagar la multa y librarse de eso. Ahora mismo es el único problema que está en su mano quitárselo de encima.

Después de aparcar, cuando se dirige caminando hacia el banco, ve salir de él al hombre del coche contra el que chocó. Ralentiza el paso para observarlo a cierta distancia y lo ve entrar en el ayuntamiento. Jackson es un sitio pequeño y la mayor parte de los edificios importantes están en la misma manzana. Siente asco sólo de ver a ese hombre pero no le da más importancia y entra en el banco.

Tras hacer cola casi diez minutos, es su turno. Ron se siente ahora mucho más relajado, casi como con una sensación de liberación y vuelve a hablar con amabilidad.

—Buenos días, señorita. Cameron Thomas Furlong. Quisiera retirar cuarenta dólares. En billetes de cinco, por favor.

—Buenos días, señor Furlong. Claro, enseguida.

La expresión de la chica que lo atiende cambia repentinamente mientras está llevando a cabo la gestión.

—Un momento, por favor. Parece que hay algún problema.

Ron comienza a recuperar la tensión que ya había abandonado.

—Lo siento, señor Furlong, la cuenta está bloqueada. No puede usted retirar dinero en este momento.

—¿Bloqueada?, ¿por qué iba a estar bloqueada?. No tengo ningún problema financiero.

—Parece que es debido a un problema con su firma —dice tras hacer algunas comprobaciones—, sin embargo, en este momento el director está en una importante reunión; no le podrá atender.

—Por el amor de Dios. ¿Y cuando terminará?.

—No sabría decirle, acaban de empezar y me temo que se alargará. Lo siento, señor Furlong, vuelva usted mañana. ¡Siguiente, por favor!.

Ron sale a la calle y se queda parado, absorto, sin saber qué hacer, desconcertado otra vez.

«Ha tenido que ser ese hombre», piensa para sí mismo. «Un tipo que va con un matón que le protege y qué casualidad, viene al banco y mi cuenta aparece bloqueada por arte de magia. Debe de ser una especie de mafioso con influencia. Pues me las va a pagar. Ya lo creo que las va a pagar», piensa mientras recuerda que el hombre iba solo cuando entró al ayuntamiento.


—Que tenga un buen día, señor Kaplan —se despide el hombre de la ventanilla, en el ayuntamiento.

—Gracias, igualmente —le contesto, conteniéndome para no añadir con ironía el agradecimiento y la satisfacción por haber perdido toda la maldita mañana en colas de ventanillas.

Por fin libre. Ya puedo subirme al coche y volver a casa. Menuda mañanita. Pensar en el coche me recuerda desagradablemente que todavía tengo que ir a la oficina del seguro por culpa del accidente. Al menos está cerca.

Tras salir, poco después de doblar la esquina, por la espalda, alguien me agarra por la chaqueta y me empuja con fuerza hacia el interior de un estrecho callejón. Unas sucias cajas de cartón me hacen tropezar y caer sobre ellas, pegado a la pared.

Rápidamente me giro para mirar y ver como un hombre baja con fuerza un tablón de madera que tiene en sus manos para golpearme con él.

Oh, Dios, ¡es el conductor que chocó contra mí!.

Continuará


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Todos los relatos, biografías, imágenes (salvo las que se indica una autoría diferente) y archivos de audio en esta web están protegidos con Copyright y licencia Creative Commons: Mundo Kaplan, propiedad de Luis Polo López, tiene licencia CC BY-NC-ND 4.0 

Esta entrada tiene 2 comentarios

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    Antonio Chávez

    Estimado Luis. Siempre narras cosas interesantes, e incluso diría que cotidianas, de la vida misma. Eso hace que uno se meta en tus relatos como si formara parte de de ellos. Me gusta tu forma sencilla de contar.

    Un detalle, por si quieres tomar nota: vengo observando de tus escritos que insertas un punto (.) después de un signo de interrogación (?), y según la RAE no es correcto.

    Un saludo afectuoso
    Antonio

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      Luis Polo López

      Querido Antonio, muchas gracias por leer el relato y por comentarlo.
      Efectivamente, tienes toda la razón; no debería de poner el punto tras la interrogación. Me va a costar acostumbrarme a que algo que aprendí en el colegio y que llevo toda la vida haciendo porque antes estaba bien, ahora resulta que está mal. Muchas gracias por la aclaración.

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