Con un movimiento muy rápido me impulso hacia sus pies para neutralizar la ventaja de la distancia que le da el tablón y, mientras intenta corregir la trayectoria pero acaba golpeando las cajas, entrelazo mis piernas con las suyas y le hago caer con un movimiento de tijera.
Por desgracia para él, estoy entrenado para esto y se me da bien.
Antes de que se pueda levantar le agarro la muñeca girándosela hacia la espalda y hacia arriba, poniéndolo boca abajo y lo inmovilizo apoyándome de rodillas sobre él.
—¡Suéltame! —grita intentando zafarse—, ¡suéltame!
—No te soltaré hasta que te tranquilices, maldito loco imbécil. ¿No te vale con provocar un accidente de tráfico? ¿Pero qué demonios te pasa?
—¿Y qué vas a hacer ahora?, ¿vas a llamar a tu matón y me haréis desaparecer? Venga, valiente, hazlo.
—¿Qué matón?, ¿pero de qué diantres estás hablando? Estás enfermo, macho. Lo que voy a hacer es llevarte a comisaría ahora mismo.
—Claro, me pondrán otra multa o una fianza, eso te vendrá de maravilla ahora que me has dejado sin blanca; una manera muy inteligente de hundirme. Los tipos como tú…
—¿Que también te he dejado sin blanca? Oye, ¿no me estarás confundiendo con otra persona? Lo que dices es absurdo. O me confundes o estás como una chota.
—Tío, te vi salir del banco, a mi no me engañas. Justo después de chocar contigo, dejo KO al matón y entonces vas al banco y de repente mi cuenta está bloqueada, Qué casualidad, ¿verdad? ¿Me tomas por tonto?
—Espera, espera… ¿Al que llamas matón es al del coche de delante?
—¿Eh?, ¿quién de delante?
—Estás tan obcecado que no te enteras de nada. Ibas tan pegado a mí que ni lo viste. No fui yo el que pegó el frenazo. Delante de mí iba otro coche, el del tío al que le diste el puñetazo. Yo no lo conozco de nada. Él fue quien frenó de golpe en medio del cruce.
—Ya, ¿y el banco?
—Pues fui al banco a lo que va va todo cristo, igual que tú, a pagar cosas. Si les pidiese que bloqueen la cuenta de alguien se partirían de risa y me echarían a collejas.
El hombre suspira y resopla, dubitativo. Aún no estoy muy seguro de qué va este tío; no sé qué pensar de él.
—Vamos a hacer una cosa —le digo—, te soltaré para que podamos hablar tranquilamente como personas, ¿de acuerdo? Asegúrame que no intentarás nada.
—No haré nada, lo juro. Me estás haciendo daño en el brazo.
—Pues este es mi lado amable, no quieras conocer el otro.
Lo suelto lentamente y dejo que se incorpore. Él se sienta en el suelo. La verdad es que a simple vista parece un tío de lo más normal.
—Venga, levántate —le digo ya de pie, ofreciéndole la mano—. ¿Qué está pasando?
Él se queda sentado en el suelo y pone las palmas de las manos sobre sus sienes. Duda unos segundos.
—Es que… no… —dice agachando la cabeza.
De repente suspira fuerte un par de veces seguidas, como si estuviera a punto de llorar.
—Venga, hombre.
—Oh, Dios, no puedo más… —dice sollozando, cubriéndose la cara con las manos—, no puedo más con todo esto…
—No quiero meterme en tus cosas pero si te puedo ayudar en algo… Parece que este no es tu mejor día.
—Yo no soy así —clama, aún con la cabeza hacia abajo—, no soy así, no me reconozco pero es que… Dios, no sé qué más me pueden hacer.
—¿Quién?, ¿qué te están haciendo?
Entonces explota soltando todo lo que le pasó en estos días, como quien se quita un enorme peso de encima que lo está aplastando. Descubrir la infidelidad, el desprecio, que su esposa desapareciera con sus hijos, la nota amenazante y ahora la cuenta del banco bloqueada. Está completamente abatido y extenuado.
Hace tan solo unos minutos me habría gustado darle un buen guantazo pero ahora no puedo evitar sentir empatía por este hombre.
—Casi podría asegurarte que también perderé el trabajo por lo de hoy —añade—. Tenía que coger un vuelo a Dallas; era importantísimo.
—Vaya, lamento que estés pasando por todo eso. No sé qué podría hacer yo para echarte una mano. ¿Sospechas de alguien?
—No. Cuando me crucé con él no lo pude ver bien pero estoy seguro de que no era nadie a quien yo conozca.
—Espera, espera… ¿Dices que te dirigías al aeropuerto por algo importante?
—Si, ¿por qué?
—El del coche de delante; el que pensabas que era un matón. Visto ahora cobra sentido su forma tan rara de conducir; parecía incongruente pero ahora tiene sentido. Quizá no estés del todo equivocado con él.
—¿A qué te refieres?
—¿Te acuerdas del anterior cruce?, cuando nos metimos delante de ti y empezaste a pitar como un loco.
—Me acuerdo de eso pero la verdad es que ni siquiera me fijé en que eras el mismo que tenía delante después, cuando paramos en el semáforo. Sólo estaba pendiente del reloj, histérico pensando que no llegaría.
—Claro, allí paró en medio de la carretera esperando a que te acercaras. Lo que pretendía era que no me diese tiempo a mí a entrar en el carril para quedarse él solo delante de ti. Quería provocar un accidente o cualquier tipo de altercado contigo para que no llegarás al aeropuerto. Y lo consiguió igualmente. Luego, no tenía sentido que se enfrentara a ti después de provocar él mismo el accidente. Ahora sí lo tiene. Tenía que asegurarse de que perdieras el mayor tiempo posible.
—Pues sí, lo que dices encaja perfectamente con todo lo ocurrido estos días.
—Le pegaste y se marchó sin más cuando llegaron los ayudantes del sheriff. Ya había conseguido su objetivo. ¿Crees que el coche en el que se marchó podría ser el que viste salir de tu casa?
—Ni siquiera me fijé, pensé que alguien lo había venido a recoger pero creo que si fuera el mismo coche me habría dado cuenta. El que salía de mi casa era de color amarillo, muy chillón. Un coche caro. Es fácil de reconocer.
—Su coche era azul oscuro y un modelo muy común; no era el mismo —le digo perdiendo la mirada en el infinito. Intento pensar de qué manera podríamos averiguar quién está haciendo todo esto.
—Recuerdo la matrícula —añado un instante después—, me fijé en ella tras el choque, era de aquí, tenía el 22 del Condado de Teton. 22-3849. ¿Cómo podríamos averiguar a quién pertenece? —digo preguntándome a mí mismo.
—¿La Oficina del Secretario del Condado? —pregunta Ron.
—No sé…
Pienso para mis adentros que esa es una posibilidad, ya que tengo contactos allí dentro pero no me gusta pedir favores. También podría hacerlo legítimamente como abogado, ya que tengo mis credenciales de California ya validadas en Wyoming pero todavía no estoy seguro de que este caso merezca que me meta en semejante berenjenal.
Creo que me arriesgaré, iré tanteando, a ver a dónde me lleva esto.
—De acuerdo, tú espera por aquí, Yo iré a la oficina. Dame diez minutos. Por cierto, me llamo Rick, Ricardo Kaplan.
—Ron, Cameron Furlong.
—Hola Bob —le digo a un hombre sentado en uno de los escritorios de la Oficina del Secretario del Condado.
—¡Hola Rick!, pasa, siéntate —dice animadamente.
Tras ponernos al día de nuestras cosas, pruebo suerte.
—Verás, Bob, quería saber si me podrías mirar una matrícula de coche. Es extraoficial; no estoy llevando ningún caso ahora pero quizá podría haber algo.
Bob sabe que soy ayudante de campo del Departamento de Justicia y muchas veces me ayuda con trámites y papeleo.
—Pues claro —responde con confianza—. A mí no tienes que justificarme nada, ya lo sabes, Rick. Sé que no harás mal uso de la información que te dé. Cuenta siempre conmigo.
—Muchas gracias, Bob. La matrícula es 22-3849 —le digo mientras él va tomando nota.
—De acuerdo, dame un minuto —dice mientras se levanta de la silla.
Se acerca a una estantería, va repasando con el dedo unas grandes carpetas de archivos y finalmente saca una de ellas, trayéndola al escritorio. Es una carpeta muy pesada que hace temblar todo lo que hay en la superficie del escritorio al dejarla sobre él.
Va pasado páginas mientras repasa algún tipo de serie numérica en cada una de las hojas.
—Aquí está, 22-3849. Figura como propietario el State Bank of Wyoming, domiciliado en la sucursal local de Jackson.
—¿Cómo dices? —pregunto con asombro—. ¿El dueño del coche es el banco?
—Así es. Y no es por ejecución de un impago, figura como dueño desde la fecha de la primera matriculación.
—Vaya…
—Espero que esta información te sirva de ayuda.
—Sí, es perfecto. Muchísimas gracias, Bob.
—Tengo desconcertantes noticias —le digo a Ron al reunirme con él—. El dueño del coche es el banco estatal, concretamente la sucursal de aquí. Quizá lo de tu cuenta bloqueada no sea una simple coincidencia.
Ron no dice nada ante mis palabras, está igual de asombrado que yo y se queda absorto, con la mirada en ninguna parte, intentando relacionar está noticia con todo lo que le ha ocurrido.
Tras unos segundos, cree que podría tener algún indicio.
—Hace cosa de un año la empresa en la que trabajo celebró una fiesta invitando a los principales clientes y empresarios de la zona. Había cerca de cien personas. Recuerdo que me presentaron al director de la sucursal pero sólo nos saludamos, sin embargo, mi mujer estaba en el mismo corrillo en el que estaba él y pasó casi toda la velada con ese grupo; recuerdo ese detalle. Quizá…
—No es prueba de nada pero es todo lo que tenemos. Tiremos de ese hilo, a ver qué sale.
—Pero, Rick, si el director del banco tiene alguna relación con todo esto… —duda unos instantes qué decir y traga saliva—, entiendo que no quieras meterte.
—Amigo mío, si descubrimos que eso es así, hasta te pagaría para que me dejes poner a un banquero en su sitio.
Ron fuerza una sonrisa y asiente; no está de humor. Para él esto no ha sido una buena noticia.
—De acuerdo —le digo—. Queda menos de media hora para que cierre el banco. Tú espera en mi coche; no deben de verte. Yo echaré un vistazo. Cuando salga el director, le seguiremos.
Todavía hay colas en el banco a estas horas. Me siento en uno de los sofás que hay a un lado de la entrada y cojo una revista cualquiera del montón que hay sobre la mesa.
Apenas un par de minutos después, la puerta de la oficina del director se abre y lo veo brevemente sentado a su mesa. El que sale de allí es precisamente el conductor del coche de delante, al que Ron golpeó. Se acerca al puesto de una de las chicas que atiende las ventanillas y, junto a ella, hurga entre papeles; no le veo las manos tras el mostrador. Finalmente se mete un pequeño fajo de billetes en el bolsillo de la camisa y se marcha del banco.
Menos de cinco minutos antes de la hora de cierre, el director sale de su oficina. Deja unos documentos en una estantería, se despide de los empleados que tiene cerca y se marcha hacia una puerta al fondo de la oficina. Seguramente tengan aparcamiento para los empleados en el callejón trasero.
Salgo del banco y me pongo cerca de la salida de ese callejón, donde desemboca a la calle principal. Escucho un motor que se enciende y me giro para no mirarlo de frente.
Enciendo un cigarrillo mientras miro de reojo como el coche se detiene para acceder con precaución a la calle principal. Es un coche caro y de color amarillo chillón.
Aún a esta distancia y dentro del vehículo se puede oler su exagerado perfume.
Inmediatamente me dirijo hacia mi coche, que se ve desde aquí, apresurando el paso y veo a Ron fuera de él, mirando por encima del techo, inquieto.
Señala con el dedo mientras me voy acercando.
—¡Era ese!, ¡era ese! —grita.
Salió en dirección oeste. Nos metemos en el coche y vamos hacia allí.
Muy poco después ya lo vemos con claridad; el coche es fácilmente reconocible. Gira en un cruce en dirección norte para dejar ya el pequeño núcleo urbano de Jackson.
—Seguramente irá a Wilson —dice Ron—. Allí hay algunos chalés de gente con pasta.
—Sí, probablemente.
Wilson está al otro lado del río, a donde se llega por el único puente que hay en toda la zona para cruzar el Snake. Está a los pies del Grand Teton y del bosque Caribou-Targhee, y es la última población antes de entrar en Idaho. Son poco más de cinco minutos desde Jackson para llegar allí.
Poco después, como suponíamos, en la localidad de Wilson el coche entra hacia un gran chalé con el terreno vallado y nos detenemos a una distancia prudencial.
Cuando el banquero sale del coche, una mujer sale de la casa a recibirlo.
—¡Oh!, ¡Sue Ann! —exclama Ron—. Dios mío, ¡es mi esposa!
La mujer y el banquero se abrazan y se besan ante la mirada del atribulado Ron.
—Lamento que tengas que ver esto —le digo.
—Mira —añade señalando con la mano—, allí a un lado de la casa está su coche.
Ron se echa las manos a la cabeza e inmediatamente hace el amago de abrir la puerta.
—Ron, no, vamos, piensa. ¿Qué crees que conseguirás?
Él permanece en silencio, inmóvil con los dedos en la manilla de la puerta mirando a la pareja mientras entran en la casa.
—No te merece. Con lo que te han echo, no te merece; no es quien pensabas que era, por más que te cueste verlo ahora.
Ron continúa en silencio, dándole vueltas a lo que acaba de ver. Por lo poco que lo conozco, parece de esas personas que no verbaliza sus preocupaciones. En cierto modo lo entiendo; a mí me pasa a veces que tener que hablar de ciertas cosas lo veo como una molesta interrupción de mis cavilaciones.
—Que ella te haya dejado es algo en lo que no me meteré —añado rompiendo el silencio—, sin embargo lo que te está haciendo este energúmeno no puede ser. Me revuelven las tripas estas personas que se aprovechan de su posición para perjudicar a otros impunemente.
Antes de irnos de allí, paso con el coche lentamente por delante del buzón. El nombre que figura es Milburn Baker.
—Pensaremos algo —le digo mientras encaramos ya la carretera de vuelta a Jackson—. Este cobarde las pagará, ya verás. Le quitaremos las ganas de seguir tocándote las narices.
Al día siguiente, la cuenta de Ron tampoco pudo ser desbloqueada con alguna otra excusa de papeleo.
Seis días después, a primera hora de la mañana, el feliz banquero Milburn Baker sale de su casa para dirigirse al aeropuerto de Jackson Hole, donde cogerá un vuelo a Cheyenne, capital de Wyoming. Allí tiene la importante reunión mensual con el consejo de administración del banco. Generalmente esto es poco más que un trámite para él pero le gusta; le agrada la idea de verse a sí mismo cogiendo un avión para reunirse con gente muy poderosa. Es de esa clase de personas.
Es un día soleado y ya tímidamente caluroso, de esos como que huelen a que se acerca el verano.
El banquero gira la llave esperando escuchar la agradable voz de barítono del potente motor de su llamativo coche pero este no responde. Gira la llave varias veces más pero el coche sigue sin cantar.
—¡Cariño!, no sé qué le pasa a mi coche que no arranca. ¿Me dejas el tuyo? Lleva a los niños en taxi a la escuela.
Mientras Milburn se dirige hacia el coche de Sue Ann, se fija en que hay un coche parado frente a la puerta de la valla de la finca y lo mira frunciendo el ceño. Tiene el capó abierto y un hombre está inclinado sobre el motor.
Milburn arranca el coche de Sue Ann. «No pasa nada», piensa para sus adentros, «no serán más de quince minutos en esta catraca». El coche no huele mal, huele simplemente a coche, pero él siente que sí.
Cuando se acerca a la entrada de la finca, el hombre del coche que parece averiado se gira hacia él y le hace un gesto con los brazos, como de impotencia.
Es un Mercury Woody Wagon granate y está bloqueando completamente la salida. Soy yo.
—No me extraña que esa cosa no funcione, tío —dice Milburn en voz baja para sí mismo.
—¿Le puedo ayudar? —dice saliendo del coche.
—Lo siento, señor, no sé qué le pasa, se ha estropeado y no arranca —le contesto.
—No se preocupe, le ayudo a apartarlo. Lo empujaremos hacia el arcén de la carretera.
—Es que ahora es como si tuviera los frenos bloqueados; no hay forma de moverlo —le digo arqueando las cejas con gesto apenado—. Es un coche nuevo, ya sabe… tanta tecnología…
—Ya.
Milburn Baker puede estar en el top 3 de los tíos más imbéciles del condado pero no es tonto. Su coche que no arranca y otro bloqueando la entrada al mismo tiempo son cosas descaradamente sospechosas.
—Qué casualidad que se la haya estropeado justo delante de mi puerta, ¿verdad? ¿Es usted de por aquí?
—¿Cómo dice?, ¿de este país, se refiere?
—¿Sabe qué?, llamaré a un taxi; aún voy con tiempo de sobra. Usted quédese ahí acariciando su montón de leña con ruedas.
—¿De este planeta, se refería, quizá? Si es así, sí, llevamos aquí varias generaciones…
Milburn vuelve a entrar en el coche dando un portazo a mi explicación y da marcha atrás. Entra en casa y llama a un taxi, y entonces vuelve a la entrada de la finca, donde estoy yo.
No nos dirigimos la palabra en los poco más de cinco minutos que tarda en llegar el coche pero sí sonrisas exageradamente fingidas.
Normalmente, a otra persona, Milburn la invitaría a telefonear desde su casa para pedir ayuda, siempre y cuando no le pareciese que iba sucia o mal vestida pero en este caso, obviamente no lo hará.
Cuando el taxi se acerca, Milburn le hace un gesto levantando el brazo.
—Espero que le arreglen esta cosa —me dice mientras abre la puerta del taxi—, aunque algo me dice que en breve le volverá a funcionar como por milagro divino.
—Oh, ¡que el Señor escuche sus plegarias! ¡Alabado sea el Señor! —grito juntando las palmas de las manos mientras el taxi arranca con el feliz banquero dentro.
—Al aeropuerto, por favor.
—Sí, señor.
Sólo un poco más allá, donde hay espacio suficiente para que el taxi dé la vuelta y se encamine hacia Jackson, este continúa.
—¿Qué hace?, dé la vuelta.
—Perdone, señor, es que es mi primer día y estoy un poco nervioso. Enseguida daré la vuelta. Qué bonita casa tiene.
—Gracias.
—Qué maravilla. ¿Se la han regalado?
El banquero mira a los ojos del taxista a través del retrovisor, frunciendo el ceño.
—No, me la he ganado.
—Oh, ¿en un sorteo, quizá?
—¡Con mi trabajo!. ¿Por qué demonios no da la vuelta de una vez? ¡Oh!, ya entiendo, es usted amigo del imbécil ese que estaba en la puerta de mi casa, claro. ¿Que esto?, ¿un robo? Como le hagan algo a mi mujer…
—¿Su mujer, ha dicho?
Esa pregunta le hace entender al banquero que esto tiene que ver con Ron Furlong y no es un simple robo.
—Nadie entrará en tu casa, Milburn —le dice Juan Broad—, Sue Ann pasará una mañana apacible, como cualquier otra. Ahora escúchame bien. Sé que estás pensando en cómo noquearme. Te sientes con ventaja por estar a mi espalda pero no es así, créeme. Las cosas se pueden poner realmente feas para ti. Tú sólo ten un poco de paciencia, esto terminará en seguida.
El banquero realmente estaba pensando en eso pero durante un instante analizó la situación. Cómo han organizado todo le hace pensar que deben de ser una banda que sabe lo que hace y quizá las cosas puedan ponerse feas si intenta algo. Hasta el momento no han sido violentos por lo que esperará a ver qué pasa. Tiene suficiente poder para devolvérselas de una manera u otra y multiplicado por cinco.
Un poco después de comenzar a ascender el puerto de montaña que cruza entre el Garnd Teton y el Caribou-Targhee, el coche aminora y gira, tomando un pequeño camino de tierra pero inmediatamente se detiene, aún a escasa distancia del asfalto.
Juan Broad no es un hombre generalmente de acción; es más difícil que se exprese a bofetones, a diferencia de mí, pero eso no implica que cuando se pone no lo sepa hacer como un profesional. Sin embargo, tan alto y tan delgado, es capaz de poner una expresión en su cara realmente inquietante, como si te hablara un muerto viviente; es algo con lo que solemos bromear. Es una táctica que muchas veces le quita de pasar al siguiente nivel.
Con el coche ya apagado, Juan se gira en el asiento para mirar fijamente al banquero con esa expresión y habla serenamente.
—Escucha atentamente y no hables hasta que te pregunte. En este momento hay un hombre al que no conoces subiéndose al mismo avión al que ibas a subir tú. Irá a la sede del banco, en Cheyenne, con pruebas de lo que le estás haciendo a Ron Furlong. Si no recibe mi llamada las mostrará en plena reunión del consejo y lo hará por las malas. Ahora tienes dos opciones. La primera es que te bajas aquí del coche y no me vuelves a ver; es la que te recomiendo. Mañana a primera hora la cuenta bancaria de Ron volverá a estar completamente operativa y recibirá una pequeña compensación por las molestias que le causaste, digamos de mil dólares. Nunca volverás a perjudicarle de ninguna manera, ni a él ni a nadie. Si no, pasaremos a la segunda opción, a saber: te llevaré por este camino hasta donde se puede llegar en coche y luego te arrastraré. Jamás encontrarán tu cadáver; sé cómo hacer eso y para mí es muy fácil; el agujero ya está hecho. No estarás solo allí. Estas cosas se nos dan muy bien. Entonces, ¿qué opción eliges?
—¿Y cómo sé yo…?
Sin dejarle terminar la pregunta, Juan le propina un fuerte bofetón con el dorso de la mano que resuena en el interior del coche y un hilo de sangre aparece en el labio del banquero, que siente cómo se le hace un nudo en el estómago y un escalofrío recorre todo su cuerpo. Es la primera vez en su vida que le ve las orejas al lobo.
El feliz banquero vino al mundo, como se suele decir, con una cuchara de plata en la mano. Su padre, un adinerado empresario, le pagó los mejores estudios y lo sacó, a base de talonario, de innumerables embrollos en su juventud e incluso ya no tan joven. Cosas, muchas de ellas, por las que cualquier hijo de vecino habríamos acabado en la cárcel. No es fruto de la casualidad que el banco en el que trabaja sea el mismo en el que papá guardaba sus millones. Milburn no tiene ni la más remota idea de lo que es ganarse las cosas superando adversidades porque eso no va con los de su clase; él está completamente convencido de que tiene lo que tiene porque está hecho de una pasta de mucha más calidad que la tuya y la mía.
Pero aquí, en este coche, no está papá y Milburn está al borde del colapso.
—¿Qué opción eliges? —vuelve a preguntar Juan, esta vez enérgicamente.
—La primera; me bajo del coche.
Juan le hace un gesto con la mano, como que ya está tardando en salir.
Cuando el banquero está ya fuera, de pie junto al coche y cubriendo la herida del labio con su pañuelo, Juan abre la ventanilla.
—Permíteme una pregunta personal; me pica la curiosidad. ¿Entiendes ahora lo que es que alguien se aproveche de su ventaja? Como cuando en el cole el matón de clase le pegaba al más enclenque, ¿sabes a lo que me refiero?
El banquero asiente tímidamente con la cabeza.
—Pues la próxima vez enfréntate a alguien con el mismo poder que tú, maldito engendro de cobarde, o te mostraré mi ventaja.
Juan se marcha dando un acelerón marcha atrás, a propósito para levantar una polvareda sobre el banquero. En realidad no está satisfecho pero no por lo que acaba de hacer si no porque ya conoce a este tipo de personas; está seguro de que no ha aprendido la lección. El sentimiento de superioridad de estas alimañas no es una idea que se pueda cambiar razonando, a base de entender; es algo que llevan grabado en lo más profundo de su miserable ser.
Poco después, en una cafetería de carretera, Juan se reúne con Ron Furlong y conmigo.
—¿Qué tal ha ido? —le pregunto mientras se sienta.
—Bien, no puedo decir que haya aprendido la lección pero el problema ha terminado; estoy seguro de que es algo de lo que ya no nos tendremos que preocupar.
—¿Le has dicho eso de que nunca encontrarán su cadáver?
—Sí, claro, nunca falla.
—Con esa expresión de muerto viviente, ¿no?
—Pues claro.
—¿Qué expresión? —pregunta Ron.
—Venga, Juan, muéstrasela.
Juan se inclina hacia Ron, apoyando los codos sobre la mesa, mirándolo fijamente y dándole un par de segundos para que se ponga en situación.
—¿Que va usted a tomar? —le pregunta Juan pausadamente mientras le clava la mirada.
—¡Virgen santísima! —exclama Ron—, ¡se me va a cortar la digestión!
Yo exploto en carcajadas mientras Juan, ya metido en el papel, sigue con su numerito.
—Conteste a la maldita pregunta.
Ron finalmente tampoco puede resistir y rompe en carcajadas también.
—Me estoy imaginando a ese imbécil —dice Ron con dificultad entre las risas.
—Sí, esa parte ha estado bien —confirma Juan ya sonriendo—, le dije que ya tenía el agujero hecho y que no iba a estar solo allí.
—¡Se habrá ido por la pata abajo! —grita Ron entre risas.
Los tres continuamos riendo a carcajadas durante un buen rato en la cafetería.
Al día siguiente, a primera hora, Ron comprobó que su cuenta estaba ya desbloqueada y con mil dólares añadidos.
Finalmente, no perdió su empleo. Pidió una reunión con sus superiores y se disculpó por su reciente comportamiento. Realmente sus jefes estaban decididos a despedirlo pero valoraron mucho esa disculpa y juzgaron que su trayectoria merecía ese reconocimiento. Supo aprovechar esa segunda oportunidad volviendo a ser quien era antes.
No se puede decir que Ron en su interior haya vuelto a ser feliz al menos a corto plazo, porque, al fin y al cabo, su esposa le dejó por otro, además por ese, y ya no puede ver a sus hijos todos los días pero en lo que estuvo en su mano, pasó página y siguió adelante como buenamente pudo.
Le fue bien.
FIN
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