El Largo Camino. Capítulo 3 - En un tren de carga de la Milwaukee Railroad cerca Billings

El Largo Camino. Capítulo 3

Eternas Praderas Desoladas

La noche se me ha hecho interminable. Ha sido tremendamente aburrida y fría pero he tenido mucho en lo que pensar.

En realidad me extraña que esta tierra haya aguantado tanto. Es llana hasta el infinito y el viento campa con toda libertad para erosionarlo todo; tanto el suelo como las mentes de las personas que lo pisan.

Lo soportas porque es tu hogar y eso de alguna forma te hace pensar con un falso optimismo, como que algún día algo va a pasar que mejore las cosas. Quizá sólo sea una forma del subconsciente de luchar para adaptarse a un entorno imposible.

Me he puesto en el lado Este del río Misuri hasta llegar a su confluencia con el Yellowstone, para seguir éste último hasta entrar en el estado de Montana sin pisar la carretera pero sin perderme.

De hecho, tengo intención de seguir este río como orientación hasta Wyoming, lo que será poco más o menos una tercera parte de todo el recorrido hasta California.

Por este lado del río, sólo sabré que he cambiado de estado cuando encuentre el único puente que cruza el Yellowstone en muchas millas. Desde ahí ya me arriesgaré a seguir por la carretera.

También podré buscar algún coche que me lleve algún tramo.


Las primeras jornadas han sido realmente desoladoras. Ya en Montana me he acercado hasta el pequeño pueblo de Sidney para comprar algunas cosas bastante insípidas pero muy baratas y que me podrán servir de alimento durante varias jornadas.

El curso del Yellowstone es la ruta más rápida y sencilla pero tremendamente despoblada durante millas y millas.

Me he dado cuenta de que las probabilidades de que un coche pare y me lleve, se multiplican si va dentro un matrimonio de personas mayores. En un terreno tan llano es fácil ver a sus ocupantes desde lejos. Aunque no les vea las caras, los distingo porque generalmente ambos llevan la cabeza cubierta con sombreros.

Todos ellos son muy comprensivos y se apiadan de la situación porque, de una manera o de otra, la conocen de cerca.

El segundo matrimonio que me llevó, bastante mayor, y que me acercó hasta Glendive, me ofreció algo de comida y un dólar a cambio de arreglarles la valla que rodea su casa. En ese momento aún no sabía que eso se convertiría en una constante durante todo el viaje.

El Largo Camino. Capítulo 3 - Arreglando una valla en Glendive
Arreglando una valla en Glendive
(Composición 3D: Luis Polo)

En realidad ese hecho tan temprano aún, marcaría un antes y un después, y además para bien, en casi todo el resto del recorrido, debido a que al llegar a su casa, la valla claramente no necesitaba apenas ningún arreglo. Sólo pretendían ayudarme pero con la consideración de no ofrecerla como caridad.

Todas esas personas se preocuparon especialmente en hacerme notar que no era caridad. Yo tampoco la habría aceptado. Eso también me hace pensar que ya me han precedido otros en esta ruta.

No cuento con encontrarme ningún Hooverville [pulsa el 1 para ver nota]1. Tan al Norte no hay aglomeraciones y la gente que se marcha suele ir en dirección Sur hacia Albuquerque para rodear las Rocosas, hacia donde yo me dirijo, y que sería un suicidio para las destartaladas y sobrecargadas camionetas. No soportarían subir las montañas, además en pleno verano.

Excepto cuando sigo de cerca el curso del río, caminar por estas tierras es aburrido hasta el extremo, llano y a veces sin ni una miserable colina a la vista en millas, con el viento asediando tu mente y tus nervios sin tregua ni descanso; sin nada a lo que mirar que te distraiga más que tus pensamientos. No es especialmente fuerte pero es constante; nunca para; jamás. Un viento que se lleva todo pero no trae nada.

Hobos en el Milwaukee Railroad

En el pequeño pueblo de Fallon he estado tres días gracias a la hospitalidad de una familia muy amable, creyentes evangelistas hasta el punto más extremo, pero de los de verdad; de los que dedican su vida a hacer el bien a los demás con profunda convicción. Me han ofrecido un catre, comida y un dólar al día a cambio de ayudarles en la granja. Me han ofrecido quedarme más tiempo pero, aunque ya no pienso que me estén buscando, todavía tengo cierta inquietud por los acontecimientos de la subasta de Williston y no puedo evitar pensar que tenerme allí les podría meter en problemas. No me perdonaría nunca meter en problemas a personas tan desinteresadas y amables. Necesito alejarme más para estar más tranquilo.

Un par de días después, un poco antes del anochecer, alcanzo el pueblo de Miles City. En la parte trasera de un pequeño edificio, dos hombres y una mujer tienen un fuego encendido dentro de lo que queda de un bidón metálico en el que están asando algo. Según me acerco me miran con cierta familiaridad, como invitándome a unirme. Fácilmente me han reconocido como uno de los suyos. Todos me saludan con un confiado «hey ‘bo» [pulsa el 2 para ver nota]2.

Uno de ellos se dirige inmediatamente a mi, señalando a sus acompañantes:

—Ellos son Bernie Garcia y su esposa, Sally. Yo soy Benjamín Goodfellow. Llámame Ben. Ponte cómodo, joven y sírvete unas salchichas que ya tenemos algunas preparadas.

—Muchas gracias —contesto—. Juan Broad. Tengo aquí un poco de queso que vendrá de maravilla para acompañar a las salchichas. Sírvanse por favor.

Tras unos minutos hablando sobre nuestros orígenes, Ben añadió:

—Verás, Juan, estábamos debatiendo una cosa cuando llegaste, a ver si tú te apuntas.

Y prosiguió:

—Me he estado informando por aquí y por allá y me he enterado de que mañana, a eso de las nueve y media de la mañana, pasará por aquí un tren de carga de la Milwaukee Railroad que conecta Chicago con Seattle. Es el único tren que pasa por aquí. Podremos alcanzar la ciudad de Butte, desde donde salen trenes directos a Salt Lake. Una vez allí nuestras opciones de llegar a California fácilmente se multiplicarán si vamos con cuidado.

Entonces intervino Bernie.

—El problema es que he oído hablar ya varias veces de que esto de subirse a los trenes en marcha es algo que se está empezando a convertir en costumbre y los maquinistas hacen revisiones de los vagones cada tanto. A veces incluso viajan con guardias y he oído de palizas mortales sólo por pillarte dentro de un vagón. En el mejor de los casos te dejan tirado en medio de la nada, a cientos de millas de cualquier lugar. No queremos pasar por eso. Además, Sally es asmática; no quiero que sufra un ataque en medio de la nada.

Los Garcia son un matrimonio joven; no llegarán ni a los treinta. Desde el primer momento me ha llamado gratamente la atención el respeto y la dedicación que se muestran el uno al otro.

—Lo que digo yo —sigue Ben—, es que no creo que casi nadie haya cogido esta línea y seguramente estén despreocupados a este respecto. Todo el mundo va en dirección suroeste, a la fruta.

—Es posible —replica Bernie— pero aún así no queremos arriesgarnos. Si sale mal no queremos vernos en esa situación. Iremos lentos pero sobre seguro.

—Lo comprendo —le digo a los Garcia—, si yo estuviera en su situación seguramente haría lo mismo. La verdad es que ya se me había pasado por la cabeza esto de subirme a un tren pero no había oído hablar sobre esos registros de vagones y esas palizas. Sin embargo yo no tengo nada que perder; me apunto, Ben.


A primera hora de la mañana nos separamos un poco del pueblo y buscamos una zona de arbustos cercana a las vías donde ocultarnos.

Hacia las nueve y media escuchamos por fin el tren acercándose. Es un convoy larguísimo y alcanza poca velocidad; nos será muy fácil llegar a él en un santiamén y subirnos sin que nadie nos vea. Buena parte son vagones cubiertos, perfectos para ocultarnos.

Sin mayor dificultad encontramos uno vacío y nos subimos a él. Cuando cerramos el portón y nos sentamos, ya tranquilamente y sonriéndonos por estar ya dentro, me doy cuenta de que llevaba toda la mañana acumulando tensión, pensando en lo de los registros de vagones y las palizas. Es cierto que no tengo nada que perder pero en estos últimos meses me he visto envuelto en más problemas de los que había tenido en toda mi vida y no me gustan los problemas ni la gente problemática. En parte me alegra darme cuenta de que no me estoy acostumbrando.

El día transcurre con total tranquilidad. Hemos charlado, hemos dormido y hemos comido algo. Me he estado fijando detenidamente en Ben. Es de esas personas de las que te podrías equivocar calculando su edad hasta en veinte años de diferencia. No tiene ni una sola cana pero tiene una cara curtida por el trabajo y el clima. Algunas arrugas pero no demasiadas. No sé si es relativamente joven pero aparenta ser mayor, o si ya es algo mayor pero aparenta más joven de lo que es.

Se le nota, y creo que con poca probabilidad de equivocarme, que es una buena persona que sólo intenta salir adelante y ayudar a quien pueda en su camino. Creo que es de fiar. Sin embargo me he fijado que, a pesar de tener una buena y rica conversación, cuenta muy poco, en realidad nada sobre su vida. Sólo contó que viene de un pequeño pueblo llamado Grenora pero ni siquiera sé si es de allí. Siempre que surgen temas personales se queda en preguntas y respuestas genéricas que te hacen no saber nada sobre su pasado. Es alguien que tiene mucho que contar pero que no lo va a hacer. Claramente ha pasado en su vida fatalidades que no quiere revivir para dejarlas atrás. En estos tiempos me parece algo muy comprensible y respetable. Somos demasiados intentando empezar de cero.

El tren se mueve a paso lento y con varias paradas. En cada una de ellas permanecemos en el silencio más absoluto. Completamente alerta a cualquier ruido que nos haga pensar que alguien va a pasar cerca del vagón o de que lo van a cargar. Con lo poco que tenemos a mano, preparados para salir disparados. Sin embargo el convoy es tan largo que en todas las paradas nuestro vagón queda a una distancia de la estación que nos hace pensar que probablemente no le toque a este, al menos de momento.

El Largo Camino. Capítulo 3 - En un tren de carga de la Milwaukee Railroad cerca Billings
(Composición 3D: Luis Polo)

Sin necesidad de acordarlo verbalmente estamos haciendo turnos. Cuando uno dormita durante un rato, el otro se queda despierto.

Andamos un poco escasos de comida por lo que tampoco podremos estar mucho tiempo en este tren.

Ya de noche, mientras Ben se acurruca para echar un sueño, el tren se detiene en medio de ninguna parte. No se ve ninguna estación cerca ni se escucha ningún ruido. Esta situación nos pone más alerta de lo habitual. Intercambiamos una mirada, mitad extrañeza, mitad sorpresa, y sin mediar palabra volvemos a prepararnos para una posible huida.

Al momento, a cierta distancia, comenzamos a escuchar el abrir y cerrar de portones. Prestamos atención. Cada uno se escucha mucho más cercano al anterior, como si no fueran uno a uno. Parece que los están comprobando aleatoriamente.

Poco a poco comenzamos a escuchar cuchicheos y se empieza a notar una luz que se acerca. Sentimos el estruendo de abrir y cerrar del que sin duda es el vagón inmediato al nuestro. Nos miramos con desesperación pero aferrados a la posibilidad de que el nuestro se lo salten. Comienzan a pasar a la altura de nuestro vagón. Escucho sus pisadas como si las tuviera en la nuca y noto como se me erizan los pelos del antebrazo.

Entonces se escucha un susurro.

—¿Este?.

Y otra voz que también susurra:

—Vale pero el último que tengo frío.

Se escucha el mecanismo de apertura y el ruido del portón que se comienza a abrir como si de las puertas del infierno se tratase.

Ben y yo nos echamos un poco hacia atrás para coger impulso y saltar por encima de quien sea pero el portón se abre mucho más rápido de lo esperado y nos coge a contrapié. Ante nosotros aparecen la cara de un hombre de mediana edad, quizá más joven de lo que aparenta, y un niño de menos de diez años, que se asustan aún más que nosotros al vernos. Esto nos hace dudar y nos quedamos parados, como amagando en dar el paso. El hombre también amaga movimientos sin saber muy bien qué hacer, mientras el niño permanece mirándonos boquiabierto. Todo en cuestión de apenas un par de segundos.

Inmediatamente, el hombre empuja con una mano al niño detrás de él a modo de protección y levanta la otra en son de paz.

—Tranquilos. Tranquilos por favor, no venimos a hacerles daño.

Ben y yo no sabemos qué decir ni qué hacer. Instintivamente le pregunto:

—¿Hay alguien más con ustedes?.

—No, no, tranquilo, de verdad —contesta—, sólo estamos nosotros. No tienen de qué preocuparse. Mi nombre es Pablo. Este es Junior, mi hijo. Es la primera vez que alguien se sube a mi tren. No esperaba encontrarles pero la empresa me obliga a revisar.

—Entonces —dice Ben—, ¿sería mucho pedir que haga la vista gorda y nos permita llegar a Butte?.

—No puedo hacer eso, señor. Lo lamento —le contesta—. Perdería mi trabajo y tengo cuatro hijos a los que alimentar. No puedo arriesgar mi empleo en los tiempos que corren.

—Tiene razón, Ben —le digo—. Vámonos, anda.

—Sí, lo sé —dice Ben en voz baja y visiblemente decepcionado.

Una vez en el suelo, ya con cierta tranquilidad, me vuelvo a dirigir al maquinista: —Lo siento, teníamos que intentarlo pero no se preocupe, no le perjudicaremos de ninguna manera. ¿En donde estamos?.

—Estaremos unas sesenta millas pasado Billings —contesta él—. Justo al otro lado del tren tienen la carretera. Caminando creo que no les llevará ni medio día llegar hasta un pueblo llamado Big Timber. Nunca haría uno de estos registros muy lejos de una población.

Al momento, el maquinista volvió a añadir:

—Discúlpenme, no quiero que se sientan ofendidos con mi oferta pero si lo desean llevamos pan y carne de sobra para hacer unos bocadillos. No es que quiera darles caridad pero es que en estos tiempos uno nunca sabe. No se ofendan por favor pero uno en lo que pueda ayudar, pues ayuda encantado.

Tanto a Ben como a mi se nos escapó una emocionante sonrisa al encontrarnos tanta bondad, después de estar esperando tanta maldad.

—No se preocupe —le contestó Ben—, no nos ofende. Al contrario, se lo agradecemos de corazón pero estamos bien. Tenemos de comer.

—Papá, no los podemos abandonar aquí —le dijo el niño.

—Lo sé, mi pequeño —le contestó Pablo—, a mi también me duele pero no es porque yo quiera. Estarán bien; llegarán enseguida al pueblo.

El pequeño Junior todavía nos miraba con cara de preocupación. Para un niño de su edad y tan sensible quizá este encuentro le marque para toda la vida. Antes de irnos, me acerco a él poniéndole una mano en el hombro.

—No te preocupes pequeño, estamos acostumbrados a caminar y llegaremos muy rápido al pueblo. Somos como unos profesionales de caminar —le digo intentando sacarle una sonrisa pero no funciona.

—Chico, tu padre es una buena persona de las de verdad —añado después—. Sigue su ejemplo; te dará buenos consejos y te irá bien en la vida. El mundo es mejor con gente como vosotros.

Pablo se agachó a su lado y, rodeándolo con el brazo, le acarició la mejilla.

Padre e hijo se quedaron mirándonos mientras nos alejábamos, pensando en la extraordinaria situación que se acababan de encontrar y preocupados por nosotros. A una cierta distancia, la luz de la lámpara dibuja a su alrededor un halo que casi parece celestial mientras permanecen juntos, como dos gotas de agua, limpia y pura.

El Largo Camino. Capítulo 3 - Pablo, el maquinista, y su hijo, Junior. Unos ángeles en la Tierra
Pablo y su hijo, Junior. Unos ángeles en la Tierra
(Imagen: IA y Luis Polo)

Continuará


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  1. Hooverville: Nombre que se daba a los grandes campamentos de desahuciados que iban camino de California (y también al llegar allí) en la Gran Depresión, durante el mandato de Herbert Hoover, que llegaron a ser pequeños pueblos eventuales. Se comenzaron a formar progresivamente en los primeros meses tras el estallido de la crisis, en las grandes rutas donde se concentraban muchos desahuciados camino al Oeste, principalmente a la recogida de la fruta. Este hecho fue precisamente el que hizo de la ruta 66 una de las carreteras más famosas del mundo. Estos asentamientos se creaban generalmente a raíz de que una o dos familias de viaje paraban en un lugar al lado de la carretera a descansar, normalmente cerca de un río. Otras familias también en camino, debido a las circunstancias, preferían descansar junto a otras personas en su misma situación y donde veían a otros, paraban ellos también. Tenían la norma no escrita de, por cortesía, pedir permiso para acampar a quien llevaba más tiempo allí. Algunos sólo tenían intención de pasar la noche, otros para descansar un par de días, y muchos otros por tiempo indefinido debido a averías en las camionetas, por haberse quedado sin dinero para gasolina, etcétera. Muchas familias pasaron meses en algún Hooverville. Esto, en muchos lugares, provocaba con el tiempo la acumulación de centenares e incluso miles de personas. En el de San Luis, que es el que se considera el más grande, se calcula que llegó a haber cerca de 5.000 personas. El libro «Las Uvas de la Ira», de John Steinbeck, es una obra maestra de la literatura del siglo XX que te recomiendo y que trata este tema de forma magistral. Pulsa la siguiente flecha para volver a donde estabas. ↩︎
  2. La palabra «hobo» significaba originalmente «trabajador migrante», por lo que fue muy comúnmente utilizada en la década de los 30. Estos llegaron a tener su propia jerga con decenas de palabras. Por ejemplo, la palabra «flip» significaba subirse a un tren en marcha; algo muy común en esos años y que en seguida veremos. Entre ellos se llamaban a modo de abreviatura, ‘bo. El uso tan común y la cantidad de ellos que había vagando por todo el país hizo que la palabra fuera deviniendo en algo despectivo. De la misma forma que con «hobo» pasó en esta década con la palabra «okie»; forma despectiva de referirse a los naturales de Oklahoma; un estado que regó especialmente la ruta 66 de desahuciados camino de California. Pulsa la siguiente flecha para volver a donde estabas. ↩︎

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Este capítulo fue publicado originalmente en Lobo Tactical el 4 de Julio de 2021.


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