Esto que te voy a contar ocurrió una fría noche del invierno del 52 y te costará creer los escabrosos sucesos que ocurrieron en los lujosos vagones Pullman de primera clase de la legendaria ruta Overland Limited, mientras la potente locomotora diésel los arrastraba por las frías y deshabitadas tierras que unen Wyoming con Utah, a través de gélida lluvia y aguanieve.
A eso de las 18:30 horas, Ricardo Kaplan, nuestro intrépido investigador, llega a la modesta estación de Green River, al sureste de Wyoming, a la espera del tren que recorre el largo trayecto entre las ciudades de Chicago y San Francisco. En su semblante es notable tanto su gusto por viajar en tren como por los antiguos compañeros de armas, veteranos de guerra, con los que se encontrará al final de la ruta, en las cálidas tierras californianas.
Kaplan, en un primer momento, se sorprende al ver a seis policías en el andén pero la situación es mucho más amable que la primera impresión. Están en actitud distendida y jovial, despidiendo a un joven de unos veinte años que permanece entre dos amplias maletas. Algunos de ellos le llaman hermanito.
Puntualmente, a las 18:55 horas, el largo y pesado tren se detiene ruidosamente con un caótico concierto de resoplidos hidráulicos frente a los pocos pasajeros que lo esperan. El frío y la humedad hacen que los vapores despedidos a presión de los frenos de aire comprimido parezcan enormes humaredas a la luz de las potentes bombillas de la estación.
Todos apuran las últimas despedidas y se apresuran al cálido interior de los vagones, escapando del frío.
Diez minutos después, el largo convoy reinicia lentamente su camino, ganando progresivamente la velocidad que necesita, que es anunciada a los pasajeros con el regular traqueteo cada vez más rápido, y ese suave movimiento de mecedora cuando cambia de vías.
Tras acomodar su equipaje y haber estado apenas quince minutos sentado, Ricardo se dirige al cómodo vagón observatorio que pone punto final al tren, donde, aunque ya no se divise nada a través de sus amplios ventanales, es un sitio muy agradable donde tomar un café o un whiskey, quizá una interesante conversación y un último cigarrillo. Para ello debe de atravesar los dos lujosos coches dormitorio y el vagón salón-restaurante que lo preceden.
Cuando apenas acaba de entrar en el primer vagón dormitorio, el revisor, saliendo de uno de esos compartimentos, resopla en notable estado de ansiedad.
—Oh, Dios mío. Qué horror, qué horror…
—¿Qué ocurre?, ¿se encuentra bien? —le pregunta Ricardo.
—Ha ocurrido algo terrible… pero usted no se preocupe, por favor, disfrute de su viaje.
Es evidente que es algo lo suficientemente grave como para no dejarlo así como así, por lo que Ricardo muestra al revisor sus credenciales de agente auxiliar del Departamento de Justicia.
—Oh, gracias a Dios que está usted aquí, señor Kaplan. Es una tragedia; nunca me había encontrado con nada igual. Acabo de empezar mi turno en Green River…
En ese momento, el joven que estaba con los policías en el andén de la estación pasa también por allí y enseguida el estado de ansiedad del revisor llama su atención. Se identifica como Bradford Wilson, agente de policía que acaba de salir de la academia y tiene su primer destino en San Francisco.
El revisor abre la puerta del lujoso compartimento girando su cabeza en dirección contraria y cerrando los ojos. Sobre la cama yace el cuerpo de un hombre de unos cuarenta años que, tanto por su incomoda postura como por la vacía expresión de su cara con los ojos abiertos, está evidentemente muerto.
Tanto el joven Wilson como Kaplan lo corroboran tomándole el pulso. El cuerpo todavía está caliente por lo que el alma del desafortunado tuvo que abandonar, seguro que a regañadientes, las comodidades de esta lujosa estancia hace muy poco tiempo.
—¿Quién es este pasajero?, señor… —pregunta Wilson al revisor.
—Crockett, Miguel Crockett, a su servicio. No sé quién es este caballero al no haber visto aún su billete; a eso precisamente venía. Iré a la oficina a buscar la lista de pasajeros.
—De acuerdo —responde Kaplan—. Señor Wilson, ¿hará el favor de acompañarle?.
—Oh, no es necesario, gracias —responde Crockett—. Estoy bien. Volveré enseguida.
Inmediatamente, Kaplan comienza a observar detenidamente los detalles, a lo que Wilson le sigue mientras comentan lo observado.
—Fíjese —dice Wilson señalando el cuello del fallecido.
—Sí —responde Kaplan—, evidentes laceraciones y moratones. No hay ninguna otra herida. Lo han asfixiado, con toda probabilidad. No ha sido con las manos; el asesino estaba a su espalda, rodeándolo con el brazo.
—Hay un poco de sangre en la nariz —añade Kaplan poco después, señalando con su estilográfica.
Mientras Wilson comienza a revisar los bolsillos, Kaplan se fija en la muñeca del cadáver.
—Su reloj se ha roto durante el forcejeo. Está parado a las 19:08. Hace sólo dieciocho minutos de eso —dice comprobando la hora en su propio reloj.
—Roger Blake. Coche 11. Compartimento B1. Chicago-San Francisco —añade Wilson tras sacar el billete de tren del bolsillo interior de la chaqueta.
Kaplan observa unos leves restos de tinta en el lateral de una mano y pequeñas magulladuras.
—Vaya —exclama el joven mientras sigue rebuscando—, es de esas personas que se compran la ropa ajustada para parecer más fornidos.
—No hay nada más en sus bolsillos —añade Wilson unos segundos después, mientras Kaplan comienza a revisar todo a su alrededor pausadamente, acariciándose la barbilla y aparentemente sin atender a las palabras de su nuevo compañero.
—Es Roger Blake —anuncia Crockett mientras entra por la puerta, con la cabeza anormalmente girada para evitar la visión del cadáver—. Ha subido en Chicago.
—Así es —confirma Wilson—. Coincide con el billete que lleva y que ya estaba sellado. Lamento decirle que ha sido asesinado.
—Oh, ya me lo temía. Qué horror —exclama el revisor.
—Hmmm… —es todo lo que exclama Kaplan mientras observa algo donde ni Crockett ni Wilson consiguen ver nada que parezca de interés.
En una mesilla, frente a una butaca, hay una taza de café aún llena en unas tres cuartas partes. El audaz investigador se acerca y coloca a escasos milímetros la palma de la mano sobre ella para comprobar la temperatura del contenido.
—Menuda manera de empezar un turno, ¿eh? —dice Wilson amistosamente al revisor, mientras Kaplan sigue ensimismado en sus observaciones.
—Es terrible, apenas acababa de llegar. En casi veinte años no he visto nada igual. He visto morir a tres ancianos en los vagones pero ¿un asesinato?. Oh, un asesinato… Y no hay nada de nada hasta Ogden; quedan varias horas hasta llegar allí.
—¿Ha visto a alguien antes que a mí? —pregunta Kaplan.
—No, señor. La oficina está al principio del vagón, justo aquí al lado, y no he visto a nadie pasar.
—¿Qué vagones tiene a su cargo? —pregunta Wilson.
—Los cinco últimos, señor.
—Yo tampoco he visto pasar a nadie y estoy en el vagón inmediato —confirma Kaplan—, por lo que es muy probable que el asesino se encuentre en estos cuatro últimos vagones en este momento. Señor Crockett, haga el favor de avisarnos si ve a alguien salir de ellos.
—Quizá haya saltado —añade Wilson—. A las 19:08 aún no íbamos a mucha velocidad y estábamos cerca de Green River.
—Sólo hay una manera de saberlo, mi querido y joven amigo —sentencia Kaplan girando la cabeza en dirección a los últimos vagones del convoy, con expresión inquisitiva.
—Intentaremos no incomodar a quienes estén descansando en sus compartimentos mientras no sea necesario —afirma Kaplan mientras caminan hacia el salón—. Señor Crockett, por favor, convoque al salón-restaurante a quienes estén en el vagón observatorio, si es tan amable.
A estas horas ya no hay nadie cenando y no hay demasiadas personas en estos dos últimos vagones.
Ya en el salón, mientras el revisor se dirige al último coche, Kaplan y su compañero observan discretamente a los pasajeros que allí están.
Un hombre muy elegante de algo más de cuarenta años, no muy generoso de estatura, que habla con marcado acento francés con otro hombre joven de algo menos de treinta, con aspecto de actor de cine y con un tono de voz muy alto y que apenas se aguanta quieto un segundo.
También hay una señora de unos setenta años vestida de forma muy ostentosa y enjoyada, con más dinero que elegancia, de la que no se separa un hombre corpulento y malencarado, aunque discreto en su voz y en sus maneras, de unos cincuentaicinco años, con traje negro y camisa blanca, al que ella llama Pete constantemente para pedirle cosas y este le contesta a todas con «sí, señora». Sin duda su mayordomo.
Algo más atrás, tras la barra de bar, está el camarero, un joven de unos diecisiete años en correcta posición militar de descanso y vista al frente al que, mientras no haya indicios, no molestaremos ya que abandonar su puesto de trabajo a la hora del asesinato habría llamado la atención de todos los presentes.
Un momento después, Crockett aparece desde el vagón observatorio acompañando a un hombre más, de unos cincuenta años, discreto en el vestir y sin nada reseñable a simple vista.
El revisor hace un gesto a Kaplan en señal de que ya están todos reunidos.
—Señora, caballeros… —dice Kaplan elevando la voz para llamar la atención de todos—, lamento decirles que algo terrible ha sucedido en esta sección de primera clase del tren hace sólo unos pocos minutos, a las 19:08 horas, y solicitamos su amable colaboración para poder esclarecer lo ocurrido.
—Oh, Dios mío, ¿Qué ha pasado? —pregunta la señora.
—Un hombre ha fallecido en extrañas circunstancias —anuncia Wilson.
—¡Un asesinato! —exclama la señora con inquietante fascinación.
—Él es el señor Bradford Wilson y mi nombre es Ricardo Kaplan, ambos al cargo de esta investigación. Les rogaría que se presenten, si hacen el favor.
—Yo soy la señora Jones-Fitzpatrick y este es Pete —dice señalando con el dedo hacia atrás, sin mirarlo—, el señor Chamberlain —se corrige a sí misma—. Es mi mayordomo y estará a su servicio: les podrá ser de mucha ayuda. Es desesperantemente perspicaz—añade sonriendo con desdén.
—Gaston Dupont, a su servicio, monsieur —añade el hombre elegante con marcado acento francés y amable sonrisa.
—Henry Porter, a su servicio, igualmente —dice el inquieto joven.

—Winston Harris —añade secamente el que vino del vagón observatorio.
—¿Alguien de ustedes conoce a Roger Blake? —pregunta Wilson—, un pasajero del primer vagón dormitorio de primera clase; del compartimento B1, el primero de todos.
Todos niegan con la cabeza y se miran entre ellos. Nadie parece conocerlo.
La señora Jones-Fitzpatrick se acerca, aparentemente con intención de hablar discretamente.
—El anterior revisor descubrió una partida ilegal de cartas organizada por el señor Dupont —dice de forma que todo el mundo la escucha, y seguramente con esa intención.
—¡Oh, mon Dieu! —exclama Dupont sorprendido—. Eso no tiene nada que ver. Estábamos jugando con dinero, lo reconozco, pero eso no me convierte en sospechoso de asesinato.
El señor Dupont se acerca a nosotros y este sí que nos habla discretamente.
—Así ha sido. Monsieur Grayson, el anterior revisor, descubrió, poco antes de llegar a Green River, que estábamos jugando con dinero y yo había organizado la partida pero fue muy caballeroso. Me llamó a su oficina para advertirme discretamente. Nada más.
Dupont gira un instante la cabeza hacia el resto de pasajeros y se acerca más hacia nosotros para hablar casi en susurros.
—Alrededor de las siete, monsieur Porter ha abandonado este vagón y ha vuelto unos minutos después visiblemente nervioso. No puedo asegurar nada pero…
Porter, que estaba atento, eleva la voz, indignado.
—¿Qué ha dicho?, ¡me ha nombrado!, ¡lo he escuchado!.
—El compartimento del señor Porter es el contiguo al de Blake, el B2 —nos confirma en voz baja el revisor Crockett—, lo he visto cuando he ido a la oficina.
—¡Oh! —grita Porter—, creí que habíamos trabado amistad, ¡maldito franchute!.
—¡No soy francés! —le replica Dupont indignado—, ¡soy Québécois!.
—¡Lo que es usted es un traidor! —le acusa Porter.
Ante tamaña afrenta, instantáneamente el semblante de ambos torna a una serena seriedad, se despojan de sus chaquetas y comienzan a remangarse la camisa, preparados a batirse en duelo pugilístico para salvaguardar su honor.
La señora Jones-Fitzpatrick aparta con el dorso de la mano a su mayordomo para poder ver el combate sin estorbos, mientras una leve sonrisa de emoción asoma en su cara.
—¡Señor Kaplan! —dice Wilson tocando con el codo al audaz investigador, ante la repentina aparición de una evidente prueba.
Cuando el señor Dupont se disponía a remangar su brazo derecho, a la vista de todos se muestra a la altura del codo de su camisa una mancha de sangre. Todos lo ven y exclaman con voces de sorpresa. El semblante de Dupont vuelve a cambiar repentinamente al darse cuenta de lo que todos están viendo.
—Oh, no, no, no, messieurs, no es lo que parece, s’il vous plaît, todos ustedes saben que yo estaba aquí a esa hora. Esto me lo he hecho afeitándome. Desde que regresé de hablar con monsieur Grayson no he vuelto a salir. Ustedes lo saben.
—Me temo que eso es cierto—confirma la señora Jones-Fitzpatrick con visible cara de decepción.
—El señor Dupont no ha abandonado este vagón desde que regresó de hablar con el revisor Grayson, a eso de las 18:55 horas, justo cuando el tren se detenía en Green River —confirma el joven camarero con postura militar, desde su posición—. El señor Porter no estaba en este vagón a las 19:08 horas.
—¡Ajá! —exclama el quebequés notablemente contento.
—¡Estaba en mi compartimento! —grita Porter.
—Yo también he salido de este vagón algo antes de las siete —afirma el hasta ahora impertérrito Winston Harris para sorpresa de todos—. He ido un momento a mi compartimento, el B3, y les puedo asegurar que he visto al señor Chamberlain entrando al compartimento B1 alrededor de las 18:50. Se lo juro por mi honor.
Kaplan y Wilson dirigen con perfecta sincronización la cabeza hacia el camarero.
—El señor Harris y el señor Chamberlain no estaban en este vagón a eso de las 18:50, poco antes de llegar a Green River —vuelve a confirmar el sagaz empleado desde su parapetada posición, como un marcial reloj de cuco que confirma todas y cada una de las horas—. El señor Chamberlain regresó alrededor de las 19:10 y el señor Harris apenas un minuto después. El señor Porter regresó sólo unos minutos antes de que ustedes entraran aquí, sobre las 19:35 horas.
—Todo lo que puedo decir es que yo estaba en mi compartimento y no sé nada más —sentencia Harris.
—Tiene fácil explicación —afirma el mayordomo Chamberlain con voz grave—. Soy ex policía de Chicago y, viendo la partida de cartas en cuestión, sospechaba del señor Dupont como un tahúr que viene a timar a la gente pudiente. Fui con intención de entrevistarle en privado en cuanto terminara de hablar con el revisor Grayson pero en vez de eso, vi al señor Dupont saliendo del compartimento B1 con otra persona, supongo que el ahora difunto; no lo pude ver porque se encaminaron hacia la oficina, en dirección contraria a mí, y el acompañante iba delante del señor Dupont. Entonces entré en ese compartimento para echar un vistazo, lo reconozco, pero no vi nada que llamase mi atención; en realidad no tenía nada contra ese hombre y no indagué más. Entonces, ya llegando a Green River, regresé al segundo vagón dormitorio y esperé a que el tren se detuviese para estirar la piernas en la estación. Ya encontraría cualquier otra oportunidad de hablar con el francés en privado. Eso es todo.
—¡No soy francés!—vuelve a gritar el señor Dupont—. Y eso es falso, ¡yo no estuve en el compartimento del señor Blake!. Si iba en dirección contraria, me habrá confundido con otra persona.
El señor Chamberlain niega con la cabeza enérgicamente.
Mientras los pasajeros discuten entre ellos, Wilson y Kaplan se retiran a una esquina para hablar en privado.
—Vaya—se lamenta Wilson—, cada vez tenemos más sospechosos. Harris y Porter no tienen ninguna coartada pero tampoco nada que los relacione con el compartimento B1. Dupont y Chamberlain sí pero aseguran tener coartadas. ¿No le parece que Chamberlain, siendo ex policía, sabría mejor que nadie como ocultar las pruebas?. No sé, parece que esto no está funcionando.
—Oh, sí —contradice Kaplan—; está funcionando a la perfección. Mi querido Wilson, usted ve pero no observa, Ya tenemos muchos más indicios que cuando entramos aquí.
—¿Ah, si? —se sorprende el joven.
—Señor Wilson, cuando el rio baja revuelto, observe y se sorprenderá de lo que trae la corriente por sí sola. No vea, observe.
La conversación se ve interrumpida por las acusaciones, ahora con intensos gritos, entre los pasajeros.
—¡…porque aquí nadie está diciendo por qué Chamberlain fue a por el señor Dupont!, ¿verdad? —grita Porter en su punto máximo de indignación—. Fue a por él porque sospechaba que había timado a la señora Jones-Fitzpatrick, que ahí, con esos aires de grandeza, también estaba participando en la partida ilegal. ¡Es más sospechoso que nadie!.
La señora ríe teatralmente.
El señor Chamberlain, con llamativa parsimonia, saca del bolsillo de su chaqueta un guante de color blanco y, cortando el aire, con él abofetea en la mejilla al señor Porter. Este, notablemente sorprendido, duda un instante cómo enfrentarse a un hombre del tamaño del mayordomo pero, justo cuando hace ademán de plantarle cara, Dupont sorpresivamente interviene empujando a los dos en direcciones opuestas con cada brazo e inmediatamente se forma un tumulto de empujones, amenazas puño en alto y traspiés pero inmediatamente Wilson, Kaplan y Crockett intervienen antes de que la cosa vaya a más.
—Oh, qu’est-ce que c’est?, ¿qué es lo que hay aquí? —dice Dupont mientras se agacha a recoger una cuartilla tirada en el suelo, a los pies de los contendientes.
—Oh, vaya, vaya —dice tras leerla—. ¡Miren esto!.
—¿Me permite? —dice Kaplan extendiendo la mano hacia él.
En la nota dice:
19:00. Reparto en mi compartimento.
90 dólares.
R.B.
—Hmmm… —murmura Kaplan al leerla mientras se acaricia la barbilla.
—Quizá este sea un buen momento para que todos muestren sus bolsillos —afirma el quebequés con expresión inquisitorial—, a ver quien tiene algo que ocultar—añade mientras vacía sus bolsillos, mostrando quince dólares y algunas monedas.
—Oh, mi querida y pequeña hoja de arce —dice con desdén la señora Jones-Fitzpatrick—, me temo que llevo mucho más que esa cantidad en mi bolso —añade, cerrando la frase con una teatral carcajada.
—¡No! —grita repentinamente Porter sacando del bolsillo del pantalón un fajo de billetes—. ¡Es imposible!. ¡Esto no es mío!.
Porter cuenta el dinero a la vista de todos, dando un resultado de noventa dólares.
—¡Voilà! —grita Dupont alegremente—. Ahora está todo claro, mi ex querido amigo. Usted y el difunto monsieur Blake eran timadores compinches —acusa señalándole muy de cerca con el dedo—. ¡Y se quedó con todo el dinero a repartir!. ¡Tueur, asesino!.
—¡No es verdad! —grita Porter—. Usted fue quien organizó la partida.
—Oui pero, ¿quién fue el primero que habló de partidas con dinero cuando estábamos charlando?.
—Y usted guarda silencio, ¿verdad? —afirma Porter mirando acusatoriamente a Chamberlain—. Estará encantado siendo hace sólo un minuto el principal sospechoso. ¿Quizá ha perdido noventa dólares?.
El joven agente Wilson, que cree estar empezando a comprender las expresiones del señor Kaplan, se fija discretamente en que en la cara del investigador parece estar aflorando un semblante que refleja cierta satisfacción.
—Caballeros —interrumpe repentinamente Kaplan, acercándose—, calma, por favor, permítanme.
Todos guardan silencio ante la inquietante interrupción.
—Estoy seguro de que ya comprendo lo que ha pasado hoy aquí y los detalles que lo han motivado. Se lo mostraré si el señor Crockett es tan amable de traer la lista de pasajeros.
—Cómo no, enseguida —confirma el revisor.
—Wilson, ¿será tan amable de acompañarle?.
—Oh, no se moleste. Vuelvo en un minuto —añade el revisor encaminándose hacia la puerta del vagón.
—De acuerdo —contesta Kaplan—. Muchas gracias, señor Blake.
—Faltaría más —contesta el revisor, pero enseguida se da cuenta de haber caído en la trampa.
Se escuchan expresiones de sorpresa entre los demás pasajeros.
—Ha dicho Crockett, ¿verdad?. No le he escuchado bien —añade nerviosamente.
—Oh, me ha escuchado a la perfección, señor Roger Blake. Me gustaría alegrarme de que esté vivo pero no a costa del inocente señor Crockett.
—Está usted en un error, señor Kaplan. Yo soy Miguel Crockett.
—En absoluto. Todos los indicios encajan ahora. Cuando le vi saliendo del compartimento parecía estar desajustándose la corbata por el estado de ansiedad pero obviamente, en realidad, se la estaba ajustando. Acababa de vestirse y no esperaba encontrarse con nadie. Actuó a la desesperada.
—Oh, menuda patraña —replica el falso revisor.
—Wilson, ¿recuerda mencionar lo ajustado de la ropa del cadáver? —pregunta mientras el joven asiente—. Sencillamente porque no era su ropa. Fíjese —dice señalando los bajos de los pantalones del falso Crockett—. Obviamente los dobladillos no están cosidos y se están desdoblando poco a poco porque le quedan largos.
—De acuerdo, soy culpable de llevar ropa que me queda grande —afirma con ironía el acusado.
—Y otra cosa más —añade enérgicamente Kaplan—. El difunto señor Crockett era diestro y usted es zurdo. Tenía ligeras manchas de tinta en su mano derecha tras firmar su llegada a la estación y el reloj en la muñeca izquierda. ¿Recuerdan la taza de café?. Tenía el asa hacia el lado izquierdo y estaba fría porque era de antes de que el señor Crockett se subiese. Era un hombre diestro en el compartimento de un zurdo. Usted es zurdo, todos hemos visto como sella los billetes y además con algo de torpeza, como si fuera la primera vez que lo hace. Y una penúltima cosa…
—Vaya, sorpréndanos con alguna otra nimiedad —ríe Blake, nervioso.
—Fíjense en la nota que ha aparecido. Las primeras letras de cada párrafo tienen la tinta corrida hacia la derecha, como le ocurre a un zurdo.
—Pues soy culpable de ser un zurdo que lleva ropa grande —vuelve a añadir teatralmente el acusado.
—Es cierto —añade Kaplan serenamente—. Todo eso son sólo indicios pero indicios que llevan claramente en una sola dirección, hasta el detalle más importante.
—¿Qué mas hay? —pregunta Blake con fingida sonrisa.
—Que responde a su nombre, como todos aquí hemos visto —sentencia Kaplan.
—Sin embargo, señor Kaplan —interrumpe Harris ahora con más interés en el asunto—, no termino de entenderlo. ¿Cuál es el móvil?, ¿por qué iba a matar a un revisor recién llegado?.
—Oh, mi querido amigo, eso me lleva a tener que darles otra trágica noticia. Estoy completamente seguro de que en este tren, no hay un cadáver, si no dos.
Todos los pasajeros exclaman sorprendidos ante tal afirmación.
—Y puedo asegurarles que ese cadáver es el del señor Grayson, el revisor a quien venía a sustituir el señor Crockett —añade Kaplan—, y está escondido en la oficina del revisor, donde el señor Blake pone tanto empeño en que no vaya nadie más que él.
—¡Oh! —exclama fascinada la señora Jones-Fitzpatrick—. Ha asesinado a dos personas.
—No, señora —contradice Kaplan—. Al señor Grayson lo ha matado el señor Dupont.
—¡Oh, mon Dieu! —exclama el quebequés—. ¿Cómo puede pensar tal cosa?.
—Vayamos a comprobarlo —propone Harris.
—Buena idea —confirma Kaplan—. Necesitamos testigos. Wilson, Harris, acompáñennos con Dupont. Si alguien mas está interesado…
—Oh, yo también —confirma enérgicamente la señora Jones-Fitzpatrick.
—De acuerdo —acepta dubitativamente Kaplan—, cuantos más, mejor. Señor Chamberlain, ¿será tan amable de vigilar al señor Blake, mientras tanto?.
La señora asiente mirando a su mayordomo, y este devuelve el mismo gesto a Kaplan.
Ya en la pequeña oficina, a primera vista no hay nada que llame la atención pero contra la pared, hay tres altas taquillas en las que puede caber un hombre adulto, de lado.
Kaplan y Wilson se miran y se entienden sin necesidad de hablar. Uno abrirá y el otro ayudará a contener el peso que seguramente caerá en cuanto se libere la cerradura.
En la primera taquilla no hay nada de interés. Al abrir la segunda, ocurre lo esperado y el cadáver del inocente revisor comienza a caer pero es detenido por los previsores investigadores que, ante las exclamaciones de los testigos y con cierta dificultad por la falta de espacio, lo colocan sentado en la silla. Las marcas en el cuello y la falta de otras heridas evidencian que también ha sido asesinado por asfixia.
Tras la revisión del cadáver, Kaplan se fija en los registros sobre la mesa.
—Fíjese —le dice a Wilson señalando un papel—. ¿Recuerda que el falso Crockett afirmó que estaba al cargo de los últimos cinco vagones?.
—Sí, eso dijo.
—Ya me parecía que no tenía ningún sentido que un revisor se ocupe de los cuatro vagones de primera clase y además del último de turista. Lo dijo al azar porque no tenía la menor idea.
El registro sobre la mesa confirma que el revisor de esta oficina está al cargo de los cuatro vagones de primera clase y los de turista le corresponden a otro.
Ya de vuelta en el vagón salón, los testigos confirman el hallazgo a los que esperan.
—Pero no encontraron nada que me relacione con ese cadáver —sentencia Dupont.
—Confieso que hasta hace poco tiempo no conseguía encadenar el asesinato del revisor Crockett con todo lo que parecía haber ocurrido —anuncia Kaplan—, pero ustedes mismos me dieron el eslabón que faltaba —anuncia Kaplan mirando a Dupont y a Blake.
Kaplan se pone cómodo sobre un sofá y continúa con su explicación.
—Cuando ustedes mismos introdujeron el personaje del compinche, con esa falsa nota convocando al inocente Porter, todo cobró sentido atando los cabos sueltos.
—Explíquese, por favor —le pide Harris.
—Cómo no, les contaré lo que ha ocurrido.
Kaplan se recoloca en el sofá.
—Cuando el revisor Grayson convocó al señor Dupont a su oficina, no fue para llamarle la atención amablemente; le advirtió que sería denunciado a las autoridades al llegar a la siguiente estación, que ya estaba muy cerca, Green River. Entonces el señor Dupont, con sangre fría, asesinó al inocente revisor; podría ser acusado de fraude interestatal si descubriesen que lo tenía todo organizado con un cómplice. El sagaz revisor se dio cuenta de que era usted un tramposo que estaba aquí para quitar el dinero a sus pudientes clientes. Entonces fue a buscar a su compinche, el señor Blake, que estaba justo al lado, en el primer compartimento, en ese momento tomando un café. Ahí fue cuando el señor Chamberlain les vio. El señor Blake, seguramente, había estado organizando, desde Chicago, otras partidas en los numerosos vagones de clase turista, por eso nadie aquí lo conocía. Ya en la oficina escondieron el cadáver en la taquilla y trazaron un plan.
—Patrañas —sentencia Dupont, mientras Blake sonríe irónicamente como si estuviese escuchando a un charlatán.
—Entonces les ocurrieron un cúmulo de desastres —continúa Kaplan—. Tenían pensado abandonar el tren en la estación de Green River, a donde ya estaban llegando, y huir, pero allí se trastocó inesperadamente su plan. Se encontraron con un nutrido grupo de policías en el andén y para colmo, un revisor que venía a relevar a Grayson. Estaban a punto de ser descubiertos por lo que trazaron un burdo y apresurado plan «b», a la desesperada. Acordaron neutralizar al nuevo revisor y preparar pruebas que incriminasen a otro pasajero y que le adjudicarían en un tumulto, Dupont volvió a este vagón y Blake abordó al nuevo revisor con alguna excusa de urgencia para que acudiese a su compartimento, y entonces lo mató con la misma sangre fría. Intercambió sus ropas y salió al pasillo, aún recolocándose la corbata, cuando de repente se encontró conmigo e improvisó. Después le pedí que fuese a la oficina acompañado por el señor Wilson y se negó amablemente, por primera vez. Seguramente no fue por miedo a encontrar el cadaver, que estaba bien escondido, si no para poder preparar esas pruebas que incriminasen a otro pasajero. Allí escribió la nota convocando al señor Porter con una cantidad de dinero fijada. Para eso necesitaban crear un tumulto que el señor Dupont intentó por dos veces, hasta que burdamente lo consiguió.
—Una historia muy interesante, monsieur Kaplan —le contesta Dupont—, pero, ¿tiene alguna prueba que pueda demostrar algo de todo lo que acaba de contar?.
—Ni una sola, todavía —le confirma Kaplan volviéndose hacia Blake—. Sólo tenga en cuenta una cosa. En la estación de Green River habrán echado en falta al señor Grayson y ya hace horas que salimos de allí; ya habrán avisado a la estación de Ogden, donde habrá gente interesada en saber por qué no bajó del tren, y ahí estará usted, señor Blake, solo ante el peligro. Cuando avisen a las autoridades, ¿es usted consciente de que le acusarán de dos asesinatos?.
El señor Blake intenta forzadamente conservar su irónica sonrisa mientras se da cuenta de que el mundo se le está cayendo encima. Entonces mira fijamente a Dupont.
—Gaston. No, no, Gaston. No pienso cargar yo con todo, de ninguna manera.
—¿Qué edad tiene usted, si me permite la pregunta? —dice Kaplan mirando a Blake.
—Treintaicuatro años.
—Con un homicidio… —duda Kaplan—, unos quince años con suerte y un buen abogado, quizá en doce o trece le podrían dar la condicional. Estaría en la calle antes de cumplir cincuenta pero con dos… amigo mío, será usted abuelo. Habrá perdido toda su vida entre rejas.
—Gaston —repite enérgicamente Blake—, no cargaré yo con todo. No, señor, no lo haré. Si no cantas lo haré yo.
Al investigador ya no le interesaba esa discusión; sabía que los asesinos no tenían escapatoria y se levantó del sofá. El señor Wilson se ofreció a informar de lo ocurrido a otro revisor para que este se lo comunicara a la estación de Ogden y de allí, a las autoridades.
Tras esta desagradable interrupción, el señor Kaplan pudo por fin culminar su empresa de sentarse apaciblemente en un sofá del vagón observatorio, acompañado de un whiskey y un cigarrillo.
Agradeció al joven camarero su inestimable ayuda para esclarecer lo ocurrido y accedió al último coche, donde se recostó sobre un cómodo sofá, con la vista perdida en la oscuridad de la noche pero la mente ensimismada en sus pensamientos.
Unos minutos después, Wilson también entra al vagón.
—La policía de Ogden estará preparada para mostrar toda su hospitalidad al melodramático dúo en cuanto lleguemos —anuncia desde la entrada.
Esta nueva interrupción no molestó en absoluto a Kaplan, ya que el joven policía le había caído en gracia desde el primer momento, aunque quizá este no haya sido un detalle fácilmente perceptible para el amable lector; sabía que llegaría a ser un gran agente y, con la mano con la que sostiene el vaso, le hizo un gesto invitándolo a sentarse.
—Vaya, ha sido sorprendente. ¿Cómo ha podido arriesgarse tanto teniendo sólo indicios?.
—Oh, eso no tiene la menor importancia, mi joven amigo. Los asesinos siempre cometen errores, Si observa, los encontrará. A falta de pruebas concluyentes, cuando todos los indicios llevan en la misma dirección, hay que usarlos para lograr lo único que es más poderoso que una prueba, enfrentándolos a sus errores.
—¿Más poderoso que una prueba?, ¿qué hay más…?. Oh, claro, la confesión.
—Elemental, mi querido Wilson.
FIN
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Todos los relatos, biografías, imágenes (salvo las que se indica una autoría diferente) y archivos de audio en esta web están protegidos con Copyright y licencia Creative Commons: Mundo Kaplan, propiedad de Luis Polo López, tiene licencia CC BY-NC-ND 4.0
Me ha gustado, Luis.
Tu «hermano Kaplan» tiene buen olfato de detective.
Un relato muy a lo Hércules Poirot, de Agatha Christie.
Eso que parece lo mismo: «ver» y «observar», tiene su intríngulis en tu bien confeccionado texto
Un saludo afectuoso
Antonio
Muchas gracias Antonio por dedicarle un tiempo a leer el relato.
Un honor recibir el comentario de un escritor al que admiro.
¡Gracias!
Gracias por tu admiración hacia mi escritura, pero tú te desenvuelves en ella de maravilla. Es más, sabes que te he leído otros relatos de tu web, bueno pues te estás superando. Este del asesinato en el tren es fantástico, con infinidad de matices significativos que hace que el lector se meta en el texto y parezca que es un personaje más; que, para mí, esa es una de las claves más importantes para un escritor que se precie. Te sigo leyendo, amigo Luis
Un saludo afectuoso