—¿Sus hijos? —le pregunto asombrado—. ¿Cómo es posible que nadie en el pueblo sepa de su existencia?.
Esta revelación hace que un sinfín de preguntas se arremolinen en mi mente como un enjambre de abejas. Tiene cierto sentido que si nadie conoce a esta mujer, tampoco conozca a sus hijos. Pero que aparentemente tengan objetivos opuestos y hasta enfrentados… Ahora recuerdo al predicador gritando contra ella cuando estábamos en el bar. Sin embargo son enfrentamientos familiares y estos pueden ser mucho más complejos y cruentos que cualquier otro.
—Es una historia difícil. Verá —contesta ella con un renovado vigor en su voz—. Nos vinimos a vivir aquí en el año 26, siendo nuestros hijos ya adultos. Veníamos de Chicago. Mi marido, Ben, participó en la Gran Guerra. Era una persona muy sensible y ver todo aquello le afectó mucho. Para colmo, en aquéllos años esa ciudad era un antro de corrupción y muerte. La mafia y toda esa basura moral que se extiende como el olor del estiércol. El Outfit, ya sabe, Capone, Torrio y toda esa gentuza [pulsa el 1 para ver nota]1. Nuestros hijos empezaron a tontear con ese mundo, haciendo recados aquí y allá para un clan irlandés, que es nuestra sangre, hasta que nos enteramos y ambos dijimos, «hasta aquí llegamos». Perdimos la fe en la sociedad y así acabamos en medio de las montañas, alejados de la civilización. Fue nuestro intento de salvar a nuestros hijos y al principio fue bien pero la civilización nos buscó y nos acabó encontrando hasta destrozar nuestras vidas de la forma más cruel y humillante.
La señora Washington vuelve con el té, que nos sirve en una taza y se sienta a escuchar en silencio.
—Poco más de un año después de llegar aquí, apareció el primer cadáver en Old Faithful. En aquél momento nosotros ni siquiera nos enteramos hasta varias semanas después y no supimos nada más de ese tema hasta los nueve meses, cuando apareció el segundo y vino por aquí un Ranger a husmear. En realidad por su visita fue por lo que nos enteramos de que apareció ese segundo cadáver. Se encontró con mi marido ahí fuera, le hizo algunas preguntas y ni siquiera se enteró de que tenía familia.
Hace una pequeña pausa y, negando con la cabeza mientras fuerza una leve sonrisa, continúa.
—Mire cómo son las cosas que, tras un tiempo, cuando apareció el quinto, mi marido llevaba una semana con una pierna rota, todo el día en cama o sentado en el porche sin poder hacer nada y sin embargo, a los pocos días, empezó el acoso pero al principio era de poca importancia. Parecía más una cosa de jovenzuelos con tiempo libre. Luego, poco a poco todo se iba calmando hasta que volvía a aparecer otro cadáver. Fue a partir del octavo cuando la cosa se puso fea de verdad. Un día, en las últimas horas de la tarde, alguien a quien ni siquiera vimos lanzó una piedra contra una ventana, gritó «¡Ben Henry, asesino!» y salió corriendo. Mis hijos salieron a por él pero ya no lo alcanzaron. Eso se repitió una o dos veces más y después empezaron a matar a nuestros animales. Los encontrábamos por la mañana, decapitados o colgados de un árbol con notas de amenaza. Para protegernos, Ben nos mandó a Livingston con un familiar; la hermana de Lorie. «Hablaré con ellos y lo arreglaré», dijo.
Inclina hacia atrás la cabeza y respira hondo antes de darle un sorbo al té. Aflora un ligero temblor en sus manos que, al volver a colocar la taza en su plato, provoca que lo haga de forma imprecisa y ruidosa.
—Fue una mezcla de casualidad y falta de interés el hecho de que no se enteraran de que nosotros existíamos —continuó diciendo—. No querían saber nada, sólo querían condenar y Ben era un blanco fácil para ellos. Era un hombre pacífico y dialogante, y parece que eso les enervaba todavía más porque no les daba motivo. Aquello no tenía ningún sentido. No sabemos ni cómo empezó que condenaron a mi marido. No tenían ni un sólo motivo para sospechar de Ben salvo el miedo a que el asesino fuera uno de los suyos; el vecino al que ven todos los días. A ese lado no querían mirar. «Está aquí pero no es de los nuestros, por lo que tiene que ser culpable», debían de pensar. Yo, en ese tiempo en que estábamos en Livingston, vine a visitarle una vez y me dijo que se había acercado al pueblo a hablar con ellos pero no atendían a razones. Se arremolinaban a su alrededor y ni siquiera escuchaban lo que les decía, como una jauría de perros rabiosos. Ya estaba pensando en marcharse de allí también pero como faltaba poco para que llegara el mes en el que se suponía que aparecería el noveno, dijo que había ideado un plan para ver quién dejaba aquéllos cadáveres. Aún creía en la justicia de los hombres. «Si no consigo averiguarlo, me marcharé con vosotros», me dijo. Cinco días después, lo apalearon salvajemente y lo colgaron de un árbol. Desde aquél día no consigo quitarme de la cabeza la idea de esos minutos del pobre Ben, indefenso, siendo linchado por el mismísimo Satanás en forma de jauría humana. Es algo con lo que todavía tengo pesadillas.
—El rencor, el miedo y el dolor hizo que no quisiéramos volver a pisar ese lugar y le encargamos los trámites a un abogado de Livingston.
—Es sobrecogedor lo que está contando, señora Henry —le digo—. Lamento que haya tenido que pasar por eso. Y es frustrante que su marido no llegara a llevar a cabo su plan.
—En realidad no sé si lo llevó a cabo —contesta ella—. A veces me pregunto si el desencadenante no fue que se enterase de algo. Nunca lo sabremos y la incertidumbre de tantas cosas sin resolver me reconcome. Imagínese. Usted es quien está matando pero linchan a otro pensando que es él el asesino. Si a partir de eso deja de matar, se garantiza la impunidad. Todo el mundo pensará que han resuelto el caso y no buscarán más. Quizá el asesino de verdad se marchó lejos y mató a más personas en otros lugares. Esta libre por culpa de esta gente.
—Es cierto —añado yo—. Ahora le veo el sentido. Sus hijos están vengando la muerte de su padre.
—Exactamente —contesta ella—. Venganza. Están matando a los hijos de los que piensan que mataron a su padre. Después de aquello, mi hijo mayor, Del; sus nombres de pila no los han cambiado, son Delbert y Ronald. Como le decía, Delbert empezó a obsesionarse con aquello. No había día que no hablara de este tema. Al principio pensé que era normal, por el trauma, pero iba cada vez a más. Pasaban los años y, en vez de calmarse, empezó a decir que volvería allí y que las pagarían. Yo intenté razonar con él pero no había forma de quitárselo de la cabeza. Quizá haya sido un error mío no haber tomado en serio sus amenazas antes pero nunca piensas que tu hijo sea capaz de algo así. Y Ron no es para nada tonto pero siempre se ha dejado mangonear por su hermano mayor; lo tiene en un altar. Y además, Del es extraordinariamente persuasivo. Tiene un don para eso. Sería capaz de venderles agua salada a los peces del mar. Un día me dijo que tenía que recorrer ese camino, el de la venganza, y que no me interpusiera. Que si no estaba con él estaba contra él. Pero claro, yo no lo podía permitir y se apartaron completamente de mi, no sin antes amenazarme para que no hiciera nada. Se marcharon de casa y les perdí por completo aunque seguían en el pueblo. Habrán estado un tiempo planeando y preparando todo esto, supongo. Me ha sorprendido ver a Delbert haciendo de predicador.
—¿No sabe cómo están llevando a cabo los asesinatos? —le pregunto.
—No, señor Kaplan. Lo siento. Yo le puedo asegurar que son ellos pero no tengo la menor idea de cómo lo hacen. Yo sólo quiero que me vean, a ver si hay una chispa en su interior que les pueda despertar algún remordimiento por lo que están haciendo.
—¿Alguno de sus hijos tiene conocimientos sobre plantas?, ¿sobre botánica? —le pregunto.
—Ambos lo tienen, Cuando vinimos a vivir aquí tuvimos que aprender mucho. Éramos de ciudad. Pero si se refiere a algo más que plantar ajos y cebollas, entonces será cosa de Delbert. Él, cuando vinimos, leía muchos libros sobre agricultura, horticultura, caza… Lo comprendía todo muy fácilmente. Ese Delbert al que ha escuchado en el bar cuando usted llegó, no es el Delbert de verdad. Está interpretando un papel y es capaz de llevar a la gente a donde él quiera que vayan haciéndoles pensar que están haciendo justicia; que están en el lado bueno. No le será fácil atraparlo.
Todas las piezas encajan muy claramente ahora. Sin embargo, lo que más temía es lo que aparenta que está pasando. Están envenenando a las víctimas con ricina y eso no lo podemos probar. Si no conseguimos una confesión, no podremos hacer nada y la antigua historia se repetirá.
Convoco al Ranger Thornhill y a Josías en la pequeña oficina para ponerlos al día sobre esta novedad. Les cuento todo detalladamente y estamos de acuerdo en que la historia que cuenta la señora Henry parece consistente y fiable.
—¿Cuál de los dos sería más probable que cante en un interrogatorio? —pregunta Josías.
—Parece que Ronald tiene una personalidad más débil —contesto yo—, sin embargo eso puede que implique también una lealtad ciega hacia a su hermano, haga lo que haga. Los menos listos tienen las ideas más claras.
—Así pienso yo —añade Thornhill—. Hablando con ellos sin más no dará resultado, créanme. Tengan en cuenta que, al no tener pruebas para detenerlos, no podemos hacer un interrogatorio. Tendría que ser una entrevista voluntaria y a la mínima que alguno de los dos se sienta intimidado se largará con todo el derecho. Tenemos que pensar en otra forma.
—Ron ha cometido varios errores —añado pensando en voz alta—. Nos ha dado un apellido para burlarse de nosotros sin tener en cuenta que eso lo convertiría automáticamente en sospechoso. Nos ha dado como suya la dirección de la tienda de suministros agrícolas, que es donde probablemente compran las semillas de ricino. El Servicio Postal de Livingston, donde han vivido, podría tener relación también; se sabe el número de memoria.
—Sin embargo eso tampoco nos sirve para acusarlos formalmente —contesta el Ranger.
—No, no pensaba en eso. ¿Qué es lo que más daño podría hacerle al predicador como para poner patas arriba su plan?. Que sus fieles se pongan en su contra, ¿verdad?.
—Sí —contesta el Ranger—, sin duda. Pero, ¿cómo piensa hacer eso?. Están entregados a él. Por más que les digamos no conseguiremos nada.
—No, con palabras no los convenceremos pero quizá haya algo mejor que eso…
El templo del predicador está casi pegado a su casa. Tanto que con la espalda apoyada en uno podrías tocar el otro con solo levantar el brazo. Son dos edificios blancos de madera casi del mismo tamaño excepto por el frontón coronado por la cruz del templo, que sobresale hacia lo alto y lo hace parecer más grande de lo que en realidad es. Están a las afueras del pueblo y con el día nublado y oscuro que está, tienen un aspecto incluso lúgubre y tenebroso.
A través de las ventanas se ven dos filas de tres bancos cada una en la que caben cinco personas por banco, y además se ve a seis personas de pie y probablemente alguna más oculta tras las paredes. Más de treinta y seis fieles y se le está quedando pequeño. Casi la mitad de la estancia es para el pequeño atril del predicador y para sus teatrales idas y venidas, haciendo aspavientos con los brazos.
A la poca distancia a la que estoy, muy cerca de los tres escalones de acceso a la puerta de entrada, se escucha claramente todo lo que dice.
—Y ahora los que se hacen llamar autoridad tienen a dos nuevos siervos.
—¡Si! —contestan todos al unísono.
—¿Y sabéis para qué los traen?. ¿Lo sabéis?.
Se hace un silencio mientras camina muy lentamente entre los bancos, mirando fijamente al azar a varios de los fieles.
—¿Para qué, Predicador White?. ¿Para qué los traen? —se escucha preguntar a una tímida voz de hombre.
El predicador hace otro teatral silencio hasta que, tras unos segundos, contesta en voz baja.
—Para cegaros, mi querido Guillermo. Para volveros ciegos.
Se da la vuelta y camina hacia el atril pero tras unos pasos, se gira y apunta con el dedo.
—Intentarán poneros en mi contra para que no veáis la verdad. Intentarán manipularos —dice elevando el tono poco a poco —. ¿Os dejaréis manipular?.
—¡No! —contestan.
—No os he escuchado. ¿Permitiréis que os manipulen con sus tretas? —pregunta casi a gritos.
—¡No!. ¡No, Predicador!.
—¡¿Permitiréis que sus siervos oculten la verdad que Dios nos ha mostrado?!. ¿¡Que los que dejaron al malvado Ben Henry matar libremente os nublen la visión que nos ha dado Dios?!.
—¡No!.
—Marcos, capítulo 15, versículo 14. ¡Crucifícale! —dice abriendo mucho los ojos mientras mira fijamente a varios fieles—. Pues, ¿qué mal ha hecho?, preguntaréis. Pero ellos gritarán aún más, ¡Crucifícale! —dice alzando los brazos a modo de crucifixión.
—¡No! —gritan todos.
—¿Me crucificaréis?.
—¡No!.
—¡¿Me crucificaréis!? —repite a gritos.
—¡No!, !no!, ¡no! —gritan todos repetidamente mientras el predicador, aún en la postura de la crucifixión, gira la cabeza hacia arriba cerrando los ojos, mientras todos siguen gritando y negando.
Cuando las voces se empiezan a apagar, el predicador vuelve a calmar su tono.
—Pues en ellos veréis el Génesis. Y Jacob engañará a su propio padre, Isaac, que está ciego, vistiéndose con las pieles de su hermano, Esaú. Eso quieren. Que seáis Isaac. Id en paz.
Poco a poco la gente se va levantando, formando un murmullo de voces y de pasos en el suelo de madera mientras se acercan a felicitar al predicador por su sermón, antes de dirigirse hacia la puerta de salida.
Cuando la puerta por fin se abre, los dos primeros fieles, hablando entre ellos no reparan al principio en nuestra presencia, pero al salir el segundo grupo nos ven y empiezan a dar voces de indignación.
—¡Predicador! —grita uno—. Ya están aquí para revelarse tal y como usted dijo —dice mirándonos con gesto de desprecio.
Tanto los que aún están dentro como los de fuera, forman un pasillo para dejar pasar al predicador hasta el borde de las escaleras.
Conmigo pero a una cierta distancia, hacia atrás, están el Ranger Thornhill, los Sheriffs de los condados de Gallatin y de Park, y Ronald, el hermano del predicador. Los escolta un contingente de diecisiete policías armados con porras y escopetas. Un poco más atrás, aparcado al borde del camino, hay un furgón blindado.
—¡Falsos mentirosos! —grita uno—. Váyanse de aquí.
Varios de los más corpulentos se juntan al predicador como una guardia pretoriana.
—¡Manipuladores! —grita otro—. Sabemos muy bien lo que pretenden.
—Vaya, vaya… ¿qué tenemos aquí? —dice el predicador desde lo alto de las escaleras, con voz calmada y una media sonrisa, aunque en su expresión se vislumbra un gesto de desconcierto al ver que su hermano también está con nosotros—. Usted es el señor Kaplan, ¿no es verdad?. El Señor me ha revelado su identidad. Un abogado fracasado que echaron de Los Angeles. ¿Lo veis?. Hasta los ángeles le han dado una patada en el trasero.
Toda su congregación ríe.
—Señor White —le digo—, me gustaría hablar con usted a solas, si tiene un momento.
—¿A solas? —contesta—. ¿Tiene algo que ocultar?. ¿Acaso le preocupa que le escuche el pueblo?.
—A mi no pero quizá a usted sí —le digo mientras dejo ver que en mi mano llevo una fotografía de modo que él la pueda distinguir desde donde está.
Ayer, después de la reunión con el Ranger y con Josías, fui a visitar a la señora Henry. Quería saber si tenía fotografías familiares en las que se viera al menos a Delbert y a su padre, Ben, juntos. Al principio lo negó aunque visiblemente nerviosa. Ya había pensado en la posibilidad de usar las fotografías para destapar a sus hijos pero temía que fueran linchados igual que hicieron con su padre. Ese hecho supone un trauma insoportable para ella pero le expliqué que si se la mostramos sólo a él, a modo de persuasión, por miedo a quedarse sólo ante la multitud no le quedará más remedio que confesar. Le garanticé que sería detenido con medidas de seguridad para que nadie pueda hacerle daño. De ese modo, accedió.
Ella tenía una cámara fotográfica y le gustaba usarla a menudo. Tenía decenas de fotografías de la familia junta. Buena parte de ellas en la cabaña de Yellowstone, con los hijos ya adultos en las que se reconoce claramente a los hombres que son hoy. En la que elegí, se ve en primer plano a Ben con Delbert a un lado y Ronald al otro, sonrientes, con la cabaña detrás.
Mientras tanto, Thornhill habló con el Sheriff del condado de Park, donde está el pueblo de Livingston, y con los nuevos datos fue muy fácil encontrar la pista de Ron hasta dar con él en menos de dos horas. Hasta hace un año había estado trabajando en la oficina del Servicio Postal con el nombre de Ronald Clayman. También pudo obtener la confirmación de que los dos hermanos habían comprado semillas de ricino en la tienda de suministros agrícolas.
En cuanto le enseñamos la fotografía y le preguntamos sobre las semillas, cerró la boca y no volvió a decir nada. Le explicamos lo que está a punto de ocurrir y las consecuencias de no colaborar.
Thornhill contó que a los dos Sheriffs, habitualmente cuando sale el tema de las muertes en Old Faithful les suelen surgir repentinamente otras obligaciones que tienen que atender con urgencia pero esta vez, en cuanto se les explicó cómo estaba el caso y se les solicitó que participaran en el desenlace, estaban encantados y hasta casi se podría decir que emocionados. Especialmente el de Gallatin al estar en su jurisdicción.
En un primer momento, supongo que por inesperado, el predicador no reconoce la foto pero inmediatamente su expresión cambia radicalmente. Su petulante sonrisa se convierte en una mueca de esfuerzo para mantenerla visible ante sus fieles mientras su mente en tensión sopesa una evasión desesperada.
—Si lo prefiere, podemos seguir hablando aquí de la identidad de cada uno—le digo.
—Bueno —responde inmediatamente—, la justicia divina está de nuestro lado y no temo caer en sus tergiversaciones. Le daré unos minutos si es lo que desea. Pase. Aquí todo el mundo es bienvenido. Al entrar en este templo quizá se convierta usted al lado de la verdad —dice mientras mira sonriendo a sus fieles, que también sonríen a sus palabras.
Entramos y el predicador cierra la puerta detrás de mi. Al otro extremo de la estancia, detrás del atril, en la esquina izquierda hay una estrecha puerta de salida. Damos unos pasos hacia dentro pero dejo que el predicador se adelante de forma que yo quede entre él y la puerta principal.
—Bien, dígame. ¿Qué pruebas tienen? —me pregunta—. Lance sus mentiras contra mi. ¿Tienen algo que me relacione con esas muertes?. Porque si no es así no me pueden detener. Tendrían que tener una verdad para eso pero no la tienen, ¿a que no?. Esa fotografía no es prueba de delito alguno.
—No dirigirá mi argumentación, señor White —le contesto—. Eso no le funcionará conmigo. En este momento el Sheriff está mostrando todas las fotografías familiares en las que aparece usted con su padre, Ben Henry, a toda su congregación, y también cuál era su apellido en la época de esas fotos. Lo que están viendo es la primera verdad tangible que tienen estas personas. Mientras las ven, tienen también a su hermano, Ron, delante, que también sale en las fotos. Les será muy fácil entenderlo todo ahora. Incluso están viendo alguna foto en la que también aparece con su madre; esa indefensa mujer a la que todo el pueblo ha visto y contra la que también lanza sus repugnantes patrañas.
El predicador camina erráticamente de un lado para otro con las manos enlazadas a la espalda, visiblemente nervioso pero guarda silencio. De repente, se apresura hacia la puerta trasera pero sé que esa salida está cubierta y no podrá escapar.
Al abrirla, los policías que la cubren hacen un ademán de sacar la porra sólo para que sepa a lo que se enfrentará. El predicador se gira lentamente, mirándome de reojo, mientras vuelve a cerrar la puerta. En su frente se hace visible el sudor.
—Tiene usted razón en una cosa —le digo—. No tenemos pruebas para acusarlo de ser el autor de los crímenes por lo que tenemos dos opciones. La primera es que yo salga por esa puerta y todos nos marchemos, dejándolo a usted sólo ante su congregación, si es que en este momento aún quiere llamarles así. La segunda es igual de sencilla. Sólo tengo que dar un aviso al Sheriff y saldrá usted de aquí protegido por todos esos policías. Le meterán en el furgón blindado y nadie les hará daño, ni a usted ni a su hermano. Si confiesan, serán enviados a una prisión lejos de este lugar. Si no, ya sabe —le digo arqueando las cejas.
El predicador, desde donde está, mira hacia una de las ventanas que dan a la parte delantera. Se ve cómo los policías comienzan a formar un cordón separando a la gente hacia un lado pero ya nadie les dice nada. Están mirando hacia este edificio con gesto desafiante.
—Malditos sean —dice finalmente—. Al menos les he dado a probar de su propia maldad. Ya saben lo que se siente. Dígame, ¿acaso no lo merecían esos malnacidos?. Sea sincero.
—Ha matado usted a gente inocente, señor White. Esa última chica que mató apenas acababa de nacer cuando lincharon a su padre. No hay justicia ahí. Si se hubiera centrado en descubrir a los asesinos para llevarlos ante la justicia, yo sería el primero en ofrecerle mi ayuda. Ni siquiera sabe quién participó y quién no en aquél linchamiento. En los registros de la época se asegura que, además de las de su padre, las pisadas no indicaban la presencia de más de cinco personas.
—Diga lo que quiera —responde— pero yo me doy por satisfecho. Todos son culpables. Me gustaría haberles devuelto más dolor pero con esto me vale. Avise al Sheriff.
Cuando salimos al exterior el silencio es sepulcral. Unos leves rayos de sol atraviesan las nubes iluminando el pequeño espacio cementado del atrio con una luz blanquecina que se refleja en las claras paredes del templo de forma cegadora. Sus antiguos fieles, separados a cierta distancia por el cordón policial, le miran en el más completo silencio mientas avanzamos hacia el furgón. La expresión en sus caras no necesita palabras para entenderla.
El silencio sólo se ve roto por uno de ellos que, pegándose a las porras que utilizan los policías para cerrar el cordón, se inclina hacia delante y escupe ostentosamente al suelo, al paso del predicador.
Josías me invita a un último bourbon en el pueblo antes de marcharme de vuelta a mi casa. Volvemos a aparcar en el bar donde esta historia comenzó. Tanto él como su esposa aún están preocupados por las consecuencias que todo esto podría tener en su relación con sus nuevos vecinos.
Cuando nos disponemos a entrar, vemos que Thornhill también llega en su coche y le esperamos. Supongo que hoy podrá disfrutar del día libre que no pudo tener.
Al entrar, todos en el bar saludan pero de una manera más fría y distante que la primera vez que viví esta misma situación.
Unos segundos después de que el camarero nos sirva, este se acerca a nosotros al otro lado de la barra.
—Caballeros, están invitados a esta ronda —dice haciendo un gesto con la cabeza hacia el fondo del bar, donde hay seis hombres sentados a dos mesas.
Los tres levantamos los vasos hacia ellos a modo de agradecimiento.
Los seis hombres levantan sus jarras de cerveza hacia nosotros a modo de brindis y afirmando con la cabeza.
Josías no puede evitar asomar una sonrisa en su cara. Le da un sorbo al bourbon con un ligero temblor en su mano por la emoción contenida.
Pocos caminos hay que sean fáciles de recorrer pero los obstáculos hacen que su consecución sea más placentera. Es muy agradable recorrerlos en compañía de personas que son tan sensibles al bien como al mal.
FIN
¿Te gustó?. Ayúdame a seguir escribiendo
Todos los relatos, biografías, imágenes (salvo las que se indica una autoría diferente) y archivos de audio en esta web están protegidos con Copyright y licencia Creative Commons: Mundo Kaplan, propiedad de Luis Polo López, tiene licencia CC BY-NC-ND 4.0
- Chicago Outfit, o simplemente The Outfit, es el nombre con que se conoce al mayor sindicato del crimen organizado, o familia, que haya tenido nunca la mafia ítalo-estadounidense. Lo llevaron a lo más alto en los años veinte sus líderes de la época, los famosos Al Capone y Johnny Torrio. Un informe de una comisión del Senado de los EEUU, según lo que pudo documentar, calculó que en la década de 1920, la mafia (contando todas las familias), además de sus habituales extorsiones, mataba a una media de 60-70 personas al año sólo en Chicago. Pulsa la siguiente flecha para volver a donde estabas. ↩︎