El Blues de Billy Wells - Retrato

El Blues de Billy Wells

Cuando entro a la gran sala de fiestas casi todos me miran. Muchos de los de mi quinta vienen a saludarme gritando mi nombre por encima de la música y con una gran sonrisa. Se acercan casi se diría que compitiendo para ver quien formará parte de mi grupo. Muchas de las chicas, sentadas, me miran y sonríen con timidez. Con la mano esconden la boca mientras le susurran algo a alguna amiga a su lado.

Llegué un poco tarde adrede, para asegurarme de que todos me vieran entrar y provocar esta situación.

Soy, se podría decir que un tipo con éxito. Con mucho éxito. Todo el mundo quiere estar conmigo y soy el centro de atención allá donde vaya sólo por estar. Pero, ¿sabes qué?. Hace apenas un año yo era todo lo contrario a esto. Era lo que se suele llamar un pringado; un don nadie. Un tío anodino con apenas un par de amigos y al que las chicas no mirarían ni aunque chocara de narices con ellas.

Seguramente ahora estarás pensado en qué habrá pasado para que mi vida haya mejorado tanto en tan poco tiempo pero la verdad es que me gustaría tener una máquina del tiempo para ir un año atrás y volver a ser el de antes. Volver a ser nadie y tener sólo aquéllos dos amigos que valían por mil.


Hace poco más de un año, en Abril del 53, yo tenía diecinueve años. La mañana en la que mi vida cambió, mi madre me gritó para que bajara a desayunar y yo bajé. Aún no te haces a la idea de cuanto.

Apenas estoy empezando a desayunar y ya empiezan los gritos entre mi madre y mi padre. Todos los santos días igual, a todas horas. Es como algo mecánico. Ni siquiera podría decirte por qué empezó la discusión. Cualquier tontería les vale para descargar todas sus frustraciones vitales el uno en el otro. Se culpan mutuamente por su vida sin darse cuenta de que en realidad el problema se lo están provocando ellos a sí mismos.

Mi padre es un auténtico cabrón malnacido con la mano muy suelta y el codo muy ágil. Parece que el alcohol le da todo lo que siente que la vida le debería de haber dado y no le dio. No sabría decirte de ningún momento en mi vida en que me haya sentido unido a él como padre e hijo. Pero a mí no me zurra ni la mitad de lo que le zurra a mamá. Algún día se las haré pagar todas juntas pero todavía no sé cómo porque no soy un tío, que se diga, muy grande. No soy de los que suelen salir bien parados en una pelea.

Mi madre es una buena persona pero tanta guerra y tantas zurras la han acabado convirtiendo en alguien sin el menor interés por nada de lo que la rodea. Simplemente está por estar y no moverá un dedo para remediarlo.

Cuando era pequeño yo era su vía de escape; su oasis de belleza en la vida, pero ahora que ya he crecido y he perdido la inocencia infantil, sin quererlo le he quitado lo único que ella creía que tenía y parece que me culpa por eso.

Acabo de desayunar lo más rápido que puedo y me largo a «mi sitio». Hoy libro en la maderera. Una vez por trimestre nos toca un día libre para cuadrar los turnos.

«Mi sitio» es como llamo mentalmente a un lugar al que me escapo para desertar de la guerra perpetua de casa. Es una pequeña pradera muy tranquila atravesada por el arroyo Cache que hay justo al salir del pueblo, por un camino que se adentra en dirección a las montañas siguiendo el curso del arroyo. No es que sea especialmente bonita pero hay algo en ese sitio que me da paz. Por lo menos hasta ese día me la daba.

Como está muy soleado para la época que es, decido llevarme la caña de pescar y me paso por el bar de Sully para que Marge me haga unos sandwiches para llevarme de comida y pasar el día entero allí. El caso es que ya hacia última hora de la tarde, cuando estaba a punto de volverme a casa, escucho que viene alguien a caballo por el camino a toda velocidad en dirección al pueblo. El camino por ahí está resguardado a ambos lados por una pequeña arboleda y yo estaba sentado, apoyado en uno de esos árboles pero de espaldas al camino. Al principio no le di importancia. Estaba tan a gusto ahí que ni siquiera miré quién podría ser pero cuando llega a mi altura, escucho que el caballo se detiene y vuelvo la cabeza para mirar.

Es un hombre muy extraño, tapado con una manta, con una venda en la cabeza y con la ropa sucia y hecha trizas, que se baja del caballo con un maletín de madera que parece pesado. Es como los de las máquinas de escribir pero eso no es una máquina de escribir; es más grande. Entre el árbol en el que me apoyo y la maleza al borde del camino, él no me ve. Estira el cuello para mirar detenidamente en la dirección en la que vino, tira del caballo y se adentra unos cuantos pasos en la arboleda, al otro lado del camino. Lo hace apresuradamente.

Veo que rebusca por el suelo hasta que empieza a separar hierba y ramas para meter el maletín en una pequeña hendidura entre el suelo y un árbol, y después taparlo con las ramas y la maleza. Mientras lo hace le escucho decir algo incomprensible en un idioma que no conozco. Se quita la venda de la cabeza y la manta, y también las esconde entre la maleza.

Sale otra vez al camino, vuelve a mirar en la dirección por donde vino, se monta en el caballo y sale disparado hacia el pueblo.

La curiosidad me dice que vaya a mirar qué hay en el maletín pero el instinto me dice que no me meta; que quizá esto podría ser un problema de los malos.

En mi cabeza hay una discusión entre la curiosidad y el instinto y varias veces hago el amago de levantarme pero me lo vuelvo a pensar hasta que, unos diez o quince minutos después, escucho otros dos caballos que vienen también en dirección al pueblo y se detienen también cerca de donde estoy. Lo suficiente como para escuchar claramente todo lo que dicen [pulsa el 1 para ver nota]1.

Uno es un tío trajeado que se apellida Cooper y el otro es un viejo enorme. Kaplan. Es de por aquí; me suena haberle visto varias veces por el pueblo.

El viejo se pone a contarle al otro cosas sobre su hijo. Que si estuvo en la guerra e hizo esto y aquello, que es abogado y que está sobradamente capacitado para participar en el caso. Entones se refiere al tal Cooper como «agente».

Tras otros diez o quince minutos, aparecen otros dos a caballo. Otro tío de traje, también grande, y el hijo del viejo, que es como una versión paleta de Errol Flynn. También lo conozco de vista.

Empiezan otra charla entre los cuatro. Los dos trajeados son agentes de la CIA y están persiguiendo al tío raro que escondió el maletín, que resulta que es un espía ruso. Todas las luces apuntan a que me muestre y les cuente lo del maletín pero en ese momento, luces es lo que me faltaron a mí.

«Ese maletín tiene que tener mucho valor, tenga lo que tenga dentro, y lo que tiene mucho valor se puede vender por mucho dinero», pienso yo en ese momento. Ese maletín me podrá sacar de esta bazofia de vida. Mi billete sólo de ida.

Cuando se van, desentierro el maletín. A la vista parece de madera pero es decorativo; en realidad es metálico. No tiene un cierre de seguridad y se puede abrir fácilmente. Dentro hay lo que parece una radio, y cables, fusibles y antenas plegadas. Lo llevaré a casa. En el trabajo hay un tío que anda metido en trapicheos. Le preguntaré con quién podría hablar que pueda estar interesado en comprarlo.

Al día siguiente se lo comento a mis amigos, Roger y Vinnie, con toda la ilusión por algo que me dará una vida mejor pero lo que recibo es todo lo contrario a lo que esperaba. Los dos me dicen que no me meta en eso, que es algo «chungo» que no puede acabar bien y que se lo debería de entregar a la policía. Me parece increíble que no se alegren por mí ni me apoyen. «Egoístas envidiosos», les llamo, y nos acabamos enfadando. «Déjalo, Billy. Si te metes en eso no cuentes con nosotros», me dicen ellos. «¿Amigos para esto?», pienso yo. Que os den.

Le digo a mi compañero de la maderera que tengo algo de mucho valor para ver si conoce a alguien que pueda querer comprarlo y me da el contacto de un tío de Idaho Falls. «Es alguien que maneja cosas grandes. Él te puede pagar mucho dinero si lo que tienes lo vale. Llámalo y dile que vas de mi parte pero más te vale no dejarme quedar mal», me dice.

El sábado por la tarde voy hasta Idaho Falls en el coche y lo llamo por teléfono. «Ven a mi local y enséñame lo que tienes», me dice.

Ni de broma me meteré con esto en su guarida. Le cuento lo que tengo y que vale cinco mil dólares. Lo tengo todo preparado. Lo cito para por la noche a las afueras del pueblo. Escondo el maletín en la cuneta de la carretera y hasta que no vea el dinero, no habrá maletín.

Cuando llegan, me fijo en que al bajar del coche se coloca disimuladamente algo en la trasera del pantalón. Sin duda, una pistola. Es un tío de cuarenta y tantos años con una perenne y pedante falsa sonrisa, repeinado y con ropa muy cara. Viene acompañado por un matón malencarado, un auténtico gorila que parece que ni sepa hablar y que ni dos de mí ocuparían el espacio que él ocupa.

Intento envalentonarme y le pregunto por el el dinero. «Chaval, no vas a ver un centavo antes de que yo vea lo que traes», me dice, y entonces le amenazo con irme. El matón que le acompaña se acerca a mi coche e inspecciona visualmente el interior, tras lo cual le hace un gesto de negación a su jefe. Luego los dos se acercan a mí demasiado con intención de intimidarme y, aunque intento disimularlo, lo consiguen. «A mí nadie me hace perder el tiempo. O me enseñas lo que traes o me pagas por el tiempo que me has hecho perder», me dice acercando mucho su cara a la mía y ya sin su sonrisa.

Decido acceder y voy a por el maletín. «De acuerdo pero vaya sacando el dinero», le digo.

Ya con el maletín en la mano, según me voy acercando a ellos, le vuelvo a pedir que saque el dinero. «Claro», dice, y mete la mano en el bolsillo de la chaqueta pero no termina de sacar nada.

Le insisto por el dinero cuando el gorila se empieza a acercar a mí y abre la boca por primera vez para para decirme, «suéltalo». Yo no hago caso y me da un bofetón que hace que me tambalee. Agarra el maletín, tira de él y yo me resisto cuando me vuelve a dar otro bofetón que me hace soltarlo.

«Chaval, te estoy haciendo un favor», me dice el otro recuperando su sonrisa de cartón-piedra. «Esto te queda grande. Ten, para compensarte por el viaje», dice mientras tira un dólar al suelo.

Ponen el maletín en el asiento trasero y se suben al coche. Mientras encienden y antes de que den media vuelta para encarar la ciudad, yo busco rápidamente una piedra lo más grande posible. Se la lanzaré y saldré corriendo. De una manera o de otra las pagarán.

Mientras el coche comienza a girar, yo me adelanto a la carrera para poder tenerlos de cara cuando lance la piedra. En cuanto empieza a enfilar el carril, ambos me miran y se ríen. El matón va al volante. Me fijo en que llevan las ventanillas abiertas y decido esperar para poder lanzársela hacia el interior cuando pasen a mi altura, mientras la oculto a mi espalda.

En cuanto veo el momento, la lanzo con todas mis fuerzas hacia el interior. El mafioso, que me estaba mirando con su estúpida sonrisa, hace un gesto de protección con las manos pero la piedra no le da. Aunque no lo llego a ver, creo que el lanzamiento fue bueno y le he dado al gorila. De repente, el coche ruge con un inesperado acelerón ganando mucha velocidad, a la vez que se desvía invadiendo el carril contrario y choca frontalmente, con mucha fuerza, contra otro coche que venía en dirección contraria.

Instintivamente corro hacia el coche desconocido. Es una señora de unos cincuenta años que veo que se mueve. Al ver que vive, miro hacia el otro coche. Los dos están inmóviles, no sé si muertos o inconscientes. La verdad es que no me importa y no me pararé a averiguarlo. Me apresuro a la puerta del asiento trasero para recuperar el maletín pero no abre. Con el choque ha quedado atascada. Rápidamente voy a la puerta del otro lado. Cede un poco pero tampoco termina de abrir y comienzo a dar tirones con todas mis fuerzas y mi peso pero sigue sin abrir.

Aunque en ese momento no lo veo, de un cruce que hay a no mucha distancia sale un coche de policía que al ver el accidente, enciende inmediatamente las sirenas y se acerca a toda velocidad.

El instinto me hace pensar en escapar a la carrera pero rápidamente se me ocurre un plan mejor. Les diré que vi el accidente y estoy intentando ayudar.


Me llevan a comisaría. Los policías piensan desde el primer momento que mi historia es difícil de creer. Encontraron la piedra en el regazo del conductor, que no es nada pequeña y puede coincidir con un fuerte golpe en el lado derecho de su mandíbula, que a su vez no cuadra con los golpes de un choque frontal. Si estaba justo allí, ¿cómo es posible que no haya visto quién tiró piedra?. Tampoco es muy creíble que el copiloto haya atacado al conductor con una piedra del tamaño de un puño en plena marcha.

Un poco después, otro policía comenta a mis interrogadores que lo que hay en el maletín es una radio de onda corta que parece ser de fabricación soviética.

«Ahora sí que estas metido en un problema de los de verdad», me dice el policía. Desde ese momento me ponen en manos del FBI.

«No me dan miedo esos pijos de ciudad», pienso yo. Por algún motivo no termino de aceptar la situación en la que me encuentro.

Pero la realidad me cae como otro enorme bofetón más. Los del FBI son distintos; juegan en otra liga. Su forma de proceder y de interrogar me hacen entender que están acostumbrados a tratar con la peor clase de gente que hay en el mundo; gente mala de la de verdad, y que yo sólo soy un molesto trámite. Su interrogatorio dura sólo unos minutos. Esa gente sabe como jugar con tu mente para que cantes. Sin salirse de tono ni una sola palabra, te intimidan psicológicamente de la peor manera que te puedas imaginar.

Te marcan como a una res, te despiezan y luego te tamizan para que sueltes todo lo que necesitan oír sin que apenas te hayas enterado.

Hay mucha paranoia en todo el país con el tema de los soviéticos y todo el proceso es rapidísimo; es de máxima prioridad. Antes de darme cuenta ya estoy ante un juez. Si hay un caso relacionado con el espionaje, las cosas son distintas. «Pase lo que pase, no te librarás de la cárcel», me dice el abogado de oficio.

El único punto que tengo a mi favor es que en el accidente de coche, al final, no hubo muertos ni heridos graves.

Los del FBI hablan a mi favor para que el juez no sea demasiado severo pero este es implacable. Cuatro meses por hurto mayor al robar el maletín. Tres meses por receptación al intentar vender el maletín robado. Cinco meses por agresión con resultado de daño al provocar el accidente. No me quitará ni un sólo día, ni me dará la condicional, ni tendrá en cuenta que no tengo antecedentes.

Al mafioso le cayeron una porrada de años.

El caso sale en televisión en todo el país.


Todos estos detalles, la humillación de los que me robaron el maletín, la del FBI, la del juez, y toda la interminable cadena de torpezas que cometí hasta acabar en prisión, sólo te las he contado a ti. En Jackson y en todo el país sólo saben que un don nadie de Paletolandia estuvo involucrado en un caso de espionaje internacional y provocó la captura de un mafioso, y además, tuve mi minuto de gloria en la tele.

Estas cosas a medio contar me han convertido en el rey del pueblo. Y no te niego que es muy difícil no disfrutar de este éxito. Es una tentación a la que cuesta resistirse. Sin embargo hay dos cosas de esta vida que no quiero y este falso éxito no las compensa.

Cuando comencé a contarte esta historia en la sala de fiestas, te dije que casi todos querían estar conmigo. No todos. No es porque quiera más si no porque esos que no tienen interés en acercarse son en realidad los míos; los que no se ciegan ante cosas tan banales. Así era yo hasta hace un año. Ahora mismo le daría una patada en el trasero a esta vida para quitármela de encima si eso me devolviera a Vinnie y a Roger.

Ahora sólo se me acerca gente interesada y siempre desconfío de los que me rodean.

Muchas cosas en mi vida estaban mal y estaba cegado en ellas, y eso me hacía no ser consciente de todas las que estaban bien y que me hacían ser quien era.

Pero esta es sólo la mitad del problema.

La otra mitad es que cuando di el paso; cuando decidí ir a por el maletín al borde del camino, abrí una puerta que no tenía que haber abierto. Ahora entiendo que eso es algo que todos llevamos dentro y depende de cada uno dejarlo salir o no; de ser fuerte de carácter, y yo en ese momento no lo fui. Dejé que las circunstancias doblegaran mi voluntad. Cuando lo dejas salir, algo oscuro ocupa una parte de tu cabeza y nunca te deja, como un nubarrón que va a donde tú vayas y, aunque no lo mires, sabes que está ahí, siempre, a todas horas, y es algo que va diluyendo tu frontera entre el bien y el mal.

Es muy fácil ocultarlo porque nadie más que tú lo ve pero es algo feo y oscuro que intento quitarme de dentro y no puedo. No sé cómo hacerlo. Podría dejarme llevar por todo este éxito y vivir esta vida. Esa es la opción más fácil pero también la más cobarde porque es la que no afronta la realidad.

Tantas luces no dejan ver que mi vida es peor ahora.

Antes por lo menos podía estar orgulloso de mí mismo; tenía eso.

Ahora ya no lo tengo. ¿Cómo te diría?. Mi fortaleza mental era mi sustento, aunque no era consciente de ello hasta ahora que me falta. No sé si me entenderás.

El Blues de Billy Wells - Retrato
Billy Wells
(Imagen: IA y Luis Polo)

Todos estos detalles de cómo son las cosas en realidad, por favor, no se los cuentes a nadie. Ya lo haré yo cuando encuentre el momento oportuno.

FIN


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Notas:

  1. El hombre del maletín y quienes lo persiguen forma parte de la trama del relato «El Caso del Hombre que Cayó del Cielo«. Pulsa la siguiente flecha para volver a donde estabas. ↩︎

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