Moshe y Eli

Moshe y Eli. Una Historia Triste

—¿Sabes, Rick?, lo peor de las guerras es que basta con que sólo uno quiera tenerla y ponga todo su empeño hasta arrastrarte a su maldito infierno y los nazis eran expertos en eso —dice Juan mientras sirve otra ronda al calor del fuego de la chimenea.

—Así es —le confirmo—. No puedo explicarme como se pueden hacer esas cosas teniendo conciencia. Es imposible que la tengan. Esa gente es como darle a una anaconda la inteligencia de un humano pero aún con el instinto animal, sin evolucionar. Alguien que podría devorar a un niño y luego echarse una apacible siesta.

—¿Sabes algo que aún hoy a veces me despierta en mitad de la noche? —añado tras unos instantes de silencio mirando las llamas—. Dos niños judíos, pequeños, que nos encontramos caminando por una carretera en medio de la más fría nada, al poco de entrar en Bélgica. No es lo peor que vi, ya había visto miles de cadáveres; demasiados, y muchos de ellos niños, pero quizá es porque de esos ya sabía el desenlace.

—¿No los pudisteis ayudar? —pregunta Juan.

—No. Los íbamos a llevar en un jeep a Sankt Vith pero de repente nos llamaron con la orden de replegarnos a Bastoña con máxima prioridad. Comenzaba la contraofensiva nazi aunque en ese momento no lo sabíamos. No pudimos más que llenarles un pequeño macuto con comida y darles indicaciones para llegar al pueblo. Apenas una semana después los nazis volvieron a tomar Sankt Vith y después nosotros lo bombardeamos a base de bien. Espero que, por lo que fuera, no hayan llegado allí o que alguien los sacara a tiempo. No me los saco de la cabeza, ¿sabes?. Me mata no saber qué habrá sido de esos pobres críos. Los sigo viendo allí solos, con un frío de muerte y el demonio asediando.


Me llamo Moshe Weiss y el 11 de Diciembre de 1944 cumplí ocho años.

Vivimos en lo alto de una colina perdida al norte de Recht, en el municipio de Sankt Vith, en medio del bosque.

Vivo con mis padres, Jacob y Esther, y mi hermano, Eli, un mocoso de cinco años que no hace más que molestarme. Gracias a él me considero un experto, casi un artista, en dar collejas.

No tengo en mi recuerdo nada que no sea vivir en guerra, aunque no hayamos visto nada de ella. Yo pensaba que judíos era como se llamaba a los habitantes de esta colina pero parece que no, que es otra cosa que somos nosotros, la familia, y que hay gente que, por lo que sea, nos quiere matar aunque no nos conozca de nada.

Mamá quería irse, siempre le decía a papá: «hazlo por tus hijos, por favor», y recuerdo a papá repitiéndole una y otra vez: «aquí nunca nos encontrarán. No sabrán ni que esta casa existe, ya verás».

Y la mayor parte del tiempo así fue. «Gracias al señor Claessen», decía siempre papá. «Qué sería de nosotros sin el señor Claessen…»

Franz Claessen es un señor que también vive en esta colina, un poco más abajo, apenas a quince minutos andando desde nuestra casa. Es mayor que mis padres; un hombre más bien gordo y muy simpático que siempre nos cuenta chistes. Papá le da las cosas que cultivamos y luego el señor Claessen le trae dinero y comida. Muchas veces le invitan a comer y trae noticias de la guerra.

Una vez nos hizo un dibujo de un hombre con casco y un uniforme con una insignia.

—Si alguna vez veis esta insignia, salid corriendo; escondeos —nos dijo.

Papá y él hicieron un camino secreto desde su casa a la nuestra entre los árboles y dejaron el antiguo en desuso para que lo engullera la maleza y que así parezca que la suya es la última casa colina arriba.

Hace pocos meses, ya casi de noche, el seños Claessen apareció corriendo, a gritos y con lagrimas en los ojos, clamando que los Aliados acababan de desembarcar en Francia.

Mamá me explicó, también con lágrimas en los ojos, que eso significaba que pronto acabaría nuestro miedo y podríamos volver a bajar al pueblo siempre que quisiéramos; que ya nadie querría hacernos daño.

—Cuando vayamos al pueblo, ¿me comprarás un helado? —le pregunté.

—Todos comeremos helados ese día aunque esté nevando, te lo prometo —me contestó mientras me acariciaba el pelo.

Aquélla noche todos bailamos y cantamos hasta tardísimo. El señor Claessen, que era muy fuerte, nos cogió a Eli y a mi, y bailó con uno en cada brazo mientras Eli soltaba sus mocos sobre su chaqueta.

Después, mamá hizo un corrillo con nosotros dos, cogiéndonos por las manos y bailamos dando vueltas hasta que nos mareamos mientras papá y el señor Claessen bailaban chocando los brazos, con una botella de vino en la mano cada uno. Y ya no recuerdo más; después me quedé dormido. Fue uno de los días más felices de mi vida.

Yo nunca estuve en el pueblo, al menos que yo recuerde, pero una vez papá me lo enseñó en un pequeño claro en el bosque desde donde se ve. Además con unos prismáticos.

Nunca hacíamos fuego ni encendíamos la chimenea durante el día, sólo por la noche y dependiendo de la luna. Algunas veces pasamos mucho frío. Mamá siempre hacía la comida del día siguiente por la noche.

Pocos días después de mi octavo cumpleaños empezó a nevar como nunca había visto; hacía un frío tremendo. El señor Claessen vino y estuvo hablando con papá. Le oí decir que los Aliados ya estaban en el pueblo pero que no se fiaba; que lo malditos nazis aún andaban cerca. Siempre los malditos nazis. Esos son los que nos quieren matar, ¿sabes?.

Ese mismo día, ya por la noche cuando mamá nos estaba acostando, se empezaron a escuchar voces y golpes alrededor de casa. Me fijé como a mamá, que en ese momento me estaba arropando, se le erizaba el vello del brazo.

—Meteos debajo de la cama y no hagáis el menor ruido —nos dijo en susurros.

Nos sacó de la cama, nos abrazó con fuerza mientras nos daba un montón de besos y nos empujó hacia debajo de la cama, con el dedo delante de la boca haciendo el gesto de silencio. Entonces salió apresuradamente.

Esa fue la última vez que vi a mamá con vida.

Se oían cada vez más voces y golpes, ahora ya dentro de la casa. Entonces escuché a mamá gritando y las voces se volvieron a escuchar otra vez fuera de la casa.

Ahora escucho los gritos de papá y mamá por encima del resto de las voces.

Sólo unos segundos después, llega un momento en que ya no puedo soportar escucharles gritando y salgo de debajo de la cama.

—Ni se te ocurra salir de ahí —le digo a Eli, que está sollozando y con una cara de pánico que no le había visto nunca.

Voy hasta la cocina, donde está la puerta principal, y de golpe me encuentro con un hombre hurgando en las alacenas que también pone cara de asombro al verme. Enseguida reconozco la insignia que el señor Claessen nos había dibujado.

Nos miramos unos instantes y entonces me muevo en dirección a la puerta.

—No, no, no —me dice el soldado, y se pasa el dedo por el cuello, advirtiendo que si salgo, me matarán.

No me importa lo que me pueda pasar si les están haciendo algo malo a mamá y a papá, y vuelvo a moverme hacia la puerta. Entonces el soldado se interpone, eleva la pierna y con su bota me golpea con fuerza en el pecho haciéndome caer al suelo. Se acerca a mí con paso muy firme y hace el gesto de ir a abofetearme.

—Si intentas salir quemaré la casa contigo dentro —me dice con un gesto como quien habla con un perro que se porta mal.

Entonces pienso en Eli. Si a mamá y a papá les pasa algo, él no sabría llegar ni hasta la casa del señor Claessen.

El soldado da media vuelta y sale, dando un fuerte portazo tras de sí.

Yo me coloco en un lugar desde donde puedo ver el exterior a través de la ventana pero sin acercarme a ella.

Veo a papá de lado, con la cabeza llena de sangre, incapaz de aguantarse de pie por sí mismo mientras dos soldados, sosteniéndolo por los brazos lo acercan hasta la puerta del cobertizo y allí se detienen, al mismo tiempo que otro, agarrando a mamá por el pelo, la mete violentamente en el cobertizo a través de la amplia entrada hasta que la pierdo de vista. Son cinco soldados en total.

Veo como papá gira la cabeza hacia un lado pero uno de los soldados, con la mano, se la vuelve a poner hacia el frente, mirando hacia dentro del cobertizo.

Papá grita y llora desconsoladamente mientras se escuchan los gritos de mamá.

Unos minutos después, otro de los soldados entra al cobertizo y al momento, el que había metido a mamá dentro, sale abrochándose los pantalones y sonriendo mientras habla con los otros soldados de fuera.

Unos minutos después se vuelve a repetir la misma situación y entra un tercer soldado.

Cuando esperaba que se repitiese una vez más, se escucha algo parecido a una pequeña explosión y un fogonazo ilumina instantáneamente todo el interior del cobertizo.

Papá agacha la cabeza mientras sigue llorando a gritos.

Entonces el último soldado que entró, aparece también abrochándose el pantalón y acercándose a papá, hablándole de forma burlona. Desde aquí dentro no puedo distinguir lo que dicen. Lo agarra por el pelo levantándole la cabeza y acerca mucho la cara a la suya mientras le sigue hablando con la misma expresión.

Yo ni me había fijado que la lleva o no sé si la sacó en ese momento pero de repente, le pone una pistola a papá en el cuello y dispara mientras los soldados que lo sujetan lo sueltan repentinamente.

Un escalofrío recorre todo mi cuerpo; no sé cómo explicarte pero es como si mi cabeza pensara que lo que estoy viendo no es real; que ese no es papá de verdad.

Un potente chorro de sangre comienza a brotar de su cuello mientras cae de espaldas y salpica las botas del que le disparó, que pega un salto hacia atrás para intentar esquivarlo aunque sin éxito. Entonces todos rompen en sonoras carcajadas.

El que disparó se acerca al cuerpo de papá y frota la bota manchada de sangre contra su pantalón para limpiársela como quien acaba de pisar una caca de perro. Los demás siguen riendo a carcajadas.

Un momento después todos se marchan caminando entre risas y charlando animadamente como si se dirigiesen a una fiesta. Los veo alejarse como si el mismísimo mal en forma de hombre abandonara nuestra casa, triunfante.

Salgo corriendo al exterior, hacia papá y mamá. En ese momento escucho a Eli, parado en la puerta.

—¿Qué pasa, Moshe?.

—Métete en casa.

—¿Es papá? —dice entre sollozos, señalando el cuerpo.

—¡Eli, métete en casa!.

Cuando llego a la entrada del cobertizo para ver a mamá, escucho las cortas pisadas de Eli corriendo hacia aquí.

—¡Eli, no!

Intento detenerlo pero ya he tenido tiempo de ver a mamá y las fuerzas me fallan.

No quiero contarte cómo fue a partir de ese momento ni sabría decirte cuanto tiempo duró. Sólo sé que poco después de que mi cabeza volvió a centrarse, ya empezó a amanecer. Me pican los ojos de tanto llorar. Llegó un momento en que Eli es como si hubiera quedado exhausto y se acurrucó en el suelo pegado a mamá, de espaldas a ella, casi en silencio, sólo con unos leves sollozos.

Los dos estamos en pijama y el intenso frío comienza a pasar factura.

—Vamos, Eli, hay que vestirse. Tenemos que marcharnos.

Pensé que me costaría sacarlo de ahí pero Eli, que está tiritando, se levanta lentamente sin decir nada. Mientras lo hace me pongo entre él y el cuerpo de mamá para que no la mire y no se quede con esa imagen en la cabeza.

—Abrígate mucho o pasarás mucho frío. Ponte lo más calentito que tengas —le digo ya en nuestra habitación.

Iremos rápidamente a casa del señor Claessen a contarle lo ocurrido.

Antes de que Eli termine de vestirse, intento arrastrar a papá hacia el interior del cobertizo, junto a mamá, pero no puedo, intento hacerlo sin mirarle y no soy capaz. Pesa mucho. Los cubro con unas sábanas. Intento pensar en otra cosa mientras lo hago. Esos no son mamá y papá de verdad.

Entonces salimos hacia casa del señor Claessen. Aunque el camino está pisado por el grupo de nazis, hay mucha nieve y las botas y los bajos de los pantalones comienzan a mojarse cada vez más.

Un poco después ya se ve la casa entre la niebla y sale humo por la chimenea. La puerta está abierta.

—¡Señor Claessen!.

Desde fuera, veo una silla tirada en el suelo.

—¡Señor Claessen!.

No se oye el menor ruido. Entonces me acerco al interior y veo que está todo revuelto, roto y tirado por el suelo pero hay una tetera al fuego, pitando.

—¡Señor Claessen!, soy Moshe Weiss.

—¿Miramos en su habitación? —me pregunta Eli.

—Sí, a ver si está.

Entonces veo que hay sangre reciente en dos zonas de la mesa.

—No, Eli, mejor no. No entres —le digo mientras ya caminaba hacia el pasillo.

Se da la vuelta y se queda quieto, mirándome.

—¿Crees que también le habrán pegado?.

—No lo sé.

—¿Y qué haremos entonces, Moshe?.

—No lo sé, ¡no lo sé!

—Pero Moshe…

—Eli, ¡no lo sé!. ¡Cállate, pesado!.

Dios mío, ¿qué podemos hacer sin papá y mamá ni el señor Claessen?. Nunca fui más lejos de esta casa. No conocemos a nadie más. Ni siquiera sé a dónde ni en qué dirección ir. Esos nazis seguramente estén en el pueblo.

Cogeremos comida y caminaremos por el campo, evitando los pueblos, hasta que encontremos a los Aliados. El señor Claessen dijo que andaban por aquí. No puede ser difícil encontrarlos. Con tal de que no lleven esa insignia, serán ellos.

Rebusco por las alacenas pero parece que se lo han llevado todo. Sólo hay un poco de pan. Me disculparé con él cuando lo vuelva a ver; seguro que lo entenderá.

Comenzamos a bajar la colina pero enseguida me doy cuenta de que tengo que variar el plan. Con tanta nieve no podremos ir por el campo o se nos congelarán los pies. Seguiremos por los caminos hasta que nos acerquemos a un pueblo y entonces sí que nos meteremos por el campo. Seguro que así dará tiempo a que las botas se nos sequen.

A partir de ahí, colina abajo, el camino está limpio de nieve y no mucho después ya se comienza a ver Recht, sin embargo las botas no se han secado nada de nada y empiezo a tener los pies congelados cuando deberíamos de meternos en la nieve otra vez para evitar el pueblo.

Eli empieza a caminar como un pato, también debe de tener los pies congelados.

Hundimos los pies en la nieve otra vez y es como si esta estuviera cada vez más fría. Mi hermano comienza a quejarse. Parece que esta estrategia tampoco nos irá bien. En cuanto rodeemos Recht, a partir de ahora, cuando nos acerquemos a un pueblo, buscaré otros caminos en vez de meternos en la nieve.

De esa manera seguimos caminando y caminando sin pisar la nieve pero los pies siguen igual de congelados y se hace cada vez más difícil andar. Es doloroso.

En un momento, no sé cuando porque no sé si aún es por la mañana o ya por la tarde, mientras vamos por una pequeña carretera asfaltada, veo a lo lejos unos soldados. No veo sus insignias pero sus uniformes parecen diferentes; quizá sean los Aliados.

Moshe y Eli
Imagen: IA y Luis Polo

Nos acercamos un poco más y estoy convencido de que no son nazis; me parece que les oigo hablar un idioma que no es alemán. Me arriesgaré.

—Moshe, no —dice Eli con cara de pánico, mientras se agarra a mi abrigo.

—Tranquilo, no son nazis, no nos harán daño, ya verás. Seguro que nos ayudan.

Ya les escucho bien hablar y no son alemanes. Eso me alivia porque, en realidad, todavía no estaba seguro del todo. Tampoco veo esas insignias.

Un hombre de bigote se acerca a nosotros, se agacha poniendo su mano sobre mi hombro y nos habla en tono amable pero no entiendo ni papa de lo que dice. Entonces se levanta y llama a otro.

Cuando viene ese, empieza a hablar con nosotros en alemán.

—¿A dónde vais pequeños?, ¿por qué estáis solos aquí?.

Entonces le cuento todo lo ocurrido. Después comienza a hablar con el de bigote y este le grita algo a otro que está más lejos, que se sube a un vehículo.

—Os llevaremos a Sankt Vith, ¿de acuerdo? —nos dice el que habla alemán—. Allí os cuidarán bien.

En ese momento, entre el grupo de soldados que está más alejado se escucha una voz hablando por radio y otro le contesta. Parecen como enfadados y todos comienzan a moverse muy rápido. El de bigote da una patada en el suelo y se lleva las manos a la nuca en un gesto de frustración diciendo algo que no entiendo. Entonces empieza a gritarles a otros soldados y estos empiezan a coger cosas de los vehículos apresuradamente.

Un momento después, dos soldados se acercan con un montón de cosas en las manos y el que habla alemán se agacha ante nosotros.

—Chicos, lo siento mucho. Nos ha surgido algo muy urgente y no os podemos llevar. Tomad esto. Tendréis comida para varios días.

Entonces me coloca al hombro un pequeño macuto tan lleno de cosas que casi ni se puede cerrar. El de bigote también se agacha y me mete algo dentro de la chaqueta, y después hace lo mismo con Eli.

—Eso que os acaba de meter en la chaqueta son calcetines —me dice el que habla alemán—. En cuanto podáis, cambiarlos por los que lleváis. Os quedarán muy grandes pero volveréis a tener los pies secos.

—Gracias señor —le digo.

—Mira —me dice poniéndose de pie y señalando en una dirección, aunque todavía hay niebla y no se ve muy lejos—, caminad hacia allí y en menos de dos horas, antes de que se haga de noche llegaréis a Sankt Vith. ¿Ves dónde está el sol? —me dice señalando hacia el cielo, hacia donde la niebla se ve tan iluminada que me hace estornudar.

—Sí, señor.

—¿Sabes cuál es tu derecha?.

—Sí —le digo levantando mi mano derecha.

—Pues caminad con el sol a la derecha y enseguida llegaréis a Sankt Vith.

Se vuelve a agachar y con ambas manos nos acaricia la cara a los dos al mismo tiempo. Se levanta y se marcha corriendo.

El de bigote también se agacha y dice algo que no entiendo. Nos pone la mano en el hombro, nos sonríe, nos da unas palmadas y también se marcha a la carrera. Sólo unos segundos después ya no hay nadie allí y volvemos a estar solos.

—Vamos Eli, ya verás, dentro de un rato estaremos en el pueblo, secos y calentitos.

—Me duelen mucho los pies, Moshe, y tengo mucha hambre.

—Yo también. Buscaremos un sitio para sentarnos y comeremos.

No mucho después, veo un pequeño cobertizo en un campo, junto a un cruce de la carretera.

—Mira, ese parece un buen sitio.

No tiene puerta pero las paredes y el techo están bien, y hay paja por el suelo, que está seco.

En el macuto hay varias cosas, unas cuantas latas, una cantimplora y un montón de chocolatinas a las que los dos nos lanzamos como locos.

Le quito las botas a Eli y le saco los calcetines. Sus pies están tan fríos y húmedos como la misma nieve. Se queja cuando se los toco, mientras tiene las manos y la boca todas manchadas de chocolate. Los dedos de los pies tienen un color azulado y oscuro muy feo. Se los seco con mi chaqueta y le pongo los calcetines que nos dieron, que le llegan muy por encima de la rodilla y son gruesos y están muy calentitos.

Después hago yo lo mismo. Mis pies están igual y los dedos tienen el mismo color feo que los de Eli. El tacto de los calcetines que nos dieron es muy agradable y cálido pero tampoco hace que los pies se calienten. Sigue haciendo muchísimo frío.

Un poco después comienza a nevar. Esperaremos un poco a ver si para.

Sin embargo pasa el tiempo y comienza a oscurecer cuando aún sigue cayendo nieve. Será mejor pasar aquí la noche. Este cobertizo no nos protege del frío pero al menos no nos nieva encima. Seguro que por la mañana ya se habrán secado las botas.

Me acurruco junto a Eli, al que le está costando respirar. Tiene la nariz completamente llena de mocos.

—Suénate con todas tus fuerzas —le digo dándole uno de los calcetines viejos.

Me vuelvo a acurrucar junto a él pero todavía le escucho respirar con fuerza. Con ese sonido acompasado me quedo dormido.

Cuando despierto, los rayos de sol entran por entre las tablas de las paredes. Miro por la entrada y el cielo está completamente azul y despejado pero el viento sopla con tanta fuerza que levanta la nieve como en un camino polvoriento. Estamos secos pero el frío es muy intenso.

Eli sigue respirando con dificultad y tiene la nariz completamente taponada. Está tiritando.

—Despierta, Eli, venga, arriba.

Vagamente reacciona a mi voz moviéndose un poco pero sigue durmiendo.

—Venga, Eli, tenemos que seguir. Mira, toma una chocolatina.

Por fin abre los ojos muy lentamente y se incorpora de medio cuerpo. Está muy débil. Normalmente, al despertar se levanta como un resorte y sale corriendo. Le vuelvo a sonar la nariz mientras se come la chocolatina.

—¿A dónde iremos, Moshe?.

—Por lo que dijo ayer el soldado, enseguida llegaremos a un pueblo donde nos darán ropa limpia y nos sentaremos junto al fuego, ya verás. Ahora saldremos y puede que hasta esté a la vista.

Cojo sus botas para ponérselas y toda el agua que absorbieron ayer está completamente congelada. Me cuesta doblarlas para calzarlo. Las mías están exactamente igual. La sensación es como si pisara hielo.

—¡Qué frías! —se queja Eli.

—Vamos, cuando comencemos a caminar al sol se calentarán, ya verás.

Le limpio bien las manos y la cara de chocolate. Nadie debe ver que tenemos comida, por si nos la quieren quitar.

Volvemos al cruce de la carretera y todo a nuestro alrededor son campos nevados y bastante llanos hasta muy lejos, No hay ningún pueblo a la vista y no estoy seguro de cual es la carretera por la que vinimos. Haré caso de lo que dijo el soldado, con el sol a la derecha llegaremos al pueblo enseguida.

No mucho después de empezar a caminar, el hielo de las botas se convierte en agua y humedad muy fría, otra vez. Hace tanto frío y tanto viento que el sol no calienta nada de nada y vuelvo a tener los pies igual que ayer, congelados. Cada vez me duelen más al andar y Eli camina también cada vez más despacio y torpemente. No podemos volver a pisar nieve, pase lo que pase.

Tiempo después, a mí me parece que llevamos ya mucho tiempo caminando como para haber llegado al pueblo pero quizá es que se me esté haciendo muy largo.

De repente, cerca de otro cruce, un gran vehículo muy raro aparece a lo lejos, a toda velocidad por la carretera de la derecha.

Meto el macuto por dentro de la chaqueta, para que no sea fácilmente visible.

Cuando llegan a la intersección, paran y se bajan varios soldados. Están lo suficientemente cerca como para ver que son nazis y les oigo hablar con claridad. A tan poca distancia intentar escapar quizá sea peor que seguir adelante. Están hablando entre ellos pero uno nos ve y nos hace gestos para que nos acerquemos.

—¡Venid!. Tranquilos, venid.

—¿A donde vais, pequeños? —nos pregunta cuando estamos llegando a él.

—Creo que nos hemos perdido, señor. Estamos buscando Sankt Vith.

—Pues estáis caminando en dirección contraria. ¿Y vuestros padres?, ¿cómo os llamáis? —dice mientras le pasa un dedo a Eli por la comisura de los labios, donde me fijo en que le queda algo de chocolate.

—Han muerto. Yo soy Moshe Weiss y él es mi hermano, Eli.

—¡Oh!, vaya, vaya, vaya… ¡Mirad lo que tenemos aquí, chicos! —dice elevando el tono hacia los otros soldados—. Son Moshe y Eli Weiss.

—Ya te decía yo que erradicar a las ratas es muy complicado. ¿Lo ves?, no es tan fácil —dice otro mientras se acerca a nosotros sonriendo.

Eli se pega a mi y se agarra con fuerza a mi chaqueta.

—¿Qué llevas ahí escondido, pequeña rata? —dice el primero abriéndome la chaqueta.

Agarra la correa del macuto y me la saca con violencia, haciéndome daño en la oreja.

—¿A quién se la habéis robado? —me pregunta.

—¡No la hemos robado! —le contesto enérgicamente—. Nosotros no robamos.

—Qué curioso, ratas que no roban —dice con una expresión fingida y exagerada mientras me mira fijamente.

—¡Es comida americana! —dice tras abrir el macuto, y empieza a repartir las latas y las chocolatinas entre todos los soldados, que inmediatamente comienzan a comérselas.

—Venga, marchaos de aquí cagando leches, pequeños roedores asquerosos, antes de que se nos pase el buen humor por las chocolatinas. Ese es vuestro salvoconducto de hoy para no acabar tirados en la cuneta. Venga, ¡largo de aquí antes de que cambie de opinión! —dice mientras da un puntapié en el trasero a Eli que lo tira al suelo.

Eli apenas puede levantarse por sí mismo y rápidamente tiro de su mano con fuerza para levantarlo y marcharnos lo antes posible y sin mirar atrás.

Comenzamos a caminar y uno de los soldados se pone a nuestro lado, caminando teatralmente con dificultad y arrastrando los pies, haciéndonos burla. Todos rompen en carcajadas.

—Moshe —dice Eli en susurros, al tiempo que se pega a mí, agarrándome y sollozando.

—Sshh —le contesto para que permanezca en silencio mientras lo agarro con fuerza por el brazo.

Creo que cualquier cosa que haga o diga lo utilizarán para ridiculizarnos o algo peor. No les daré ningún motivo.

Al fin, unos pasos más allá, el soldado que nos está haciendo burla se cansa y vuelve con los demás pero un momento después, se escucha un disparo y una bala rebota en el suelo muy cerca de nuestros pies. Todos vuelven a reír a carcajadas. Eli da un suspiro muy fuerte. Ese sonido del disparo me devuelve inmediatamente el recuerdo de la otra noche, cuando dispararon a papá y a mamá. Agarro a Eli con fuerza y lo coloco delante de mí.

Otro disparo y otra bala que rebota tan cerca que hasta tengo la sensación de haber notado la vibración en el suelo. Eli se estremece y comienza a llorar aunque sin fuerza.

En ese momento se escucha entre los soldados un golpe seguido de voces de esfuerzo e insultos. Giro rápidamente la cabeza y los veo a todos agarrando a uno de ellos y pegándole.

Esta es nuestra oportunidad. Agarro a Eli de la mano y nos salimos de la carretera entre unos árboles, todo lo rápido que podemos. Eli casi no puede ni caminar en cuanto la nieve nos cubre los tobillos pero debemos hacerlo o nos matarán. A mi también me duelen los pies; mucho.

Poco minutos después, ya no oigo ninguna voz y mirando hacia atrás no veo ningún nazi que nos siga. Parece que no nos buscarán. Al paso que vamos, si viniesen a por nosotros nos habrían alcanzado en menos que canta un gallo.

Un poco después salimos del bosque a un gran claro, llano y completamente blanco. El sol hace brillar la nieve con fuerza pero el frío y el viento son muy intensos.

Los pies casi ni los siento ya y Eli, más que andar, voy arrastrando yo de él. Sigue sollozando.

—Moshe, no puedo caminar, no puedo… —dice con la voz entrecortada.

La verdad es que se está haciendo imposible para mí también.

Al otro lado del claro hay otro pequeño bosque que está más cerca que el que dejamos atrás. En la base de un gran árbol se ve el suelo casi sin nieve y se lo señalo a Eli.

—Mira, ¿ves ese árbol tan grande?. Mira el suelo, caminaremos hasta allí con un pequeño esfuerzo y nos sentaremos sobre el suelo seco. Venga, sólo un pequeño esfuerzo.

—No puedo, Moshe, no puedo —dice dejándose caer sobre la nieve.

—¡No!, idiota, no te tires sobre la nieve o acabarás con la ropa toda mojada —le digo mientras lo cojo de la mano y tiro con fuerza de él.

—¡Ay!, ¡ay!, ¡mi brazo! —grita y comienza a llorar desconsoladamente.

—Camina, pesado, es solo un poco, Eli, ¡no seas imbécil!, pareces un niño tonto.

Arrastrando de él y con sus llantos, por fin llegamos hasta el árbol. Apenas hay nieve pero el suelo está completamente encharcado de agua bajo una fina capa de hielo.

—¡Maldita sea!.

Con mucha dificultad lo siento sobre una raíz del árbol que sobresale del suelo. No estará cómodo pero al menos no se encharcará.

Al sentarse, por fin deja de llorar. Todo entre los labios y la nariz son mocos.

Le quito las botas, le saco los calcetines y los escurro, cayendo un buen chorro de agua de cada uno. Comienzo a frotarle los pies pero empieza a gritar de dolor.

—¡Para, para!.

Entonces me pongo en cuclillas frente a él y pego sus pies contra mi estómago, tapándolos con la chaqueta.

—¿Mejor así?.

—Si.

—¿Me perdonas por haberte gritado?.

—A lo mejor más tarde —contesta girando la cabeza altivamente.

—Eli, me tienes que hacer caso o moriremos congelados. Aunque no te guste que te grite, ahora me tienes que hacer caso como si fuera mamá o papá.

Miro a nuestro alrededor, a ver si veo algo que indique si estamos cerca de una carretera, o de una casa. No se ve nada. Sin embargo, no muy lejos, sobre unos árboles me parece ver lo que podría ser humo de una chimenea.

—¿Ves aquellos árboles? —le digo señalando con el dedo—. ¿Te parece que aquello es humo?.

—Sí, parece que sí.

—Pues descansaremos un momento e iremos hacia allí. A mi también me duelen mucho los pies, Eli, pero no podemos quedarnos aquí o moriremos. En serio, tenemos que llegar allí cueste lo que cueste. ¿Harás ese esfuerzo?.

—Vale.

Unos minutos después comenzamos a caminar. Iré todo lo que pueda pisando donde hay raíces de árboles aunque no sea el camino más corto.

Empieza a verse claramente que es humo. Unos pasos más allá, a lo lejos, entre los árboles, me parece distinguir una casa.

—Vamos Eli, es una casa. Un último esfuerzo.

A cierta distancia de la casa nos topamos con un riachuelo de unos dos metros de ancho que hay que cruzar. Está congelado por lo que no será difícil pero hay que bajar un talud más o menos de mi altura para llegar hasta él y después volver a subir otro de la misma altura. Los dos están completamente cubiertos de nieve.

En ese momento veo pasar cerca de la casa a un hombre con unas vacas y un perro.

—¡Eeeeh! —grito con todas mis fuerzas—, ¡eeeehh, señor!.

Pero aún está a cierta distancia y con el ruido de los animales no me oye. Un momento después lo pierdo de vista tras unos árboles

—Vamos Eli, bajaré yo y te sostendré mientras bajas. Ya casi llegamos. sólo un poquito más y estaremos al calor del fuego.

Para bajar, debo arrastrar toda la ropa por la nieve. Cuando ya estoy abajo, golpeo un poco el hielo y está muy duro. Aguantará de sobra.

—Vamos, baja un poco y te agarraré por la cintura.

Muy torpemente, Eli comienza a descender y lo agarro por la cintura. A punto estamos de caer de espaldas pero finalmente estamos ya los dos dispuestos a cruzar.

—Vamos, Eli, no des pisadas, desliza los pies por el hielo sin levantarlos.

Nos movemos un poco y el hielo parece muy fuerte; da confianza pero cuando estamos a la mitad, se escucha un fuerte crujido y nos hundimos de golpe. Ambos caemos de pie sobre el fondo del río. Fue un instante de pánico pero el agua me llega a mí un poco por encima de la cintura y a Eli un poco por debajo del pecho. Lo que más me sorprende es notar que el agua se nota casi como templada. Sigo teniendo a Eli bien agarrado por el brazo.

—Vamos, ya salimos. No falta nada, Eli.

Llegamos hasta la otra orilla y aúpo a Eli hacia fuera. Un montón de agua se escurre por su ropa cuando empieza a quejarse.

—Oh, Moshe, qué frío, qué frío… —dice comenzando a tiritar con mucha fuerza mientras se abraza a sí mismo.

Cuando salgo yo me pasa lo mismo. El frío es extremadamente intenso ahora con la ropa encharcada. Ya no son sólo los pies, es todo el cuerpo y comienzo a tiritar también con mucha fuerza. Todo mi cuerpo se estremece y tiembla de forma incontrolable.

—Vamos, tenemos que llegar a esa casa cuanto antes.

Lo agarro por la cintura para elevarlo hacia el talud pero no tengo fuerzas; no puedo con él y además me muevo con mucha torpeza, temblando tanto que no puedo coordinar mis movimientos.

—Eli, trepa y te empujaré, vamos, rápido.

—Oh, Moshe, no puedo casi moverme, no puedo…

—¡Vamos, Eli!, ahora es cuando necesito que hagas ese esfuerzo.

Lo intenta pero apenas consigue separar los pies del suelo.

—Vale, espera, subiré yo y luego tiraré de ti.

Comienzo a subir por el talud pero no tengo sensibilidad. Ni siquiera sé si estoy pisando algo o no. No siento absolutamente nada excepto un frío insoportable y el temblor en todo mi cuerpo no hace más que entorpecer cualquier movimiento que intente.

Me centro en ayudarme de las manos, que al menos las puedo tener a la vista para ver donde agarro pero enseguida me resbalan y caigo de espaldas, de golpe al agua.

—¡Moshe!.

Me levanto chapoteando, Debo salir sea como sea. Ahora estoy encharcado de cuerpo entero.

Cuando consigo salir, me abalanzo sobre el talud como un loco, no debo ni pararme a pensar ni a calcular nada. Pero ahora es aún peor. Hasta me duele la cabeza con intensidad. Veo a Eli poniéndose a mi espalda, empujándome con sus manos pero ni siquiera las siento. Me elevo un poco sobre el talud pero no tengo fuerza suficiente para elevarme con los brazos y comienzo a resbalar otra vez.

—¡Sepárate! —le grito a Eli.

No caigo tan de golpe como antes y quedo con medio cuerpo sobre la parte de hielo duro, al borde, que no se rompe pero comienzo a resbalar hacia el agua. Estiro los brazos e intento agarrarme a algo con las manos pero no tengo fuerza para hacerlo. Caigo de nuevo al agua.

—¡Moshe!, ¡Moshe…!.

—No, Eli, quieto —le digo, aunque apenas me sale un hilo de voz.

Vagamente noto como mi cabeza y mi cuello comienzan a romper una fina capa de hielo, moviéndome con la corriente del río. Una sensación de pánico me invade.

No siento absolutamente nada en mi cuerpo ahora. Ni frío ni calor; ya ni el agua ni el hielo rompiéndose. Mi cuerpo no responde a ningún movimiento que intente hacer.

Eli no podrá salir solo de ahí.

Oh, Dios mío. Oh, Dios mío, Eli.

—¡Moshe!.

Me sorprende que, a pesar de que tengo la sensación de que mi cuerpo se desvanece, mi mente funciona perfectamente y la sensación de pánico se transforma en curiosidad por saber qué habrá después de la muerte. Intento mirar a Eli para asegurarme de que no cae al agua pero sólo puedo mover los ojos. Consigo ver su cabeza por lo que no está en el agua.

Dios quiera que en la casa escuchen sus llantos. Sólo puedo pensar, «llora con todas tus fuerzas, Eli».

Entonces empiezo a notar que mi mente se desvanece también. Mi visión se nubla y las copas de los árboles que veo, van desapareciendo. Sólo me queda un último hilo de voz que susurra.

—Eli.

Oh, Dios mío, Eli. El sonido del agua se desvanece lentamente. No puedo pensar ya.

¿Mamá?. ¿Mamá?.

FIN


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Esta entrada tiene 4 comentarios

  1. Antonio Chávez

    ¡Joder con el relato! ¿Triste dices? Es terriblemente cruel. Una cosa, me parece que un niño de 8 años no se expresa con la claridad que tú lo defines. El relato es largo, quizá puedas acortarlo un poco. Está bien escrito, pero casi que me entró la tentación de no continuar leyéndolo, más que nada porque a medida que iba leyendo me iba sufriendo en mis carnes las calamidades que pasaron esos dos críos. Un saludo de A Chávez López

  2. Luis Polo

    Mil gracias por haber leído el relato, querido Antonio. Agradezco y acepto la crítica; hay partes del relato que pueden no coincidir con la forma en la que se expresaría un niño de 8 años.
    Un fuerte abrazo.

  3. Beto Brom

    He leído con suma atención la pequeña historia.
    El desarrollo es digno de aplauso.
    He conocido muchas personas, aquí en Israel, victimas sobrevivientes del Holocausto, que sufrieron experiencias semejantes.
    Van mis sinceras felicitaciones, colega de la pluma.
    Shalom

  4. Luis Polo

    Es muy emocionante para mí recibir este comentario desde Israel, al mismo tiempo que es muy decepcionante en lo que respecta al mundo en que vivimos, que esta historia tenga semejanzas con la realidad.
    Muchas gracias y un fuerte abrazo, Beto Brom.
    Shalom.

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