Un día de principios del año 52 escuché en la radio una noticia devastadora; una tragedia. La marca Mercury dejará de fabricar los coches woody con paneles de madera real y comenzará a fabricarlos en metal imitando decorativa e insultantemente madera.
Ya hace tiempo que quería uno porque en California son muy populares y los veía mucho; me encantaban, pero por las circunstancias personales de este último año, muchas cosas quedaron en pausa.
Ahora que estoy de vuelta en Wyoming, aquí no se ven tanto como en la costa oeste y había decaído un poco mi interés pero al escuchar la noticia se ha reavivado con mucha fuerza y me he decidido. Es el momento perfecto para regalármelo.
A principios de verano, poco después de volver de mi viaje por el Gran Cañón, hago una llamada a Merryl Mercury, en Idaho Falls, y me confirman que tienen dos en el concesionario. Además estoy de suerte. Desde la noticia, los interesados prefieren esperar a que salgan los nuevos sin madera real y los que la tienen se han devaluado y están cada vez más baratos.
Allá voy. Estoy tan obcecado que iré en autobús con la intención de traérmelo puesto.
Es un día soleado y muy caluroso. Tras más de dos horas de viaje, poco después de las diez y media de la mañana ya estoy en Idaho Falls. El concesionario Merryl Mercury está a las afueras del pueblo. Allí me encuentro con Merryl Lowe, el dueño del concesionario con quien hablé por teléfono. Un hombre corpulento de unos cincuenta años con más energía que una bomba atómica y una publicitaria sonrisa que casi se necesita de gafas de sol para verla. Habla rápido y no para de moverse.
—Mire esto, señor Kaplan. Mercury Woody Wagon, una auténtica joya para disfrutar de las carreteras. No sabrá si guardarlo en el garaje o en la caja fuerte. ¿Prefiere el granate o el plateado?.
—El granate me gusta más. Es muy bonito.
—Fantástica elección. Tiene usted muy buen gusto.
El señor Lowe abre las puertas y el capó.
—Observe qué combinación de elegancia y fuerza. Paneles de madera de caoba de la mejor calidad. Podría usted hundir un galeón español de un sólo golpe y sin perder el barniz. Súbase, súbase.
El coche por dentro es exactamente como me imaginaba. Cómodo, muy amplio, con una líneas bellísimas.
—Acérquese a ver el motor, mire esto. Fuerza y fiabilidad con la ingeniería más avanzada. Nunca le fallará. Un potente motor V8 de cabeza plana, de 4,2 litros y hasta 110cv de potencia del salvaje oeste. Como enganchar un centenar de cuartos de milla al carromato más cómodo y elegante que haya pisado jamás las Rocosas y tirando de usted, a sus ordenes. Se sentirá como un moderno Wyatt Earp impartiendo justicia en las praderas cada vez que salga a conducir.
—Es impresionante.
—Observe. Refrigerado por agua y transmisión «Merc-O-Matic» de tres velocidades con tracción trasera, tan suave que podría correr el Derby de Kentucky sin que nadie note que que no va a caballo. Los sombreros de las señoras saldrán volando a su paso. Sin embargo, hay un pero —me dice mirándome fijamente y con seriedad—. ¿Sabe qué problema tiene este coche?. Que cuando lo conduzca no querrá llegar nunca a donde se dirija para no bajarse de él. Le tendrán que sacar a rastras. Oh, ya le estoy viendo. Su familia tirando por los pies y usted en el aire, agarrado al volante como una garrapata. ¿Podrá con eso?.
—Sí, ya lo puedo visualizar en mi mente. Es algo grandioso. Creo que podré.
El señor Lowe es bueno. Casi tengo la sensación de no haber entrado ya convencido de comprarlo y de que es gracias a él. Me he dejado llevar por su poesía.
Apenas unos minutos después ya estamos formalizando todos los trámites administrativos y del seguro. Como necesitaré una matrícula provisional para llevármelo hoy mismo, nos lleva un par de horas dejarlo todo listo.
Algo después del mediodía, ya con un calor sofocante, arranco mi nuevo coche para ir de vuelta a casa. Todavía voy un poco tenso mientras me familiarizo con él.
Sólo unos pocos minutos después, ya en el centro del pueblo, debo parar en un cruce donde cogeré la avenida principal que me lleva de vuelta hacia casa. Hay bastante tráfico.
Mientras espero a tener paso, veo que empieza a salir un humo blanquecino por el capó, cada vez más, al mismo tiempo que me llega un olor a quemado. Como apenas llevo poco más de cinco minutos en este coche, mi vista tiene que buscar durante unos instantes la aguja de la temperatura del motor. Cuando la localizo, veo que está en el máximo. Mi temperatura también comienza a dispararse de frustración y enfado al verme en esta situación con un coche recién comprado. No puede ser.
Inmediatamente apago el motor y me bajo.
El coche que está detrás comienza a pitar con insistencia. El humo es bien visible, ¿acaso no ve que es una avería?. Me disculpo con un gesto y le hago indicaciones para que adelante mientras vigilo el cruce.
—Discúlpeme, no sé qué le ha pasado al coche que está echando humo por el motor —le digo cuando está a mi altura a la malencarada mujer joven que va al volante.
—¿Y qué esperaba conduciendo el ataúd de Buffalo Bill con ruedas?. ¡Cómprese un coche de verdad!.
Justo después, rápidamente aprovecho un instante de calma en el tráfico del cruce para empujar el coche hasta un espacio de aparcamiento que hay al otro lado, ya en la avenida. El humo comienza a remitir.
El coche es muy pesado y además cuesta mucho girar el volante a este paso.
—Permita que le ayude —me dice un hombre más o menos de mi edad que se ha acercado y empuja desde la parte de atrás.
—Muchas gracias, muy amable.
Al momento, otro hombre de poco más de cuarenta años también se une. Cuando por fin lo dejamos medianamente aparcado, necesitamos un momento para descansar.
—No sé qué le habrá pasado. Lo acabo de comprar y ha empezado a echar humo al parar en el cruce.
—Bueno —añade el segundo hombre en llegar—, ha hecho una buena compra. Si le vuelve a dejar tirado en medio de la nada tendrá leña de sobra para pasar la noche.
Los dos ríen.
—Estos coches se recalientan mucho —añade el primero—, sin embargo no es normal que lo hagan tan rápido. Si fuera usted, llamaría inmediatamente al concesionario que se lo acaba de vender.
—Sí. Ahora sin bromas —añade el chistoso poniéndose serio—, ande con cuidado y no lo pierda de vista. Han estado robando este tipo de coches últimamente.
—¿En serio? —le pregunto.
—Si. La policía tiene una investigación en curso. ¡Sospechan de una banda de castores! —ambos explotan en sonoras carcajadas—. Aún no los han podido identificar porque llevan antifaz —añade con dificultad entre las risas.
—Creo que han hecho una rueda de reconocimiento con algunos de ellos esta mañana —añade el otro también entre carcajadas, uniéndose a la fiesta humorística mientras comienzan a alejarse.
—Gracias por su ayuda. Celebro que lo pasen tan bien a mi costa.
—Si le falta el coche, búsquelo en el río —añade uno de ellos mientras siguen riendo a carcajadas, alejándose, seguramente que imaginando más situaciones con la banda de castores malhechores.
Busco un teléfono público y llamo al concesionario. Le cuento la situación.
El señor Lowe se disculpa. Dice que los mecánicos están muy liados hoy pero que dará prioridad a lo mío. Quizá en treinta o cuarenta minutos tendrán un momento para acercarse.
Prefiero no abrir el capó ni tocar nada por ser recién comprado. Esperaré a que vengan.
Justo a la altura del coche hay un banco en la acera, a la sombra de un árbol. Están sentados en él una mujer de algo más de treinta años con un niño de unos seis pero el banco es amplio.
—Con permiso.
—Sí, como no —contesta la mujer—. Ya estábamos aquí cuando se le ha estropeado el coche. Lo siento, espero que se lo arreglen rápido y no sea nada serio.
—Muchas gracias. Lo acabo de comprar no hace ni quince minutos. Es muy frustrante.
Tras unos instantes de apacible silencio, el niño, que es el que está a mi lado, me muestra un pequeño coche de juguete. Es de madera.
—Mientras no se lo arreglan, si quiere, puede jugar con el mío. Se lo dejo.
La mujer gira la cabeza en dirección contraria a nosotros intentando que no la vea reír.
—Muchas gracias, chico. Qué coche tan bonito tienes.
—Me lo regalaron en Merryl Mercury cuando papá compró el suyo.
—Vaya, qué casualidad. Los dos tenemos un coche del mismo concesionario.
El chico se queda pensativo unos instantes mientras mira mi coche, y entonces se gira hacia mí frunciendo el ceño.
—¿No tiene miedo de que se lo coman las termitas?. Yo el mío lo guardo en una caja todas las noches pero el suyo es muy grande. ¿Cómo hará?.
—No había pensado en eso, la verdad —reconozco que la pregunta me ha cogido desprevenido—. Supongo que la madera llevará algún producto que la protege.
—¿Lo supone? —pregunta la mujer—. ¿No lo sabe?. Dentro de un par de años parecerá que va usted conduciendo un queso gruyere con ruedas —dice con una amplia sonrisa—. Lo recordaré cuando le vea. Para días tan calurosos como este le vendrá bien tener un coche con buena ventilación. Vamos Chip; ya es hora. Espero que lo del coche no sea nada y se lo arreglen rápido.
—Muchas gracias.
—¡Toquemos madera! —añade con su amplia sonrisa mientras se alejan.
Pues gracias. ¿Qué demonios le pasa a la gente en este pueblo?, ¿tienen que ser todos los coches iguales?.
Pocos minutos después, dos hombres, seguramente de más de ochenta años, llegan caminando lentamente y con dificultad, ambos con bastón. Uno es muy alto y el otro muy bajito.
—Buenas tardes joven —me dice el más alto—. Permita que le acompañemos en el banco.
—Sí, como no, por favor. Buenas tardes.
—Yo soy Stretch —dice el alto— y este es Shorty. No está de rodillas ante usted, es que es así de bajito.
—Buenas tardes —dice Shorty—. Stretch es el gracioso del dúo.
—Rick. Un placer. ¿De paseo?.
—Sí, nuestra maratón diaria.
Los dos llevan gafas. Las de Stretch, el alto, son normales pero las de Shorty, el bajito, son, como se suele decir, de culo de vaso, de casi un dedo de grosor. Aún así, cada vez que intenta fijar la vista en algo o en alguien, levanta mucho la cara, entorna los ojos y pone cara de esfuerzo enseñando los dientes. Con ese gesto está mirando fijamente mi coche frente a nosotros.
—¿Qué demonios es eso?. Parece el cajón de los calzones.
—Es mi coche. Lo acabo de comprar esta misma mañana y se ha estropeado en el cruce. Estoy esperando a que vengan a arreglarlo.
—Rick —dice Stretch—, lamento decirle que le han asesorado mal. Esa cosa debería de estar navegando por un lago, no en la carretera.
Ambos ríen en una lenta y agónica carcajada.
—Es broma —dice Stretch—. No se moleste, es que no estamos acostumbrados a ver este tipo de coches.
—Oh, no me molesta. Ya me han gastado varias bromas de este tipo en lo que va de día.
—Se ha molestado —añade Shorty mirándome con su gesto de esfuerzo—. Cómo son ustedes los de ciudad. Tienen la piel muy fina.
—No soy de ciudad. Vivo cerca de Jackson, al pie de las montañas. De donde yo vengo, esto por comparación es una metrópolis.
—¿Cómo dice? —pregunta Stretch mirándome con severidad por encima de las gafas.
—¿Qué demonios ha dicho? —añade Shorty mirándome también con su habitual gesto—. ¿Una metra qué?. Oiga joven, puede que esto no sea París o como demonios se llame la capital de Roma pero es un gran sitio para vivir. Muy buena gente, sí, señor. Le daría una patada en el trasero a cualquier ciudad de esas que relucen de tanto fregarlas.
—No he dicho nada ofensivo. Metrópolis es como se suele llamar a una ciudad grande y cosmopolita; no es algo malo. Sólo pretendía decir que esto es mucho más grande que de donde vengo.
—Bueno, dejémoslo estar —dice Stretch.
—Qué mal genio el señorito —añade Shorty.
—Oh —exclamo yo con frustración.
—Debería de tomarse la vida con más humor —añade Shorty—. Fíjese en nosotros. Tómeselo con calma, amigo y disfrute.
—Mira Shorty —dice Stretch señalando el coche tras unos instantes de armisticio—, ¿sabes esa cara que pones cuando te ríes sin ganas, por compromiso?. Como cuando venía mi suegra de visita sorpresa. Ahora imagínate la trucha más fea que haya remontado jamás el río Snake mirándote con esa cara. ¿No se te parece a este coche viéndolo de frente?.
—¡Sí! —responde Shorty y ambos vuelven a romper en sus agónicas carcajadas—, ya lo creo que se parece.
Yo también sonrío y los dos me miran para confirmarlo pero con cara de sospecha.
—¡Qué gracia! —dice Shorty—. Ese coche es como si a un capitán pirata se le hubiera quedado vacío el cofre del tesoro y dijera, «¿qué demonios hago ahora con él?, pues le pongo ruedas y un volante».
Ambos vuelven a reír a carcajadas mirándome de reojo para ver si también río.
—¿Se ha molestado otra vez? —pregunta Shorty pero mirando aún al coche.
—Claro que no. Me lo estoy pasando muy bien con ustedes.
—¿Dónde lo ha comprado?, si no es indiscreción —me pregunta Stretch.
—En Merryl Mercury.
—¡Pues sí que era de un pirata! —exclama Stretch con una gran sonrisa—, tenías razón, Shorty —y ambos vuelven a reír a carcajadas.
¿Por qué? —les pregunto yo con cierto asombro—. ¿Debería de preocuparme?.
—Lo que debería es comprarse una Ford —añade Stretch.
—Mercury es Ford —le contesto.
—Pero los Ford son coches, no barcos —responde Stretch al mismo tiempo que da un ligero golpe con el codo a Shorty y ambos vuelven a reír con sus características carcajadas. Yo me quedo preocupado por haberse referido a Merryl Lowe como un pirata. Lo he conocido hoy y ellos seguramente lo conozcan mejor.
—Ya se ha vuelto a molestar —añade Shorty—. Esta gente de ciudad no tiene sentido del humor.
—Vamos, Shorty —añade Stretch—, es hora de comer. Ya siento el aroma de las alubias en el ambiente.
Ambos se levantan del banco con dificultad, apoyándose en sus bastones.
—Joven, debería relajarse y tomarse la vida con más humor —dice Shorty—. Así no llegará a nuestra edad. Le dará antes un patatús con ese mal genio.
—Muchas gracias. Seguiré su consejo. Un placer haberles conocido.
—Estos de ciudad son más tiesos que un poste eléctrico —le escucho decir a Shorty mientras se alejan—. Por Cristo sentado en la taza con los calzones por las rodillas, cómo se ha puesto…
Unos diez minutos después, veo aparecer por fin en el cruce una camioneta con grúa y el logotipo de Merryl Mercury. Me levanto y les hago señas.
Aparcan al lado del coche y el que va conduciendo, un hombre malencarado de mediana edad, se acerca hasta mi. El otro se queda junto a una pequeña caja en el lateral de la camioneta, cogiendo herramientas.
-¿Qué ha pasado?.
—He parado en el cruce y el motor ha empezado a echar humo. La aguja de la temperatura estaba al máximo. Inmediatamente lo apagué y, con ayuda, lo empujé hasta aquí. Como lo he comprado esta misma mañana he preferido no tocar nada hasta que llegaran ustedes. Ni siquiera he abierto el capó.
—Ábralo, por favor.
Ya con el capó abierto, el hombre inspecciona detenidamente el motor. Tras unos segundos, veo que abre un tapón.
—¿Qué ha hecho con el agua? —me pregunta con indignación.
—¿Qué agua?. Yo no he hecho nada.
—Está sin agua para la refrigeración. Está vacío.
—Pues así tenía que estar en el concesionario. Yo no he tocado nada. ¿Por qué demonios iba yo a vaciar el agua?.
El hombre, que sigue mirando el motor, reacciona a mi respuesta como si no hubiera dicho nada pero haciendo gestos de frustración. El que estaba cogiendo las herramientas, un hombre joven que apenas pasará de los veinte años, se acerca.
—¿Qué pasa, Mike?.
—Que le ha vaciado el agua y casi quema el motor.
El recién llegado me mira de reojo con expresión de sospecha. Yo hago un gesto de frustración pero prefiero no decir nada. Está claro que no servirá.
Rellenan el tanque de agua y me fijo en que comprueban que no se esté perdiendo por alguna fuga. Eso me sirve de confirmación de que no están tan seguros como aparentan de que ha sido culpa mía.
—El motor parece que no ha sufrido ningún daño; no tendrá problemas —me dice el tal Mike—, pero a partir de ahora, mejor no toque nada. ¿De acuerdo?.
—De acuerdo.
—Por ser recién comprado no le cobraremos por la asistencia pero otra como esta y… —termina la frase con un gesto arqueando las cejas y girando levemente la cabeza.
—Muchas gracias, han sido ustedes muy amables.
Se suben a la camioneta y les veo hablando y riendo, seguramente de mi.
Por el amor de Dios, tengo que salir de este pueblo cuanto antes.
Ya bien entrada la tarde, llego por fin a casa sin más problemas y aparco en la cochera del lateral de la casa. Ya me daré mañana una vuelta en él más tranquilamente para familiarizarme sin el estrés de hoy. Me preparo un buen café para relajarme un poco, que falta me hace.
Mientras disfruto de su reconfortante sabor mirando el apacible paisaje por el ventanal del frente, de reojo noto que algo se mueve a mi derecha, fuera de casa. Cuando miro, veo el coche moviéndose lenta y parsimoniosamente hacia atrás, por la ligera pendiente que hace la entrada a la cochera.
—¡Oh!. Habré echado el freno, ¿no?. Sí. ¿O no?. Oh Dios mío…
FIN
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Todos los relatos, biografías, imágenes (salvo las que se indica una autoría diferente) y archivos de audio en esta web están protegidos con Copyright y licencia Creative Commons: Mundo Kaplan, propiedad de Luis Polo López, tiene licencia CC BY-NC-ND 4.0
Mala suerte con su coche nuevo tuvo este buen hombre, y groseros todos los que se acercaban a él y a su coche, incluso los operarios de la Mercury. El sistema de venta de automóviles en los Estados Unidos es completamente diferente a cualquier otro país, será, digo yo, que la mucha competencia les provoca prisas por vender, de ahí que, antes de salir, no repasen adecuadamente los vehículos, En Europa hay más meticulosidad. Que yo sepa no sale de ningún concesionario de ninguna marca de coche uno que previamente no haya sido revisado meticulosamente, y el radiador es un elemento fundamental. Lo que quiere decir que, en este caso, la culpa de la avería la tuvo el vendedor, no cl comprador.
Curioso relato, incluso con tintes jocosos. Veo y leo que tienes dotes de narrador, y además utilizas un vocabulario sencillo, nada rebuscado. En verdad, me gusta leerte.
Un abrazo, amigo
Muchas gracias por leer el relato y por el comentario, Antonio.
Ojalá llegue a tener al menos la mitad de las dotes de narrador que tienes tú.
Un fuerte abrazo.